Cuento de Carlos Cerda: La tarde mirando pájaros

La tarde mirando pájaros (relato corto de Carlos Cerda)

–¿Entonces no tienes nada que decir?

El hombre no dijo nada. Para librarse de la mirada agresiva bajó la cabeza e intentó serenarse con el aire de una inhalación profunda.

–Pregunté si ya no tienes nada que decir –repitió la mujer remarcando cada palabra.

El hombre acometió con una mirada de ojos indiferentes y cansados. Luego se replegó a la perfecta realización de un acto ordinario. Sacó de la chaqueta un paquete de cigarrillos, despegó la cinta de celofán y rompió el papel plateado con una lentitud intencionada que hacía más tensa la respiración de la mujer. Con la misma lentitud sacó un cigarrillo, lo sostuvo un momento entre sus falanges amarillas y al encenderlo atravesó la llama con una segunda mirada instantánea.

–Muy bien –dijo la mujer–. Si no tienes nada que decir, muy bien.

El hombre exhaló un anillo de humo que se fue esfumando sin prisa. Tenía la vista fija en la pared y pareció decidido a no mirar jamás otra cosa que no fuera ese pedazo de muralla con manchas de humedad.

Sentada a la mesa del comedor la niña se inclinaba sobre sus cuadernos tratando de resolver multiplicaciones de dos cifras. Junto a los cuadernos había una jaula vacía y sobre su hombro derecho persistía la perfecta inmovilidad de su canario naranja. En el otro extremo de la sala el hombre y la mujer se desafiaban en un nuevo silencio prolongado.

La niña levantó la vista y observó que el hombre tenía la suya clavada en la pared. No pudo ver el rostro de su madre, pero presintió las lágrimas en su tono ahogado.

__________

–Lo mejor es que tomes tus cosas y te vayas.

–Es exactamente lo que voy a hacer.

–Entonces hazlo luego.

–Tendría que haberlo hecho hace ya tiempo.

–Si te vas, por favor me devuelves las llaves –dijo la mujer sin mirarlo.

El hombre sacó un llavero del bolsillo y lo dejó caer sobre el cristal de la mesa. La mujer sintió que una vez más algo se hacía trizas y al cerrar los ojos rodaron las primeras lágrimas.

El ruido de las llaves sobre el cristal inquietó al canario que voló pesadamente hasta la lámpara. La niña levantó la vista del cuaderno y vio que el hombre salía dando pasos sin decisión, como si imitara al vuelo pesado del pájaro. Cuando escuchó el llanto de la madre se concentró en la hoja cuadriculada, porque sabía que lo peor vendría cuando el hombre volviera a la sala. El canario se había instalado, nuevamente, sobre su hombro izquierdo y la niña se refugió en ese latido ínfimo y en la tibia suavidad del plumaje que palpitaba junto a su garganta.

El hombre volvió con dos maletas y un impermeable que dejó sobre el respaldo del sillón. Allí se sentó y encendió un cigarrillo mientras observaba los sollozos de la mujer en cada estremecimiento de su espalda.

–Bueno, entonces –dijo con voz cansada.

La mujer dejó de llorar. La inmovilidad y el silencio se cruzaron en su cuerpo que languideció como una cruz quemada. El hombre se puso de pie y se acercó a las maletas, La mujer giró el rostro en un gesto violento y desesperado. Sus ojos ardían detrás de las lágrimas.

–¡No te vas! –ordenó mirando fijo los ojos cenicientos del hombre.

–Me voy, María –repitió el hombre evitando la mirada.

La mujer se puso de pie de un salto y se acercó a la ventana.

–Tú sabes lo que hago si te vas.

Cuento de Carlos Cerda
Escritor Carlos Cerda

La niña los miraba asustada e inmóvil, y el canario imitaba esa inmovilidad sobre su hombro. La mujer concentró su fuerza en un movimiento que intuyó decisivo y abrió de golpe la ventana. La niña se puso de pie palideciendo y el hombre dio un paso sin decisión hacia la mujer. Entonces el canario voló lento hasta la jaula, desde allí hasta la lámpara, y su revuelo se detuvo en el marco de la ventana. La niña corrió entonces hasta la ventana y cuando iba a alcanzarlo, el canario voló hacia la calle.

–¡Mamá! –gritó la niña intentado seguir el rastro del canario–. ¡Se voló! ¡Se voló!

El hombre buscó en el aire hasta que señaló un aleteo inseguro que se empeñaba en alcanzar una baranda de la terraza.

–¡Ahí está! ¿Ves tú? ¡Ese! ¡Ahí va!

La mujer se instaló junto a su hija e intentó descubrir al canario con la mirada húmeda. La niña no dejaba de mirarlo, como si de sus ojos naciera una amarra imaginaria y ese fuere su último débil lazo con el canario.

–Voy a buscarlo –dijo llorando.

–Ten cuidado –dijo el hombre–. Si vas a la terraza ten cuidado.

La niña miró por última vez al canario que continuaba inmóvil en la baranda de la terraza y salió corriendo del departamento.

–Voy con ella –dijo el hombre.

–Yo también –dijo la mujer.

–Tú quédate. Alguien tiene que estar mirándolo para saber adónde vuela –ordenó el hombre desde la puerta.

Mientras bajaba la escalera escuchó que la puerta del departamento se cerraba y luego oyó pasos de la mujer como un eco de los suyos.

La niña ya estaba en la terraza y cuando el hombre se le acercó ella corrió hacia la baranda señalando un revuelo amarillo.

–¡Ahí va! ¡Es ese! ¡Es ese!

El hombre presintió a sus espaldas una palpitación ansiosa. La mujer se le pegó como una sombra.

–¿Voló de nuevo? –preguntó.

–Claro. Te dije que te quedaras. Que había que estar mirándolo.

–Pensé que ya no se movería –dijo la mujer–. ¡Mira! ¡Ese es! ¡El que está en el árbol!

La niña corría de una baranda a otra de la terraza y cuando escuchó a la madre se acercó para mirar también el árbol. Los tres se apoyaron en la baranda, las miradas fijas escudriñando las sombras del ramaje. Ahora las dos mujeres tenían los ojos enrojecidos, los mismos ojos grandes y asustados que brillaban con el sol y las lágrimas.

–Voy a bajar –dijo el hombre corriendo hacia la escalera de la terraza–. Quédense y no lo pierdan de vista.

Aferrada a la baranda la niña trataba de descubrir su canario cuando vio aparecer al hombre por la puerta del edificio y después a su madre que corría también hacia el árbol.

–Ya no lo veo –dijo el hombre concentrado en el follaje– ¿Lo ves tú?

–No, tampoco –contestó la mujer girando en torno al árbol.

–¿Lo ven? –preguntó la niña gritando desde la terraza.

–No –dijo el hombre–. No lo vemos.

–¡Allí! ¡Allí! –gritó la mujer, y el hombre se acercó a ella para mirar el punto preciso que le señalaba.

–Es un gorrión –dijo decepcionado.

–Tal vez fue esto lo que vimos volar, mi amor dijo la mujer sin mirarlo.

–Tal vez –contestó el hombre, fija la vista en el follaje.

–¿Y si se pierde… puede vivir? –le preguntó la mujer.

–No.

–No le digas eso a la niña.

–Claro que no. Vamos. A lo mejor vuelve. Es bueno dejar la ventana abierta.

Y cuando entraban de nuevo al edificio agregó:

–Si no vuelve, mañana le compraremos otro.

–Sí –dijo la mujer tomándole la mano–. Si, mañana.

En la escalera los esperaba la niña con los ojos enrojecidos.

–Se fue pero puede volver. Vamos a dejar la ventana abierta –le dijo el hombre haciéndole una caricia en la cabeza.

–Si no vuelve se va a morir –dijo la niña.

–No. No se va a morir –le aseguró el hombre–. ¿Por qué dices eso?

–Porque me lo enseñaron en la escuela.

–Bueno –dijo la mujer–. Si no vuelve, mañana vamos a comprar otro.

–Pero yo quería a este, mamá–. Y este se va a morir si no lo encontramos.

–Por eso vamos a dejar la ventana abierta –dijo el hombre–. Yo creo que puede volver.

Entraron en el departamento y la niña se fue de inmediato hacia la mesa, tomó la jaula y la colgó junto a la ventana. El hombre se sentó en el sofá y encendió un cigarrillo. Frente al sofá estaban las maletas, pero el hombre miraba concentradamente una mancha amarilla de la pared y la mujer la mano del hombre llevando el cigarro a la boca.

La mujer le tomó la mano y acercó su cara a la del hombre.

–Ven –dijo la mujer–. Voy a arreglar tus cosas.

El hombre se puso de pie, tomó las maletas y siguió a la mujer hasta el dormitorio.

La niña escuchó que una puerta se cerraba. Después se perdió en un ir y venir de pájaros, sin advertir que el sol también se iba perdiendo con la tarde. Cuando estuvo completamente oscuro sintió frío, pero prefirió ponerse un abrigo para no cerrar la ventana. Fin

*** Del libro de cuentos Primer Tiempo/ Carlos Cerda/ Editorial Andrés Bello. Santiago – Chile / Páginas 49–50

Comentario de Ernesto Bustos Garrido

La escritura del cuento «La tarde mirando pájaros» contiene diversas clave, por ejemplo, el detalle de dejar la ventana abierta…… Este hecho podría tener una doble lectura: La de permitir el regreso del canario y al mismo  tiempo la de una posible reconciliación de la pareja. Es cierto, en  toda relación humana, y mas todavía, en la de una pareja, mantener  una ventana abierta es disponer de un recurso en caso de un problema,  de un imponderable. Otro detalle: en el texto no se dice que el  hombre sea el esposo de la mujer y por tanto el padre de la niña. Sin  embargo, la historia está tan bien urdida que también cabe la  posibilidad de que el hombre sea el padre biológico. Y finalmente, el  canario nunca volvió, pero podría regresar. Este es uno de los  desenlaces de la historia; un desenlace con suspenso. (gran recurso narrativo en un cuento) El otro es la aparente reconciliación de la pareja, está marcada con ese cierre de la puerta.

Breve biografía de Carlos Cerda

Carlos Cerda nació en Santiago de Chile en 1942. Hizo estudios de filosofía, literatura en la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Chile, y un doctorado en literatura en la Universidad de Humboldt. Antes, cuando niño se educó al interior de un establecimiento para niños huérfanos y en situación de riesgo llamado “La Ciudad del Niño del presidente Juan Antonio Ríos. Después estuvo en el Instituto Nacional. Siendo muy joven ingresó al partido donde más tarde fue dirigente estudiantil universitario.

A raíz del golpe de Estado en 1973, se exilió primero en Colombia y después en la República Democrática Alemana, experiencia recreada por algunos personajes de sus novelas.

Tras diez años en la RDA, regresó a Chile en 1985, sumándose a la compañía de teatro ICTUS. En los 90, no pasaron inadvertidas sus novelas «Morir en Berlín» y «Una casa vacía» (que llevó al teatro junto a Raúl Osorio), a las que se sumó más tarde «Sombras que caminan», constituyéndose en una trilogía traducida a varios idiomas. Considerado una de las voces autorizadas de la literatura nacional, Carlos Cerda fue distinguido, entre otros, con el Premio del Consejo Nacional del Libro y galardonado por el Círculo de Críticos de Arte.

Gran amigo y estudioso de José Donoso, continuó con una serie de talleres en la Biblioteca Nacional que llevaron su nombre. A esto se sumaron publicaciones en torno a la obra de Donoso, como por ejemplo «José Donoso. Originales y metáforas». También adaptó para el teatro su novela «Este domingo». Falleció, tempranamente, el 19 de octubre de 2001 de un cáncer rebelde al estómago.

Fuente: Algunos de los pormenores de esta síntesis biográfica se extrajeron del sitio web letras.s5.com/ Otros son del compilador.

Colaboración: Ernesto Bustos Garrido.

 

Ernesto Bustos Garrido Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile) es periodista de la Universidad de Chile, donde impartió    clases así como en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha  trabajado en diversos medios informativos, fundamentalmente en La Tercera de la Hora. Fue editor y  propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar.

 Amante de los viajes y de la escritura, admira a Pablo Neruda, Gabriela  Mistral, Nicanor Parra,  Vicente Huidobro, Francisco Coloane, Ernest Hemingway, Cervantes, Vicente Blasco Ibáñez, Pérez  Galdós, Ramiro Pinilla, Vargas Llosa, García Márquez, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo.

 

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