
SEÑORA DE PUEBLO
José Luis Alvite
Uno de mis grandes fracasos vitales es que no se me haya cumplido el viejo sueño de ir a cualquier sitio del que no supiese volver. He cometido unos cuantos errores que me apartaron de mi camino, es cierto, pero reconozco que jamás me equivoqué lo suficiente como para que mi destino no tuviese remedio. De niño era muy feliz cuando amanecía oscuro y creía que con un poco de suerte al levantarse las nubes en el peor de los casos me quedaría el consuelo de ver intacta la niebla. Esa tentación de la penumbra no me ha abandonado desde entonces. Aún ahora, al cabo de tantos años, a veces me quedó pasmado frente a la lluvia y recuerdo cuando su reflejo en la pared de mi alcoba parecía la blanda ameba de la sombra de un incendio, la pantomima mucosa de una hoguera cuyas llamas mojadas estuviesen a punto de apagar el fuego. También supuse de niño que con el paso del tiempo tal vez me sonriese la inmerecida fortuna de tener talento y que en ese caso rezaría para que Dios me permitiese al menos la inteligencia que iba a necesitar para disimularlo. A la muerte de mi padre, en el 91, me puse sus calzoncillos, salí a la calle y me sentí más seguro de mí mismo de lo que nunca antes había estado, de modo que se reafirmó mi la lejana idea infantil de que del aplomo de un hombre su ropa interior dice más que cualquiera de sus lecturas. Ahora soy mayor, tengo en el rostro la carpintería del cansancio y si se me diese por llorar, sé con toda seguridad que por culpa de mis rasgos ni una sola lágrima llegaría a salarme la boca. Con el paso de los años he aprendido a llamarle serenidad a la resignación y estoicismo a la cobardía. Ya sé que no está bien decirlo, pero si volviese a enamorarme y quisiese saber cuánto va a durar lo nuestro, me limitaría a contar el dinero que en ese momento lleve encima. Ahora sé que a estas alturas de mi vida lo único que me cabe añadirle a mi biografía son unas pocas disculpas fingidas y un esclarecedor puñado de erratas, no muchas, sólo las que un cínico como yo necesita para sucumbir en la penumbra persuadido de que, según se mire, la muerte sólo es una señora de pueblo que tarda horrores en fingir el orgasmo.
(Publicado en la sección Opinión del diario La Razón, el 25 de febrero de 2010).
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