Microrrelato de Manuel Pastrana Lozano: El santo
Como era ya habitual desde hacía algún tiempo, apenas aparecía en el escenario un público fastidiado y hostil pedía a voces que lo reemplazaran y que desapareciese para siempre de su vista. Aparte de las burlas y de gritarle chueco y farsante, más de alguien le arrojaba tomates o huevos a su cara envejecida y a su cuerpo fatigado. Sus trucos mágicos, fácilmente revelados, enardecían a los espectadores que no toleraban su presencia inútil. Era un verdadero calvario.
En la que sería su postrera aparición pública, decidió entonces enfrentar a esa concurrencia enemiga y la desafió a que descubriesen su embeleco máximo y final, y refutar así de paso aquello de que lo torcido no puede enderezarse: Eclesiastés 1:15.
Vestido con un esmoquin perfecto y de aspecto saludable, el ilusionista quitó el sombrero de copa de su cabeza, lo movió unos instantes, hizo un pase mágico y los asistentes asombrados vieron que en vez de un conejo salía de su interior un plátano llamativo que enderezó sin mayor problema. Luego hizo lo propio con una cola de cerdo, después con un cuchillo corvo, le trajeron un árbol torcido que también enderezó. Y así estuvo durante toda la velada, enderezando desde un clavo chueco hasta los objetos más disímiles deformados y doblados. Y al culminar su presentación, sacó un búmeran del sombrero, lo lanzó hacia el público -todavía receloso-, y el arma retornó completamente derecha bastoneando con fuerza a diestra y siniestra a los numerosos espectadores incrédulos. Había demostrado que lo torcido podía enderezarse.
Nunca más pudo saberse del mago, pero tiempo después de esa velada memorable comenzó a ser venerado por algunos como el santo milagroso de aquellos descarriados que deseaban enderezar sus vidas para siempre: san ilusionista de las almas.