Cuento de Liborio Justo: Una cacería

 

cacería
Stag Hunt, de Paul de Vos. Oil on canvas, 212 x 347 cm Museo del Prado, Madrid

 

Cuento de Liborio Justo: Una cacería

Mi padre fue uno de los primeros pobladores del Gutiérrez. Vino de Europa con mi madre y nosotros del allá por 1908 y nos instalamos en un lote cerca de la boca, sobre aquel río, entonces casi desierto. Mi padre comenzó a zanjar y a plantar, y de vez en cuando, cazaba. Porque había muchos animales en las islas y los cueros algo ayudaban. Yo ya tenía dieciocho años, pero mi padre no me autorizaba aún a cazar por más que se lo pedía.

Sin embargo, aquella vez habían andado muchos ciervos por los alrededores y, tanto, seguramente, he de haber insistido, que, por fin, me dio permiso para «linternear» esa noche. ¡Qué alegría! Desde temprano, y ayudado por mi hermano de once años, que era el más entusiasta, me dediqué a preparar las balas, fabricándolas con un trozo de plomo viejo que tenía.

Cuando, por último, llegó la noche, tomé la escopeta y la linterna y me disponía a salir, mi hermano me hizo esperar mientras pedía otra vez a nuestra madre que le dejara seguirme. Mi padre no quería, pero ella terminó por ceder y vino especialmente hasta la puerta para recomendarme cuidado.

Salimos prometiendo volver temprano.

Íbamos contentísimos. ¡La primera vez! La noche estaba fresca y bastante oscura. Pero, utilizando la linterna, cruzamos las zanjas siguiendo un camino que nos era bien conocido, hasta llegar a unos albardones, en el fondo. Yo iba adelante y mi hermano me seguía. De pronto, en tanto nos deteníamos para escuchar, alertas a cualquier ruido.

Caminamos como media hora hasta llegar a un lugar donde habíamos visto las sendas de los ciervos. Desde allí, para hacer menos ruido, me pareció mejor continuar solo.

–Quedáte aquí –le dije a mi hermano–. Yo voy a ir hasta los ceibos y, si no encuentro nada, me vuelvo y después podemos seguir hasta la horqueta.

Lo dejé al lado de un sarandí y marché por una de las sendas entre grandes plumachos que parecían como bultos en la oscuridad.

Avancé como trescientos metros y, no sintiendo nada, regresé lentamente a donde dejara a mi hermano.

Habría hecho la mitad del camino, cuando sentí un ruido. Era el ruido de algo que se movía quebrando las ramas.

Por un momento quedé escuchando. Allí había un ceibo.

No podía pensar que mi hermano, al quedarse solo, tuvo miedo y venía en mi busca, sintiendo, a su vez, el ruido que yo hacía. Y, quizás con alguna incertidumbre, se acercó a aquel ceibo comenzando a subirse a él, quebrando ramas.

¡Ese ruido en la noche en medio de la soledad del campo, donde sólo se sentía el sonido del viento en la punta de los plumachales! Estaba seguro de que había sido un ciervo. Levanté la escopeta, enfoqué con la linterna, más o menos a quince metros, y disparé.

No terminó aún de resonar la descarga cuando, en un relámpago de comprensión, me di cuenta que había disparado sobre mi hermano. Era horrible. Pero el disparo ya estaba hecho y mi dedo apretaba hasta el fondo el acero del gatillo. ¡La bala había salido! ¡No había forma de poder detenerla!

Una tremenda sensación de espanto me hizo tirar al suelo la escopeta y la linterna y aun, de un manotón, arrancarme la bufanda que llevaba. Mi angustia era tan grande que quedé como aniquilado. Pero, enseguida, saltando hacia donde había estado mi hermano, llegué justo a tiempo para recogerlo en mis brazos cuando caía. Y, con él sobre el hombro, salí corriendo, aguantando el llanto brutal que me apretaba la garganta.

Todavía hoy no logro explicarme cómo, con todo el peso de mi hermano encima, pude saltar aun las zanjas de dos metros sin detenerme.

Cuando ya me acercaba a la casa, me encontré con mi padre que había sentido el tiro y venía a buscarme trayendo su escopeta y su linterna.

Me vio llegar e inquirió con inquietud y alarma:

–¡Hijo! ¿Qué ha pasado?

Quise contestarle, pero ni un sonido salió de mi garganta. Entonces me siguió, corriendo él también, a mi lado.

Cuando llegamos a la casa, tiré a mi hermano en la cama, sin aliento, mientras mi madre empezó a quitarle las ropas empapadas en sangre, pudiendo apenas mover las manos por la forma en que le temblaban.

Y, cuando lo desnudó, pudimos ver que la bala le había penetrado por la espalda, quebrándole la columna vertebral a la altura del pecho.

Me dio un ataque y gritaba desesperado. Mi padre tuvo que arrebatarme su escopeta, porque quería matarme.

Y puédole asegurar que, si hubiera sabido que ya traía a mi hermano sin vida, ahí no más en el campo lo habría hecho disparándome enloquecido, una de las seis balas de plomo que llevaba.

Fuente: BECCO, HORACIO JORGE y ESPAGNOL, CARLOTA MARÍA (comps.), Hispanoamérica en cincuenta cuentos y autores contemporáneos. Buenos Aires, Latinprens, 1973 (págs. 146–149)

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