¿Jack London, xenófobo?

Jack London

Por Ernesto Bustos Garrido

Es casi una norma: los escritores que venden mucho (los llamados best sellers) generalmente son objeto del desprecio de los críticos y de sus propios colegas. Ejemplos sobran. La chilena Isabel Allende, traducida permanentemente a otros idiomas, y con miles y miles de copias de sus obras vendidas, carga sobre su espalda el rótulo de poseer una escritura básica o que es una mala copia de Gabriel García Márquez. Cuando fue postulada al Premio Nacional de Literatura no faltaron los que la dispararon artillería de grueso calibre, menoscabando su trayectoria y sus éxitos editoriales. Dijeron que no era merecedora a esa distinción. A pesar de ello en 2010 le concedieron el galardón, bien merecido, según una parte importante de la crítica y con el apoyo de la mayoría del mundo lector.

¿Cuál es su pecado? Ser superventas.

Echando el tiempo hacia atrás, algo similar le sucedió al escritor norteamericano Jack London. Desde que empezó a publicar, las ediciones y reediciones se agotaban en un dos por tres. Hoy, transcurridos cien años desde su muerte, las obras de London continúan acaparando elogios, y las adquisiciones de sus títulos no decrecen; por el contrario, suben y suben.

¿A qué se debe este fuerte favoritismo del público?

En primer lugar a las temáticas de sus novelas, cuentos y relatos, donde la aventura, los aventureros y las situaciones de peligro y emoción están a la vuelta de cada página. Muchas veces, en su vida real, estuvo en manos de antropófagos y reducidores de cabezas.

Segundo, a un estilo de escritura simple y directo. London no trató nunca de mostrar una prosa exquisita. El criminal era una bestia humana y el traficante un desalmado.

Tercero, él siempre escribió desde su propia experiencia. La mayoría de sus obras son sus vivencias propias aunque no autobiográficas.

Fue obrero, navegante, explorador, corresponsal de guerra en China, buscador de oro en Alaska, traficante, contrabandista y mil cosas más. En su juventud pasó cerca de 30 días preso en una celda por vagancia. En esos mismos años se sumó a la causa del socialismo y de las luchas reivindicativas de los asalariados. Lo tacharon de comunista y también de ser un gran plagiador. Lo acusan de comprar argumentos. Nunca se lo probaron.

Jack London sólo vivió cuarenta años. Murió tempranamente en 1916 debido a complicaciones por el abuso de drogas y alcohol. Para los dolores de la disentería, consumía morfina. Algunos biógrafos aseguran que esto lo llevó conscientemente a la muerte, y por eso hablan de un suicidio.

Sus obras más conocidas son Colmillo Blanco y El llamado de la Selva. Su primera obra publicada fue Tifón frente a las costas de Japón.

En octubre de 1918, dos años después de su partida, la Revista The Cosmopolitan publicó un cuento titulado “The Red One” (El ídolo rojo) donde London traza con su pincel algunas imágenes sobre las razas y las diferencias insalvables entre los blancos y la gente de color. Allí describe la repulsión que le causa a un científico llamado Basset, su obligada relación sentimental con una indígena. Debe seducirla para salvarse y que le revele los secretos de un monstruo oculto y que determina las vidas de varias tribus del entorno. El problema es que Basset la encuentra extremadamente fea y vomitiva. Aun así se acuesta y con ella y hasta le ofrece matrimonio. En el intertanto Basset revela el asco que le causa el contacto con su piel, su visión, y todo lo demás. London, que fue siempre irreverente, allí no titubea para poner en el papel lo que muchos sólo se atrevían a pensar sin decirlo. Alguna vez, por esto, se la acusó de xenófobo y defensor de la llamada “supremacía blanca”.

El siguiente es un fragmento de ese cuento traducido como “El ídolo rojo” donde London a través del coleccionista de mariposas, Basset, se explaya sobre lo que a él le parece que son las mujeres de culturas ancestrales.

 

 

 

El ídolo rojo

Jack London

Fragmento

Bassett era un hombre remilgado (escrupuloso). Jamás había logrado recobrarse del horror inicial causado por la horripilante femineidad de Balatta. Ni siquiera en Inglaterra, en sus mejores momentos, se había sentido demasiado conmovido por el encanto femenino. Ahora, no obstante, con la resolución que sólo un hombre capaz de martirizarse por la ciencia puede tener, procedió a violar todo el refinamiento y la delicadeza de su naturaleza, haciendo el amor a la inconcebiblemente repulsiva mujer bosquimana.

Se estremeció, pero desviando el rostro para ocultar sus muecas y tragándose el asco, rodeó con sus brazos los hombros llenos de suciedad, y sintió en el cuello y en el mentón el contacto del rancio y aceitoso y enrulado cabello de ella. Pero casi gritó cuando ella sucumbió a esa primera caricia del galanteo, haciendo muecas y farfullando y emitiendo extraños, porcinos y gorgoteantes ruiditos de deleite. Era demasiado. Y lo que hizo a continuación en su singular galanteo, fue llevarla al arroyo y darle una vigorosa refregada.

Desde entonces se dedicó a ella como un verdadero enamorado, con tanta frecuencia y durante tanto tiempo como pudiera vencer su repugnancia. Pero el matrimonio, que ella sugirió con ardor, observando debidamente las costumbres tribales, fue rechazado por él. Por fortuna, la ley del tabú era muy poderosa en la tribu. Así, Ngurn no podía tocar huesos, ni carne, ni piel de cocodrilo. Había sido dispuesto cuando nació. A Gngngn se le negaba para siempre tocar a una mujer. En el caso que ocurriera una profanación así, sólo podría ser expurgada con la muerte de la mujer ofensora. Había sucedido una vez, después de la llegada de Bassett, que una niña de nueve años, corriendo en medio de sus juegos había tropezado y caído sobre el sagrado jefe. Jamás la había vuelto a ver. Susurrando, Balatta le había dicho a Bassett que la niña había agonizado durante tres días y tres noches ante El Rojo. En cuanto a Balatta, el árbol del pan era tabú para ella, por lo cual Bassett estaba agradecido. El tabú podría haber sido el agua.

Para él, fabricó un tabú especial. Sólo podría casarse, explicó, cuando la Cruz del Sur alcanzara su punto más elevado en el cielo. Con sus conocimientos de astronomía, había ganado así una prórroga de nueve meses; y confiaba que en ese lapso, o bien estaría muerto o habría escapado hacia la costa con pleno conocimiento de El Rojo y del origen de su maravillosa voz.

Al principio había imaginado a El Rojo como una gran estatua, como Memnón, que se hacía parlante en determinadas condiciones de temperatura de la luz solar. Pero cuando, después de una incursión de guerra, un grupo de prisioneros fue sacrificado de noche, bajo la lluvia, cuando el sol no tenía parte, El Rojo había hablado más que lo habitual y Bassett había descartado su hipótesis.

En compañía de Balatta, a veces con otros hombres y grupos de mujeres, había vagado libremente por la selva en tres de los cuadrantes de la brújula. Pero el cuarto cuadrante, que contenía la morada de El Rojo, era tabú. Hizo el amor a Balatta con mayor frecuencia; también se ocupó de que se lavara más a menudo. Era la eterna mujer, capaz de cualquier traición en nombre del amor. Y, aunque su vista le provocaba náuseas, y su contacto, desesperación, no podía escapar de su fealdad, que lo perseguía obstinadamente en sus pesadillas. No obstante era consciente de la cósmica realidad del sexo que la animaba y hacía que su propia vida tuviera menos valor que la felicidad de su amante, con quien esperaba unirse. ¿Julieta o Balatta? ¿Cuál era la diferencia intrínseca? ¿El suave y tierno producto de la ultracivilización, o su bestial prototipo de cien mil años atrás?… No había diferencia.


Ernesto Bustos GarridoErnesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios, Pontificia Universidad Católica de Chile y Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, funda-mentalmente en La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta y setenta fue Secretario de Prensa de la Presidencia de Eduardo Frei Montalva, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta transformarse en escritor.


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