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Cuento de Joaquín Edwards Bello: Perpetua y las matemáticas
Las matemáticas y el profesor Valladares fueron mi suplicio. No había oportunidad que no aprovechara para humillarme y sacar partido de mi incompetencia. Los alumnos fuertes en matemáticas superiores son pocos y siguen las lecciones del maestro, en tanto más de la mitad de sus compañeros no entienden una palabra.
El señor Valladares no cesaba de irritarme y pretendió hacer creer en mi nulidad absoluta y en mi estupidez. Consiguió producir en mí ánimo, un estado de depresión y de desconfianza.
Confieso que nada puse de mi parte para aprender conocimientos que me eran antipáticos y cuya inutilidad para el género de vida que llevan millares de hombres es un hecho. El instinto me defendía de ponerme armadura pesada y de manejo difícil. El tiempo me dio la razón, pero nadie me quitaría el sufrimiento de mi adolescencia.
Pagué un largo tributo de felicidad a causa de ese ramo. Cuando me llamaban a la pizarra, en esas clases vedadas para mi intelecto, sufría lo mismo que el condenado a muerte. No encontraba mejor salida que hacerme el gracioso para salvar mi dignidad. El resultado invariable se resumía en la sala de castigos, dantesco suplicio para el niño que ve morir de luz del día desde un rincón obscuro, lejos de la casa.
El recuerdo de esa sala lóbrega, en el invierno porteño, me aparece como una brutalidad irrazonada. Ayuda a cultivar lo malo en el fondo de los niños. No es raro que así nos iniciemos en la “cimarra” (rabona), en la mentira, en la rebeldía, en el odio.
El padre nos zurra; el profesor nos desprecia. Somos parias. El hecho de no entender las matemáticas basta para entenebrecer el horizonte del niño. Cuando falta una parte sola, un ramo solo, de manera decisiva, como a mí me ocurría, se derrumbaban de golpe el orden y la armonía del colegio; me volví alumno malo y perdí las ventajas de sobresalir en otros ramos. Es como el barco en peligro de naufragar a causa de un solo boquete, no obstante el buen estado general. La persona desmoralizada se complace en buscar amistades inferiores.
Mi padre notó la decadencia, pero en esa época gozaba en pleno su euforia de respetabilidad; era perfecto y no es en esta clase de personas donde encontrará apoyo el caído, aunque sea el propio hijo. La perfección suele ir aparejada con la incomprensión.
–¿Qué te pasa? A ver dime: ¿qué te ocurre?
Su voz violenta apagaba la sinceridad a flor de mis labios. No le decía el secreto de mis inquietudes; era mejor simular y esperar.
Han pasado tantos años y a veces en la alta noche despierto sudando y acongojado; es la pesadilla de las clases del señor Valladares que vuelve como un sabor agrio del pasado.
Perpetua notó mis inquietudes y se convirtió en mi salvación, junto con una fiebre que celebré lo mismo que vacaciones. La idea de no ir a clases es siempre una fiesta, aunque el feriado provenga de terremoto, de epidermis o de muerte del Presidente de la República, como fue el caso de Errazuriz.
Perpetua había advertido que me arrestaban con frecuencia. Me esperaba formalmente en casa del rector. Tuve que correr tras ella y emplear enérgicas palabras para retenerla.
Cuando convalecí de la fiebre, después de permanecer en cama un mes, Perpetua tomó la resolución de visitar al señor Valladares, cosa que hizo de su cuenta.
Los episodios de entonces se me aparecen vivamente en la imaginación (en el recuerdo). Perpetua se presentó vestida de ceremonia; tenía en su maleta, para dichas ocasiones, un traje negro, adornado de lentejuelas y una capota del mismo color. Las dormilonas (*) de sus orejas realzaban su elegancia de la época y revelaban al mismo tiempo sus dotes de ecónoma; estaba pálida con aquella singular gravedad del día de mi primera comunión y del ingreso en el colegio Mac-Kay; en su labio superior sombreaba una virilidad apenas perceptible; sus ojos ligeramente tirantes, de grandes pestañas rectas y fuertes, eran decididos, sin apelación.
No dijo nada antes de salir, pero noté el cambio radical en la actitud del señor Valladares algunos días más tarde. El cambio se hizo más patente hora por hora y día a día. No sólo cesó de llamarme al pizarrón, sino que dio en conversar conmigo a la salida de clases; su voz y sus maneras eran otras. Había desaparecido de su porte el empaque del hombre superior. Me preguntaba acerca de los trabajos de entomología a que mi padre se dedicaba.
El señor Valladares se habituaba a respirar el aire saturado a pasto seco y de carbón coke de nuestras calles, siempre alertas y viajantes, como estaciones. En su casa de la calle Independencia no estaba solo; su madre y hermana llegaron desde los bordes del Piduco (*) para respirar ese aire porteño en su compañía. Perpetua –no pude saber con qué mañas– trabó amistad con esas damas despaisadas; les dio consejos, las acompañó, les indicó las buenas señas de las baraturas; en fin, no tardó en soltarme su secreto.
–No tenga más miedo. Hablé con el profesor. ¡Parece un pobre caballero! Su mamá es una señora que hace dulces; su hermana cose….
Escuchar esas palabras y quedar aligerado y absorto fue unísono. No podría creer que el ogro de las matemáticas fuera, en la concepción “perpétuica” de las cosas un “pobre caballero”.
–Perpetua, diga Perpetua… usted. ¿Le ha visto? ¿Es el mismo señor Valladares?
–¡El mismo! ¿Y quién va a ser?
¡Oh milagro! Aquello que tomé por infranqueable barrera fue arrollado asimismo como las hadas destruyen a los dragones enemigos de los niños. El Liceo se humanizó; ya no me amedrentaron las clases, ni eran los recreos espadas suspendidas sobre mis tiernos hombros, ni me esperaba en la hora vespertina la cueva del castigo presidida por el petulante inspector que gritaba mi nombre de manera habitual. ¡Oh Perpetua! ¡Perpetua de mi niñez! Por ti supe que los profesores de matemáticas son hombres de carne y hueso. El verdugo de cada mañana ni era verdugo ni terrible; ni era un ser superior a las tristezas del mundo.
Mi padre le invitó a casa; fue mi pasante, es decir, me dio clases particulares. Era pobre y su mirar severo ocultaba íntimas desgracias. En las clases privadas que me dio, solía mirar la calle suspirando. Engordé y me puse alegre. El señor Valladares me enseñaba teoremas de memoria; yo los repetía como un loro. La primera vez que me llamó al pizarrón, negro como mi miego, temblé de pies a cabeza.
–A ver el teorema catorce –dijo la voz domesticada de la fiera.
Lo dibujé maquinalmente pensando en Perpetua. El sábado llegué a casa con la libreta de notas libre del bochorno de los arrestos. Ella estaba cosiendo. Su sonrisa en ese instante provenía de las fuentes eternas de la sabiduría innata. Balanceó la mirada entre la cuna de la muñeca y mis ojos, sin soltar sus labores.
–¿No ve? Todo tiene remedio, no hay pa’qué poner cara e desconsuelo.
Después se puso de pie…La estoy viendo. Lenta, armoniosa. Su boca de labios algo oscuros, su pecho abombado para lucir cruces o imágenes devotas; sus manos que hicieron brotar rosas y jazmines.
–¿No ve? –Y me miró con sus ojos que el goce creciente enchía.
Me puso las manos en los hombros. Esas manos hinchadas y picadas por las agujas, que me pegaron los botones y remendaron las chaquetas, me envolvieron con un vaho suave como el perfume sedante y adormecedor de la tierra. Quedé todo lleno de cerros chilenos.
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Nota 1: Valladares, en la descripción del autor, era un ser resentido. Odiaba a la gente rubia y de buena posición social y económica. Le tomó adversidad al joven estudiante un día que lo vió en una pista de patinaje de la mano de dos niñas de la sociedad de la ciudad-balneario de Viña del Mar.
Nota 2: Hasta el año 1985, el DTSV (Deutscher Turn und Sportverein Valparaíso) trabajó en estrecha colaboración con el Colegio Alemán en su sede de Valparaíso y a consecuencia del terremoto, el Colegio se trasladó a la sede El Salto en Viña del Mar, permaneciendo el DTSV en su antigua sede de Valparaíso, bajo la dirección y administración de los ex Presidentes y socios honorarios Jorge Schwarz A. (Q.E.P.D.) y Klaus May D, contando con la estrecha supervisión financiera, primero de Lothar Wenzel y luego de Edgardo Schumacher quienes por mas de 20 años, lo mantuvieron vigente y en funcionamiento.
Nota 3: Cimarra se le dice en Chile al acto de faltar injustificadamente a clases e irse a pasar las horas a un parque o un sitio prohibido. En Argentina hablan de “rabona”.
Nota 4: Piduco, pequeño río que cruza el sector sur de la ciudad de Talca, a 230 Km. de Santiago.
Nota 5: Dormilonas, son aretes colgantes.
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Joaquín Edwards Bello, En el viejo Almendral, Tomo I /Editorial Andrés Bello. Santiago-Chile. Pág. 61-62-63-64.

Del autor
Joaquín Edwards Bello nació en Valparaíso en 1887. Cronista y narrador, obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1943 y el Premio Nacional de Periodismo en 1959. Entre sus novelas destacan El inútil, El roto, En el viejo Almendral (también publicada con el título Valparaíso, la ciudad del viento) y La chica del Crillón. Sus textos periodísticos –escritos durante más de cuarenta años, principalmente en el diario La Nación– se cuentan por miles; algunos de ellos han sido reunidos en diversos libros. La Universidad Diego Portales (de Chile) ha recogido en varios volúmenes todas sus crónicas periodísticas.
Recopilación de Ernesto Bustos Garrido. Notas y semblanza: Diario La Tercera de la Hora, Santiago Chile
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Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile) es periodista de la Universidad de Chile, donde impartió clases así como en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, fundamentalmente en La Tercera de la Hora. Fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar.
Amante de los viajes y de la escritura, admira a Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Vicente Huidobro, Francisco Coloane, Ernest Hemingway, Cervantes, Vicente Blasco Ibáñez, Pérez Galdós, Ramiro Pinilla, Vargas Llosa, García Márquez, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo.
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