
“El pulpo que no murió”, una breve pieza narrativa a la que hoy llamaríamos minicuento, es uno de los más impresionantes casos de la literatura de horror, aunque no lo habite un fantasma ni un vampiro ni un monstruo ni alguna presencia sobrenatural. Su tema de intenso horror vivo nace de un asunto atroz pero en principio nada inverosímil: el del hambre: un hambre total, totalitaria, que aniquila y a la vez motiva a sobrevivir, obligando al “personaje” a devorarse a sí mismo y a pasar así de ser un animal concreto, carnal y mortal, a un animal abstracto, inmaterial e inmortal, sólo existente como una solitaria obsesión fija, como menos que el fantasma de un ser, como un ente meramente virtual pero por siempre hambriento, o hasta como una variante dinámica del inquietante objeto cerebral concebido ¿humorísticamente? por Lichtenberg: el cuchillo sin mango al que le falta la hoja. El llamado “horror materialista” de los cuentos de Lovecraft, esos espacios narrativos habitados por arcaicos monstruos de configuración heteróclita, truculenta y casi caricaturesca (pues están torpemente hechos de tremendistas adjetivos y adverbios), palidece ante esta inquietante tragedia de la insaciable materia que se devora a sí misma hasta convertirse en una criatura que paradójicamente perdura en la inexistencia y con un hambre por siempre insaciable.
José de la Colina
EL PULPO QUE NO MURIÓ
Sakutaro Hagiwara (Japón, 1886-1942)
Un pulpo que agonizaba de hambre fue encerrado en un acuario por muchísimo tiempo. Una pálida luz se filtraba a través del vidrio y se difundía tristemente en la densa sombra de la roca. Todo el mundo se olvidó de este lóbrego acuario. Se podía suponer que el pulpo estaba muerto y sólo se veía el agua podrida iluminada apenas por la luz del crepúsculo. Pero el pulpo no había muerto. Permanecía escondido detrás de la roca. Y cuando despertó de su sueño tuvo que sufrir un hambre terrible, día tras día en esa prisión solitaria, pues no había carnada alguna ni comida para él. Entonces comenzó a comerse sus propios tentáculos. Primero uno, después otro. Cuando ya no tenía tentáculos comenzó a devorar poco a poco sus entrañas, una parte tras otra.
En esta forma el pulpo terminó comiéndose todo su cuerpo, su piel, su cerebro, su estómago; absolutamente todo.
Una mañana llegó un cuidador, miró dentro del acuario y sólo vio el agua sombría y las algas ondulantes. El pulpo prácticamente había desaparecido.
Pero el pulpo no había muerto. Aún estaba vivo en ese acuario mustio y abandonado. Por espacio de siglos, tal vez eternamente, continuaba viva allí una criatura invisible, presa de horrendas escasez e insatisfacción.
45 cuentos siniestros, ed. Elvio Gandolfo y Samuel Wolpin, Buenos Aires, La Flor, 1975.
necesito pasar a tiempo verbales el cuento como lo hago