
-¡Buenos días!
Era el viejo Coleridge, Matthew Coleridge, que veinte años antes se llamara Kolerits Mátyás, y era el único húngaro que, fuera de mí, había en Honolulú. Poseía una estación de reparación de automóviles, próxima al palacio real de Kamehameha. Meses antes solíamos encontrarnos y conversar a menudo. Caminó derecho hacia mí; la grava crujía bajo sus suelas. Apoyó los codos en la ventanilla del coche y me dijo:
–Dígame, señor Pekri; quizás tenga usted mejor memoria y pueda decirme cómo se llama esa calle de Budapest, esa que corre desde la plaza de los Franciscanos hasta el Danubio.
Para aclarar la pregunta, prosiguió hablando con sus gesticulaciones habituales:
–Tengo una sobrina en Budapest, mi único pariente en la antigua patria… Cuando estuve allá, hace tres años, viví en su casa. Conozco la casa y el número, pero se me ha olvidado el nombre de la calle.
–¿Quiere usted escribirle?
–Querría enviarle dinero. No mucho: unos cien dólares. Ella es algo pobre, jubilada. Allá me visitaba siempre su hija, de dieciséis años, y la niña se me arraigó en el corazón. Una vez les mandé cincuenta dólares, y he pensado ahora que bien puede ser que la niña quiera casarse, y los cien dólares le vendrían muy bien a la pequeña Margit… En alguna parte anoté la dirección, pero se me ha extraviado… Con decirle que hace cuatro días que la estoy buscando en vano…
–¿Usted quiere el nombre de una calle que une la plaza de los Franciscanos con el muelle del Danubio?
–Sí. Eso es…Una que corre hacia Molnár-utca… ¿Eh?… ¡Sabe usted cuál es?
–Es claro. Conozco ese barrio de Budapest como la palma de mi mano… Estuve estudiando dos años en la Universidad… Espérese: déjeme pensar un poco…
–Allí hay también una tienda de pájaros…
–¿Papnövelde-utca?
El viejo negó con la mano.
–La Papnövelde-utca está junto a la capilla de la Universidad, cerca del palacio Károlyi. Yo quiero la otra de más arriba, la que está al lado de la Kossuth-Lajos-utca. Piense un poquito más.
Cerré los ojos y ante mí apareció la plaza de los Franciscanos. Vi las palomas en la calzada, frente a la capilla. Claramente oí el campanilleo de los tranvías. Naturalmente, sabía cuál era la calle; es claro… La conocía casa por casa. Allí era donde estaba el Club de las Águilas y, al frente, el municipio. Tenía el nombre de la calle en la punta de la lengua, pero no podía decirlo todavía…
Kolerits me quiso ayudar.
–Tiene el nombre de un hecho histórico…
En la tensión del esfuerzo mental, yo tenía la mirada fija y clavada en el vacío. Impaciente, el anciano tamborileaba con los dedos sobre el guardafangos del coche. Sus ojos recorrían la avenida Kalakawa, cual si quisiera descubrir allí alguien que conociera y pudiese decirle el nombre de cada una de las calles de Budapest. Pero estábamos en el otro extremo del globo terráqueo y sin más recurso que nuestras memorias.
Por último me golpeó el hombro y me dijo:
–¡Vaya!… Cuando se acuerde, haga el favor de avisarme…
Dio media vuelta y desapareció en el tránsito de la avenida.
* Lajos Zilahy, También el alma de extingue, Editorial Andrés Bello (Chile) / Club de Lectores.
Recopilación de Ernesto Bustos Garrido
Lajos Zilahy, nació en 1891 en Nagy-Szalonta, localidad transilvana perteneciente al Imperio austrohúngaro. Estudió Derecho en Budapest, antes de servir en el ejército imperial durante la Primera Guerra Mundial, donde combatió en el frente ruso. Esta experiencia le sirvió para escribir una de sus obras más afamadas: Dos cautivos (1926). En 1930 se casó con Piroska Bárcy, hija del alcalde de Budapest. Políticamente fue opositor al régimen fascista del Regente Horthy, cuando el país fue ocupado por los nazis en 1944. Tuvo que esconderse con su mujer y su hijo Mihály. Al acabar la guerra fue nombrado Presidente de la Sociedad húngaro-soviética de las Artes y las Ciencias. En 1947 establece una sólida amistad con el también conocido novelista, Sándor Márai. Es autor de El siglo feliz, Crepúsculo cobrizo y El ángel del odio. Lajos Zilahy murió en 1974 en Novi-Sad (Serbia, que formaba entonces parte de Yugoslavia).