
La prosa y la poesía de Óscar Castro Zúñiga
Ernesto Bustos Garrido
Oscar Castro Zúñiga (1910-1947) es el escritor de la ternura y la sencillez por excelencia. Nunca su prosa intentó siquiera ser altisonante ni monumental. Le bastaba con usar las palabras como el fotógrafo aficionado va con su camarita de fuelle registrando allí una flor, allá un pichacho, a la derecha un manchón de sauces, y detrás de ellos el rumor del río. Para eso sí se requiere algo que no se vende en las boticas: capacidad de asombro. También sencillez. Es fácil leer a Oscar Castro. Sus historias podrían haber sido ya contadas. Sin embargo, la forma suya es totalmente original. El perfil sicológico de sus personajes no entra en profundidades, pero sí sabe dar en el blanco y retratar con precisión aquellos rasgos más característicos, del minero, la china, el capataz, y el policía. Todos esto personajes de carne y hueso se encuentra en sus obras: “La vida simplemente”, “La comarca del jazmín”, “Llampo de sangre”, “Lina y su sombra”, “Huellas en la tierra”. Pudo haber alcanzado más, pero una enfermedad incurable en los años 40 se lo llevó tempranamente a la tumba. Quedó así su palabra escrita, en prosa y en verso. El músico Ariel Arancibia –rancaguino igual que Oscar Castro- le rindió un homenaje en los años 70 y le puso música a algunos de sus poemas. Antes de leer el fragmento seleccionado, conozcamos la conocida oración “Para que no me olvides”, que quedó grabada en el vinilo con música de su coterráneo Arancibia, las voces del conjunto Los Cuatro de Chile, y las glosas de los hermanos Héctor y Humberto Duvauchelle.

Yo me pondré a vivir en cada rosa
y en cada lirio que tus ojos miren
y en todo trino cantaré tu nombre
para que no me olvides.
Si dormida caminas dulcemente
por un mundo de diáfanos jardines,
piensa en mi corazón, que por ti sueña,
para que no me olvides.
Y al contemplar llorando las estrellas
se te llena el alma de imposibles,
es que mi soledad viene a besarte
para que no me olvides.
Yo pintaré de rosa el horizonte
y pintaré de azul los alelíes
y doraré de luna tus cabellos
para que no me olvides.
Y si una tarde en un altar lejano,
de otra mano cogida, te bendicen,
cuando te pongan el anillo de oro
mi alma será una lágrima invisible
en los ojos de Cristo moribundo,
para que no me olvides.

Lucero
Oscar Castro
Fragmento
Recortadas unas sobre otras, las cresterías de la cordillera barajan sus naipes pétreos hasta donde la mirada de Rubén Olmos puede alcanzar. Cumbres albísimas, azules hondonadas, contrafuertes dentados, enhiestas puntillas van surgiendo ante su vista siempre cambiantes, cada vez más difíciles al paso a medida que asciende. Antes de iniciar un repecho demasiado fatigoso, el viajero decide conceder un descanso a su cabalgadura, que resopla ya como un fuelle. Y cuando se ha detenido, cruza su pierna izquierda por encima de la montura y despeña su mirada hacia el valle.
Primero le salta a la pupila el espejeo del río, que alarga con desgano su caprichoso serpenteo por entre pastizales y sembrados. Pasan luego sus ojos por sobre los cuadriláteros de unos cuantos potreros y busca el pueblo de donde partiera en la mañana. Allí está, escaparate de juguetería, con sus casas enanas y los tajos oscuros de sus valles. Algunas planchas de zinc devuelven el reflejo solar, tajeando el aire con plateado y violento resplandor.
Con un aleteo de párpados, Rubén Olmos borra la imagen del valle y examina a su cabalgadura, cuyos mojados ijares se contraen y elevan en rítmico movimiento.
–¿T’estay poniendo viejo, Lucero? –interroga con tono cariñoso. Y el animal gira su cabeza negra, que tiene una mancha blanca –lagio de una estrella– en la frente, como si comprendiera.
–Güeno, también es cierto que harto habís trabajao; pero te quean años de viajes, toavía. Por lo menos, mientras la cordillera no se bote a mairastra…
Torna a mirar la mole andina, familiar y amiga para él y Lucero; no en balde la han atravesado durante once años. Rubén Olmos, encandilado un poco por la llamarada blanca del sol en la nieve, piensa en sus compañeros de viaje y en la ventaja que le llevan. Pero no le concede importancia al detalle: está cierto de darles alcance antes de que anochezca.
–Siempre que vos me acompañís; la’e no, vamos a tener que alojar solitos –manifiesta al caballo, completando su pensamiento.
Rubén Olmos es baqueano antiguo. Aprendió la difícil ciencia junto a su padre, que desde niño lo llevó tras él por entre peñascales y barrancos, pese a sus rebeliones y a la desconfianza que le inspiró al comienzo la cordillera. Cuando el viejo murió –tranquilamente en su cama–, el patrón de la hacienda lo designó a él como reemplazante. Cruzó por lo menos cien veces esta barrera, que al principio se le antojara inexpugnable, y trajo arreos numerosos de ganado cuyano, siempre en buenas relaciones con la fortuna.
Eligió a Lucero cuando éste era todavía un potrillo retozón y él mismo tuvo a su cargo la tarea de domarlo. Desde entonces nunca quiso aceptar otra cabalgadura, a pesar de que su patrón le regaló dos bestias más, de mayor empuje al parecer, y de superiores condiciones. Este caballo ha sido para él una especie de mascota a la que se aferró la superstición de su vida siempre jugada al azar.
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Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile) es periodista de la Universidad de Chile, donde impartió clases así como en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, fundamentalmente en La Tercera de la Hora. Fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar.
Amante de los viajes y de la escritura, admira a Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Vicente Huidobro, Francisco Coloane, Ernest Hemingway, Cervantes, Vicente Blasco Ibáñez, Pérez Galdón, Ramiro Pinilla, Vargas Llosa, García Márquez, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo.
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