Un relato invisible en la película Blow-Up de Antonioni
Por Ernesto Bustos Garrido
La película Blow-Up del italiano Michelangelo Antonioni es hoy un filme de culto para los seguidores del Pop y luego el Indie. Filmada en Inglaterra entre 1965 y 1966, contó en el reparto con la soberbia actriz británica Vanessa Redgrave, de la no menos famosa Sarah Milles y de un joven David Hemmings. Blow-Up le dio el mayor crédito a su director, que nunca más logró realizar una película tan comentada, vista y auspiciosamente criticada como esta.
Está basada en un cuento de Julio Cortázar, “Las babas del diablo”, que narra una historia que se desarrolla en París a fines de los cincuenta. El protagonista de este historia es un traductor chileno que recibió de Cortázar el nombre de Roberto Michel. Como muchos de sus personajes, es un marginal, aunque de vez en cuando, para subsistir, se dedica a la fotografía de calle y a la fotografía pornográfica. Roberto Michel va un día a un conocido parque en las afueras de Londres y allí cámara en mano fotografía a una mujer que besa a un adolescente, en una situación confusa.
La mujer advierte que le han captado en esa escena comprometedora y se enoja. Se acerca al fotógrafo y le exige que el entregue el rollo de película. Roberto Michel no está muy convencido de hacerlo, pero surge un hombre que también apareció en el encuadre de la foto entre la mujer y el adolescente. Este individuo es rápidamente reconocido por el fotógrafo, quien lo había visto antes, merodeando el lugar. Se produce un instante de confusión y el niño o el adolescente escapa del lugar.
La narración del cuento de Cortázar sigue en el taller de fotografía de Roberto Michel, quien al revelar el rollo y hacer unas ampliaciones percibe una escena extraña. Entre el follaje del parque cree ver un cadáver, de lo cual tampoco está muy seguro, porque las fotos no son muy nítidas.
Este es la historia que Antonioni trasladó al guion de su película Blow-Up. En el film el protagonista es un tal Bill, cotizado fotógrafo de la moda londinense. Una mañana, Bill realiza una tomas fotográficas en un parque de las afueras de la ciudad, para ilustrar el libro de un amigo. Aquí también surgirá la situación en la que una mujer muy bella y enigmática, al descubrirse fotografiada, intenta sin éxito conseguir ese rollo fotográfico. Cuando el fotógrafo lo revela, halla un cadáver en una de las fotos, mediante sucesivos acercamientos -blow ups- a la imagen.

Pero la historia no termina aquí. Hay un episodio sorprendente por decirlo de alguna manera. El escritor chileno Jorge Edwards, Premio Nacional de Literatura 1994 y Premio Cervantes 1999, refiere en un artículo publicado en el sitio web Letras Libres que para él tanto la película de Antonioni como el cuento de Cortázar “Las babas del diablo” contienen un capítulo que merece ser contado.
Jorge Edwards, quien también tiene la ciudadanía española, lo recuerda de este modo:
“A mediados de 1962 me encontré en París con un compañero de generación, algo mayor que yo, a quien había perdido de vista hacía algunos años, Mario Espinosa. Mario había publicado novelas y ensayos en Chile, había padecido una larga enfermedad, había emigrado, y en 1962 se ganaba la vida como fotógrafo de ocasión y en todo lo que se presentara. Formaba parte de una bohemia latinoamericana más o menos mísera, delirante, aventurera, lo cual tenía manifestaciones divertidas y otras que no lo eran tanto. Recuerdo un detalle muy preciso: Mario vivía en condiciones precarias en la calle Aggripa D´Aubigné, nombre de un antiguo poeta de Francia, a un costado del Sena y de la parte final de la isla San Luis. Y recuerdo otro detalle: Mario me habló desde mi llegada a París de su amistad con un notable escritor emergente, que se ganaba la vida como traductor ocasional en la Unesco, Julio Cortázar. Entonces ya había leído algo más de Cortázar, pero, en cualquier caso, mi excéntrico amigo Espinosa era la primera persona que me hablaba de él en forma personal y con relativa familiaridad”.
“A su vez, creo que fui de los primeros en leer en París, en 1964, en una edición que acababa de llegar de Buenos Aires a la conocida librería española de la rue de Seine, “Las armas secretas” (1959), la colección de cuentos que hasta hoy me parece la obra maestra del argentino”.
Recopila cinco cuentos: “Cartas de mamá”, “Los buenos servicios”, “El perseguidor” ―señalado como uno de los clásicos de Cortázar―, “Las armas secretas”, que ya anticipan la pauta que tomará Cortázar en su narrativa y que tendrá su apogeo en la experimental Rayuela, y “Las babas del diablo” ―cuento con superposición de planos y realidades. En estos dos cuentos Cortázar utiliza lo surreal para sustentar la realidad.
Edwards lee en ese volumen el último de los cuentos nombrados y a poco de andar descubre algo que lo intriga e intranquiliza. Él cree conocer una historia oculta en ese cuento.
“Ya no recuerdo –dice Edwards- si el fotógrafo de la película de Antonioni es un chileno. El del cuento se llama Roberto Michel y es franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado, es decir, alguien muy parecido a mi colega Espinosa. Este lleva semanas dedicado a traducir un tratado de derecho de un profesor de la Universidad de Santiago (es la Universidad de Chile propiamente tal) el señor José Norberto Allende. Mario Espinosa, a todo esto, había alcanzado a estudiar en la Escuela de Derecho de la calle Pío Nono de Santiago de Chile. Había deambulado, por lo menos, por sus patios y por los paseos cercanos del Parque Forestal. Alguna vez habíamos bebido cerveza en un extraño club de alemanes, presidido en la entrada por un busto de Wolfgang Amadeus Mozart que servía para colgar sombreros y abrigos, de la calle Esmeralda”.
“El cuento de Cortázar –sostiene Edwards- tiene una apertura enigmática, intrincada, dubitativa. Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, dice en la primera línea. El relato transcurre en la punta de la isla San Luis, esto es, a escasa distancia de la calle Aggripa D´Aubigné, calle que tiene vista, precisamente, con un brazo del Sena de por medio, a esa pequeña área verde del parque y a sus bancos. El tema de la traducción es recurrente en todo el texto, y Mario Espinosa solía traducir para ganarse la vida, los mamotretos que se presentaran. Además, no le había hecho nunca el menor asco a las posibilidades comerciales de la fotografía pornográfica. Y ocurre que el relato cortazariano es un asunto de chilenos traductores y fotógrafos, de voyeurismo más o menos oscuro, de uso ambiguo de la fotografía, de espacios inquietantes en un rincón de París, perfectamente bien determinado. Yo adquirí desde el comienzo la sospecha de que ese Roberto Michel, franco-chileno, fotógrafo y traductor de un libro extravagante, (un tratado sobre recusaciones y recursos), no era otro que mi amigo Mario Espinosa. Lo que me pareció más decidor, aparte de la vaguedad de las profesiones del personaje, fue el sitio donde transcurre la acción, el escenario. Cortázar sentía la fascinación, la poesía, el misterio de aquellos lugares. Rayuela, que es de 1963, comienza un poco más arriba, en la sección del Puente de las Artes y del Puente Nuevo, que es, si no me equivoco, el más viejo o uno de los más viejos de la ciudad. Y su atracción literaria, propia de toda nuestra generación, por los seres que viven en situaciones extremas, precarias y extremas, como la Maga de Rayuela, y como este Roberto Michel, o Mario Espinosa que formaba parte de esos paisajes y de esos mundos”.
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Respecto de Mario Espinosa no hay mucho más. Es al parecer nacido en la sureña ciudad de Concepción. Escribe como columnista en el diario La Nación y es uno de los escritores que conforma la llamada Generación del 50 o la Generación del Parque Forestal, un oasis verde situado en el centro de Santiago de Chile, a un costado del río Mapocho y muy cerca de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, en donde alguna vez este excéntrico Mario Espinosa asistió de mala gana a clases, algunos días o algunas semanas y que no lo condujeron a ninguna parte, excepto para conocer a un joven Cortázar y tomar fotografías en el París de los años 60.
Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile) es periodista de la Universidad de Chile, donde impartió clases así como en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, fundamentalmente en La Tercera de la Hora. Fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar.
Amante de los viajes y de la escritura, admira a Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Vicente Huidobro, Francisco Coloane, Ernest Hemingway, Cervantes, Vicente Blasco Ibáñez, Pérez Galdós, Ramiro Pinilla, Vargas Llosa, García Márquez, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo.