PERRO LADRANDO
El pequeño perro no tenía nombre. En realidad, le habían puesto muchos, pero a ninguno respondía. “No le gustan”, decían los niños, que se acostumbraron a llamarlo simplemente ‘perro’. Esa noche, sus ladridos rompieron la quietud bajo los árboles de Ceiba. Todos en la aldea de Mono Cacao escuchaban atentos, a la luz de la hoguera, la tradición del pueblo maya quiché, narrada por Nueve Dormidos, el más viejo del pueblo. Entre frías sombras y cantos de grillos desvelados, el perro sin nombre continuó ladrando. El animal, en el fondo de sus sueños vio la sombría imagen de dioses dorados, sanguinarios y avaros. Al no poder articular palabra, ladró hasta morir. Quiso advertirles, pero nadie lo entendió y los dioses llegaron.
GOTAS DE AUSENCIA
El sol se dejó vencer por la túnica de la luna. Cada estrella que irrumpió en la nocturna mesa de billar brilló como si fuera la última vez que alumbraran el infinito. La noche era fría y había tiempo. Cuando la lluvia se hizo presente, las lejanas orquestas de grillos, los susurros de las lechuzas y los gritos de algunas criaturas de las tinieblas soslayaron la sombra de mi ausencia, atrapada entre las lágrimas de la tormenta.
Y SUCEDIÓ LO INESPERADO
Después de que centenares de lágrimas le laceraran las mejillas, tomó un objeto de debajo de su cama. Lentamente acercó la pequeña pistola calibre 22 a su sien. Se situó frente a la ventana que daba a la calle Los poetas muertos. El pianista al que un dictador fascista (de apellido italiano) le mandó a cortar las manos vendía globos en el parque de Los Truenos, donde, un viejo y desdentado perro callejero luchaba por devorar un hueso putrefacto. Se detuvo un instante y pensó: Ellos aún le buscan un sentido a la vida, se aferran a ella y yo solo por el engaño de mi novia quiero suicidarm…
Accidentalmente, la pistola se disparó y el poeta cayó al piso, mientras se le dibujaba una sincera sonrisa en su ensangrentado rostro.