Cuento de José Sánchez Rincón: El mendigo

 

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Mendigos a la puerta de una iglesia. Fuente de la imagen

Cuento de José Sánchez Rincón: El mendigo

Nadie le iba a echar de menos aquella noche. Eran cerca de las diez en el reloj de la torre de la iglesia y la mayor parte de las familias se disponían a compartir la tradicional cena de Navidad. No sabía bien por qué, pero empezó a pensar que había algo bueno en cada cosa que le estaba sucediendo. Se acurrucó contra la columna de uno de los arcos de la entrada a la iglesia y apretó los dedos contra sus propios costados para calentarse. Algunas personas le echaban dinero pues eran buenas fechas para apiadarse de los demás. Los primeros copos de nieve estaban empezando a caer sobre la ciudad. Por un instante pensó que iba a congelarse pero alguien le cubrió con una manta y le puso un gorro de lana en la cabeza. Comenzó a sentirse bien, como si un ángel le acompañara en aquellos momentos de soledad. Se imaginó que estaba comiendo un bocadillo igual a los que le preparaba su madre de pequeño y esbozó una sonrisa. Unos jóvenes se acercaron a él; llevaban en una bolsa botellas de licor, le ofrecieron beber de una de ellas y él aceptó por aquello de la camaradería y por llevarse algo “caliente” al estómago. Él era feliz a su modo porque necesitaba muy poco para vivir. Pasó por delante una bella mujer, una de esas a las que siempre temió, no fuera a ser corneado por ese truhán que se ríe de todos y al que llaman amor. Se percató de que ya no tenía familia, aunque siempre sospechó que la única familia que uno tiene es la de los sentimientos. Los municipales quisieron llevárselo de allí pero dos señores con sombreros de fieltro intercedieron en su favor. Unos años atrás, un rincón de otro barrio alejado de aquel, había sido su lugar favorito para ponerse a tocar, incluso llegó a tener un público fiel a su lado. Algunos vecinos aún recordaban su buen hacer con una guitarra en las manos. Viendo entrar a la gente en la iglesia, él pensó que Dios está en el corazón de las personas más que en el interior de los templos. Ahora que muchos de los fracasos pasados podía transformarlos en victorias, se acordó de ese tiempo feliz, antes de que empezaran los problemas, en el que iba con su mujer a la compra de Navidad en un supermercado del barrio, a última hora de la tarde, y se permitía caprichos impensables en otras épocas. También recordó los besos y pamemas de su familia política, que él soportaba con dificultad y le hacían marcharse antes de tiempo para que esa felicidad ficticia no acabara de una forma desagradable. Y en ese momento, reconoció a su mujer y a su hija bajándose de una limusina reluciente. Violeta parecía dichosa y la muchacha, bien atendida; cubiertas con ropas que él nunca hubiera podido comprarles. Se aguantó las ganas de llamarlas. Pasaron a unos metros de él y no lo reconocieron con la barba descuidada, el gorro arrugado y envuelto en una manta. El coro de la iglesia comenzó a entonar un villancico y una señora le echó una limosna. Cuando vio a su antigua familia alejarse del brazo de aquel hombre distinguido, sintió que ya no necesitaba nada y todo venía a él como una brisa benefactora.

 

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