
Ilustración: La criada Felicité y Loulou, el loro del cuento de Flaubert, “Un coeur simple”
El loro de Flaubert
Por Ernesto Bustos Garrido (Corebo)
Cuando entre 1875 y 1877 Gustave Flaubert se aprestaba a escribir su famoso cuento “Un coeur simple” (Un corazón sencillo) fue al museo de Rouen y pidió prestado un loro. Le facilitaron por un tiempo un loro embalsamado que él llevó a su casa en Croisset y lo colocó sobre su escritorio. Allí lo tuvo gran parte del tiempo que tardó en escribir la historia de la criada Félicité. Necesitaba tener cerca un animal de ese tipo, pues en la historia de la criada, el redactor requería para motivarse un loro que dijese lo que la mujer no era capaz de expresar, pues era poco instruida. El loro asistió silente e inmóvil a la escritura de Flaubert, pero a las tres semanas de estar allí estacionado sobre la mesa llena de cuartillas y plumas de ganso (Flaubert las usaba para escribir) el pajarraco, pese a no decir palabra (estaba muerto y embalsamado), empezó a irritarlo con su presencia. Entonces un día lo tomó sin mucha delicadeza y lo lanzó al interior de un desván con otros cachivaches viejos, donde permaneció años.
Julian Barnes, el célebre escritor inglés, armó un historia a partir de este episodio. Hizo al loro de Félicité llamado Floufou, el protagonista de una novela que tituló El loro de Flaubert. Es un ensayo-ficción sobre la vida, las pesadillas y las alegrías, las frustraciones y los logros del autor de Educación Sentimental y Madame Bovary.
Flaubert convierte al loro nada menos ni nada más que en el Espíritu Santo porque este y los loros, selo los loros y el tercer exponente de la Santísima Trinidad, son capaces de hablar. Y eso es lo que necesita Flaubert para sacar de su interior, de su cerebro creativo, los mensajes que llevará su historia. La crítica ha dicho que la obra de Barnes es un atrevimiento, un gesto de audacia técnica, de amenidad e imaginación. Porque la trama no solo recrea las historias que se pudieran extraer del personaje alado de Felicité, sino que la permite hablar de los amores de Gustave, su relación tortuosa de ocho años con la poetisa Louise Colet, presumible musa inspiradora de Emma Bovary, de George Sand y multitud de personalidades que desfilan por la vida del escritor normando. Barnes descubre la identificación de Flaubert con los osos, el origen de una cruel enfermedad venérea que adquirió en un viaje a Egipto, su temprano envejecimiento, su pérdida de cabello, su prematura obesidad, su ideario político y filosófico, sus manías, su curiosa enfermedad nerviosa (¿epilepsia?) y el impacto en su vida a la muerte de su padre y de su hermana Caroline. Y todo esto salido de la pluma de otro personaje de su original ensayo, el doctor Braithwaite, que es el alter ego del autor y el narrador de su novela El loro de Flaubert.

El loro de Flaubert
De Julian Barnes
(Fragmento)
Al principio me pareció extraña la yuxtaposición de estos dos museos (El museo de Flaubert en el Hotel-Dieu -ex hospital de Rouen- y el Museo de la Medicina instalado en el mismo edificio). Solo adquirió sentido cuando recordé la famosa caricatura de Lemot en la que Flaubert aparece diseccionando a Emma Bovary.
El novelista agita en el extremo de un largo tenedor el goteante corazón que acaba de arrancar, triunfalmente, del cuerpo de su heroína. Blande en todo lo alto el órgano como una valiosa prueba quirúrgica, mientras en la izquierda del dibujo asoman, apenas visibles, los pies de la tendida y violada Emma. El escritor como carnicero, el escritor como delicado bruto.
Luego vi el loro. Estaba en una habitacioncita y era verde intenso y tenía ojos despabilados, y la cabeza torcida en un ángulo interrogador. “Psittacus –decía la inscripción de su percha–. Loro que G. Flaubert tomó prestado del Museo de Rouen y colocó en su mesa de trabajo mientras escribía “Un couer simnple”, en donde recibe el nombre de Loulou, el loro de Felicité, principal personaje del cuento”. Una fotocopia de una carta de G. Flaubert confirmaba el dato: el loro, escribió, permaneció en su escritorio, durante tres semanas, al término de las cuales su visión comenzó a irritarle.

Ilustración: El loro que Flaubert pidió prestado en el museo de Rouen
Loulou se encontraba en buen estado, con las plumas tan recias y la mirada tan irritante como cien años atrás. Miré el pájaro, y me sorprendió sentirme tan en contacto con este escritor que prohibió desdeñosamente a la posteridad que se interesase en absoluto en su persona. Su estatua era una copia; su casa había sido derribada; sus libros llevaban naturalmente su propia vida: las reacciones que suscitaban no eran reacciones suscitadas por él. Pero aquí, en este loro tan nulamente extraordinario, conservado de forma rutinaria y al mismo tiempo misteriosa, había cierto elemento que me hizo sentir casi como si hubiera conocido al escritor. Me sentí conmovido y animado a la vez.
Cuando iba de regreso al hotel compré una edición para estudiantes de “Un coeur simple”. Quizá el lector conozca la historia. Trata de una criada pobre e inculta llamada Félicité, que sirve a la misma señora durante medio siglo, sacrificando sin resentimiento su propia vida por la de los demás. Siente afecto, sucesivamente, por un tosco novio, por los hijos de su ama, por su propio sobrino, y por un anciano que tiene un brazo canceroso. El azar se los arrebata a todos: mueren, o se van, o sencillamente la olvidan. Es una existencia en la que, como podía esperarse, los consuelos de la religión compensan la desolación de la vida.
El último objeto de una serie cada vez más reducida de afectos es Loulou, el loro. Cuando a su debido tiempo, también él muere, Félicité lo hace disecar. Guarda la adorada reliquia a su lado, incluso forma el hábito de rezarle, arrodillándose ante él. Una confusión doctrinal acaba formándose en su simple cerebro: se pregunta si no sería mejor representar al Espíritu Santo, al que suele darse el aspecto de paloma, como un loro. La lógica está sin duda de su parte: tanto los loros como el Espíritu Santo, hablan, cosa que no les ocurre a las palomas. Al final del relato muere la propia Félicité. “Sus labios sonreían. Los movimientos de su corazón se hicieron cada vez más suaves, como una fuente que se seca, como un eco que se desvanece; y, cuando exhaló el último suspiro, creyó ver, en el cielo entreabierto, un loro gigantesco que planeaba sobre su cabeza”.
El Loro de Flaubert, de Julian Barnes, Editorial Anagrama, Barcelona, 2013, páginas 19 y 20.

Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile) es periodista de la Universidad de Chile, donde impartió clases así como en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, fundamentalmente en La Tercera de la Hora. Fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar.
Amante de los viajes y de la escritura, admira a Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Vicente Huidobro, Francisco Coloane, Ernest Hemingway, Cervantes, Vicente Blasco Ibáñez, Pérez Galdós, Ramiro Pinilla, Vargas Llosa, García Márquez, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo.