Cuento de Silvina Ocampo: Las esclavas de las criadas

 

Silvina Ocampo
Escritora argentina Silvina Ocampo

 

Cuento de Silvina Ocampo: Las esclavas de las criadas

A Pepe

 

Herminia Berni era preciosa. No creo que su belleza fuera puramente espiritual, como ciertas personas decían, aunque detallándola tuviera algunos defectos; ojos un poco bizcos, labios demasiados gruesos, mejillas hundidas, cabellera enteramente lacia; sin embargo, hubiera podido ser miss Argentina. La belleza es un misterio. Herminia era preciosa y su patrona la adoraba.

-Mi patrona es una señora muy querida –me dijo cuando entré en la casa, de visita.

La miré con asombro: a más de bonita era buena. Jamás supuse que fuera hipócrita. El cariño era recíproco entre la dueña de casa y la criada, después lo supe.

Aquel día, en que entré por primera vez en la casa, tropecé con un tigre embalsamado y rompí una bombonera de porcelana. Herminia recogió, religiosamente, los pedazos de la bombonera rota y los guardó en una caja con papel de seda. No toleraba que rompieran ningún adorno de la señora. Hacía tres meses que la señora estaba enferma, gravemente enferma. La casa estaba llena de tarjetas, de telegramas, de flores y plantas, que las amigas le habían mandado.

-Sólo un muerto recibe tantos ramos –comentaba una de las visitas, que era envidiosa hasta para las enfermedades. No volvía a su casa ni para dormir, de miedo de perder algún beneficio que le otorgaran a la enferma; quería disfrutar no menos de las ventajas que los padecimientos de su amiga.

-A mí me parece que es una falta de tino. ¿Por qué no le mandan un salto de cama, una batita, bombones, caramelos de leche, que tanto le agradan? –decía otra que tejía sin descanso.

-A mí las flores me dan en los nervios. Artificiales las que quieran, pero verdaderas ni pintadas –decía otra, que era cariñosa con Herminia.

A decir verdad todas eran cariñosas con Herminia y tenían razón de serlo. Al verla mustia y tan delgada, haciéndose tanta mala sangre por la enfermedad de la señora, las visitas le traían chocolates en una caja pintada con gatos o pancitos de salud en una canastita de material plástico, o empanadas con dulce de membrillo en una valijita que decía Buen Viaje, o jalea en una polvera de vidrio, con algunos pelos. No podían verla tan demacrada.

-Usted tiene que cuidarse –le decían.

-Preferiría morir –protestaba ella, sin faltar a la verdad.

Su fidelidad era ejemplar, pero ejemplar también era el cariño que le prodigaba la señora de Bersi. En su cuarto atestado de cuadros, en un lugar privilegiado, estaba el retrato de Herminia, vestida de Manola.

La hubiera dejado hablar por teléfono a la hora que quisiera, salir de noche, silbar o cantar mientras acomodaba los cuartos, sentarse a mirar televisión en la sala con un cigarrillo entre los labios, pero Herminia no hacía nunca esas cosas.

-Es una chica nada moderna –decía una visita a otra.

Poco a poco me di cuenta de que todas esas señoras iban, en realidad, a visitar a Herminia, no a la señora de Bersi. No lo disimulaban y a cada rato las sorprendía diciendo:

-Somos esclavas de nuestras criadas, confesémoslo.

-La muchacha se me fue.

O bien:

-La muchacha que tengo es malísima.

O bien:

-Estoy buscando una muchacha, pero con recomendaciones.

-Herminia es una perla.

Iban a visitar a Herminia, con la esperanza de encontrarse a solas con ella, para decirle más o menos con estas palabras, que ya tenían preparadas:

-Herminia, cuando muera la señora de Bersi, Dios no lo quiera, pero todo puede suceder, a veces me pregunto si no vendría usted a trabajar a mi casa. Tiene un cuarto para usted sola, puede salir todos los domingos y días de fiesta, se entiende. La trataré como a una hija, y, después, créame, no sería tanta la tarea que usted tendría que hacer; menos que aquí. Los salones estos son muy grandes; hay muchas escaleras y cepillar esas fieras embalsamadas no debe ser poco trabajo. Usted es fuerte, pero nunca se sabe si conviene hacer tantos esfuerzos. En casa, claro, tendría que hacer un poquito de costura, de lavado, de cocina, la limpieza de los patios, de planchado, también tendría que sacar al perro a pasear, tres veces por día, y bañarlo y secarlo, cepillarlo una vez por semana, pero son todas cositas livianas que se hacen en un minuto. En una palabra, no tendría nada que hacer.

A Herminia le gustaban los trabajos de la casa de la señora de Bersi. El tigre embalsamado tenía cepillo especial para sus dientes, y las teclas del piano también; el cupido de mármol, una esponja, y las palomas de plata, un pincel. Le fastidiaba que las visitas hablaran con tanta insolencia. “Algún día las mandaré al diablo, me están pobreando como si estuviera enferma”.

Tuco, el hijo mayor de la señora, que era casado y aficionado a la música, rondaba alrededor del piano. Una vez Herminia lo vio tomar las medidas del piano con un centímetro. Nada bueno prometía este acto insólito. ¿Quería apropiarse del instrumento musical? Herminia redobló su vigilancia. Se apostó junto al piano, para remendar la ropa o para anotar las cuentas del mercado, pero un día el hijo de la señora trató de tomarle la mano y le dijo:

-¿No se vendría conmigo, preciosa?

Herminia, ante la monstruosa proposición, se hizo la sorda y no contestó nada. Pero el interés que el señor Tuco demostraba por el piano no amainó y Herminia volvió a sorprenderlo, con un centímetro, anotando esta vez las medidas del piano en una libretita verde que llevaba en su bolsillo. Herminia no dormía, pero de nada le valió su vigilancia. Siempre había que salir de compras o a pagar cuentas, y en una de esas oportunidades ocurrió lo que ella temía: manos criminales arrebataron el piano. Herminia deploró la ausencia del mueble, con sus candelabros y sus pedales de bronce, pero bajar personalmente el piano a hurtadillas, ayudado por dos changadores, Tuco pagó muy caro su desleal atrevimiento. A más de ser un inútil, era débil y el esfuerzo resultó sin duda demasiado grande para él. En el momento en que bajaba el último escalón de la casa, tropezó y murió bajo el peso del piano. Herminia fue encargada de darle la noticia a la señora. Ni una lágrima derramó la señora al recibir la noticia de la muerte de Tuco. Herminia tenía tacto hasta para dar las malas noticias. Era una perla.

La señora Alma Montesón no tardó en proponer seriamente a Herminia un puesto de ama de llaves o de dama de compañía en su casa. Le dijo que viajarían a Europa y que ella se ocuparía de arreglar los equipajes, de ordenar la ropa en las valijas, de tomar pasajes para los distintos puntos de Europa a donde viajarían, en fin, una vida muy agradable y sin ningún trabajo de los que había siempre hecho, tan fastidiosos como lavar, planchar, limpiar cuartos. Herminia no se sintió tentada por ese puesto y contestó airadamente:

-Por ningún motivo del mundo yo abandonaría a la señora de Bersi.

-Pero fíjese usted que la señora de Bersi está muy enferma y que necesita más bien una enfermera y no una criada como usted, que está perdiendo su vida acá, encerrada.

Herminia le dio la espalda y no contestó ni una palabra. Al día siguiente salió la noticia en los diarios: la señora Alma Montesón, inesperadamente, había fallecido de un ataque cardíaco.

Lilian Guevara, una pariente lejana de la señora de Bersi, recién casada, que fue varias veces a visitar a la señora para ver cómo se encontraba, un día propuso un trabajo a Herminia. Era tímida y después de muchas vacilaciones, de aclararse la voz, de toser, le dijo:

-Herminia, yo necesitaría una muchacha como usted, y como la señora de Bersi, que está tan grave, no lo dudo, terminará por morir un día no muy lejano, pienso que usted en mi casa se encontraría muy bien. Veraneo al borde del mar. Tengo una casa preciosa que usted habrá visto tal vez fotografiada en El Hogar o en el rotograbado de La Nación. La llevaría conmigo y usted podría todas las mañanas ir a la playa, a bañarse. También durante el invierno, hago algunos viajes a Bariloche y la llevaría a usted, porque yo no me separo de mis criadas, cuando son buenas, cuando son buenas como usted. La señora de Bersi me habló en muchas oportunidades de todos sus méritos y realmente tengo muchos, muchos deseos de tener una persona como usted en mi casa.

Herminia quedó asombrada. No podía creer que esta muchacha joven le hablara en esos términos tan vulgares. Por no llorar, se echó a reír con frenesí. Fue un momento terrible, porque su risa no podía aplacarse con nada. En aquella casa, silenciosa y triste, la risa de Herminia pareció más trágica que todas las lágrimas de las personas hipócritas que preguntaban por la salud de la señora dude Bersi. Luego se quedó quieta en un rincón de la casa, meditando como si rezara.

Le dieron la noticia la misma noche: Lilian Guevara había muerto en un accidente de automóvil en las cercanías de La Magdalena.

La señora de Bersi no empeoraba ni mejoraba. Su salud llenaba la casa de inquietud y de pesar, porque no parecía sufrir mayormente, y se fue habituando a ese estado tan particular que tienen algunos enfermos. Las visitas cada día más numerosas, resolvieron pedir que en una consulta de médicos, se discutiera el tratamiento que había que darle a la enferma. Llamaron pues a un clínico notable, y lo hicieron venir de La Plata, llamaron a un especialista del corazón y a otro de niños que vivía cerca de la casa de la señora de Bersi y los esperaron en el vestíbulo de la casa, nerviosamente reunidas y conversando como lo hacían todas las tardes en aquella casa. Las más atrevidas, siempre hay mujeres atrevidas, resolvieron que iban a hablar con los médicos, antes que se reunieran. Por la ventana espiaron la llegada de estas eminencias. Desde la ventana vieron bajar del automóvil; cautelosamente se acercaron a la puerta esperando la subida del ascensor y como por casualidad les hablaron a la entrada de los corredores, cuando se quitaban los abrigos y bufandas.

Algunas dijeron:

-¿No le parece doctor, que prolongar la vida de una señora que sufre tanto, es un……..una falta de humanidad?

Otra le dijo a uno de los médicos:

-Dígame, doctor, ¿y no se le podría dar alaguna cosa que acortara un poco ese vía crucis?

Y otra dijo:

-Yo, en el lugar de ella, preferiría, realmente que se me diera algo para terminar de una vez con la vida.

Herminia estaba sentada junto a la ventana viendo todas estas cosas. No le gustaba, no le gustaba nada que se hubieran apoderado de esa casa, que se hubieran apoderado de la vida de su patrona, que tantas mujeres frívolas anduvieran por los corredores de la casa, se sentaran en la sala, tocaran los libros, los floreros, las fieras, acariciaran el pelo de las queridas fieras de la señora. Ya era bastante amargura que el hijo se hubiera llevado el piano. ¿No habían ya forzado la cerradura de una de las vitrinas donde brillaban los abanicos y las piezas de ajedrez de marfil? ¿A qué desmanes llegarían? Qué triste es la vida, pensaba Herminia. Nunca hubiera imaginado que las personas fueran tan malas, la amistad tan falsa, las riquezas tan inútiles. Lágrimas caían de sus ojos; explicaba: “Se me entró una basurita en un ojo”. Suspiros salían de sus labios; explicaba: “Soy un poquito asmática”. Tenía pudor hasta de su pena. Las personas que la veían tan triste se preocupaban más por ella que por la señora de Bersi. El lechero que traía la leche, el panadero con su enorme canasta de panes, el almacenero, todos preguntaban:

-¿Cómo está la señorita Herminia? ¿Qué tiene la señorita Herminia? ¿Está enferma la señorita Herminia?

Lina Grundic, la profesora de piano, que en otra época había enseñado a la señora de Bersi a tocar el piano, parecía seria, parecía lejana, parecía mejor que todas las otras señoras. Un día llamó a Herminia y le dijo:

-Herminia, se me descosió el broche del corpiño. No quisiera molestarla, pero con estos pechos que tengo provocaría hasta a una estatua; ¿no podría darme una aguja y un hilo para coserlo?

Juntas fueron al cuarto de baño. Herminia, sentada sobre el borde de la bañadera, cosió el broche del corpiño de la pianista mientras ésta se peinaba frente al espejo, se mojaba el pelo marcándose las ondas, se ponía rouge en los labios, se empolvaba la cara. Ninguna de las dos hablaba. En el silencio de la tarde se oyó una música, una música alegre que venía de la casa del lado.

-Qué deprimente será para usted, Herminia –musitó la pianista-, vivir en esta casa, usted que es tan joven. ¿Cuántos años hace que está al servicio de la señora de Bersi?

-Ocho años –contestó Herminia.

-Era muy joven cuando vino a esta casa, una niña talvez.

-No creo que fuera tan joven. Otras chicas de mi edad, amigas mías, hacía ya cinco años que trabajaban en otras casas, cuando yo entré en ésta.

-Usted es una perla y como las perlas verdaderas, necesita ventilarse. ¿Sabe lo que sucede con las perlas verdaderas si se dejan encerradas mucho tiempo? Pierden brillo y a veces mueren y, nada las hace revivir, nada.

-Con los adelantos modernos, a lo mejor reviven.

-Qué adelantos modernos ni ochos cuartos. De todos modos me parece muy deprimente. ¿No tiene ganas a veces de irse a otros lugares, de viajar, de conocer el mundo? En fin, no sé, me imagino que una persona tan joven como usted debe de tener curiosidades en la vida.

-Nunca pensé en eso –respondió Hermina.

-Me gustaría tener una persona como usted en mi casa. Me invitaron a Estados Unidos, al Conservatorio de Chicago, para dar algunos conciertos; también a Italia y a Francia; la llevaría conmigo. Pavita, ¿por qué se sonroja?

El corazón de Herminia palpitaba: ésta también traicionaba a la señora de Bersi. Cortó el hilo de la costura con los dientes y entregó el corpiño negro, relleno de gomapluma, a la pianista. Luego, sin decir palabra, salió del cuarto de baño y cerró la puerta.

Una semana después encontraron a la pianista Lina Grundic muerta en el ascensor de su casa. El misterio de su muerte no pudo aclararse. No supieron si se trataba de un suicidio o de un asesinato.

Herminia, que también se llamaba Arminda, parecía más tranquila. Las visitas no acudían a la casa tan asiduamente. A decir verdad, tenían miedo de correr la misma suerte que la malograda Alma Montesón, que el Tuco Bersi, que Lina Grundic o que Lilian Guevara. Los días parecían más felices y la señora de Bersi tenía mejor semblante, estaba más alegra y conversaba como hacía mucho que no conversaba. En realidad parecía que su vida iba a prolongarse y que algún día saldría en los diarios como esas señoras que cumplen los ciento diez años o ciento veinte y que aparecen fotografiadas con una edad tan avanzada, de qué se alimentaban, del agua que bebían, de las horas que dedicaban al sueño o a los juegos de naipes. Y este milagro de longevidad se lo debía a Herminia; así lo confesó ella misma a los cronistas.

-Dios, concede a Herminia todo lo que le pide. Es una perla. Ha prolongado mi vida.

Cuento seleccionado por Ernesto Bustos Garrido

 

Ernesto Bustos Garrido Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile) es periodista de la Universidad de Chile, donde impartió    clases así como en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha  trabajado en diversos medios informativos, fundamentalmente en La Tercera de la Hora. Fue editor y  propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar.

 Amante de los viajes y de la escritura, admira a Pablo Neruda, Gabriela  Mistral, Nicanor Parra,  Vicente Huidobro, Francisco Coloane, Ernest Hemingway, Cervantes, Vicente Blasco Ibáñez, Pérez  Galdós, Ramiro Pinilla, Vargas Llosa, García Márquez, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo.

 

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