Entrevista a Jorge Casesmeiro Roger

 

LAS ENTREVISTAS DE NARRATIVA BREVE

Jorge Casesmeiro Roger

Jugando entre cultura (Ediciones del Orto, 2.º edic. corregida 2015)

 Por Francisco Rodríguez Criado

Los niños suelen hacer lo que ven, no lo que se les dice que hagan. Si no leemos, no podemos contagiar el entusiasmo, la gozada de una buena lectura. Cuando la lectura está presente y viva en una casa, hace hogar, participa de la mesa, de la conversación. Y los hijos se dan cuenta de que leer configura el pensamiento, que dilata el ancho de conciencia. Si encima hay libros de papel, estos ocupan un espacio y además de ser: están, lo que no es poca cosa. De todas formas, si a uno esto de leer le interesa lo justo, dejemos entonces que lean con otros. Facilitemos a nuestros hijos el acceso a experiencias y modelos que les estimulen a leer y a pensar entre lecturas. Un padre no puede ser ejemplar en todo. Pero puede ofrecer a sus hijos oportunidades que compensen sus carencias.

J. C.R.

Jorge Casesmeiro Roger (Madrid, 1974) es licenciado en Pedagogía y Periodismo, condición que le permite asesorar en temas educativos a medios de comunicación y organizaciones. Pero es su libro, Jugando entre cultura, la excusa para  mantener con él esta entrevista.

Jugando entre cultura es, como reza la solapa del libro, “una memoria de paternidad tan conmovedora como divertida”. Casesmeiro Roger narra en él las vivencias que mantuvo con su hija durante los tres primeros años de esta. Unas vivencias en las que el padre colabora para que su pequeña incursione en el mundo de la cultura. Como bien escribe en la introducción: “[…] durante los tres primeros años de su vida descubrí que, entre pañales y peluches, también podía compartir con ella mi imaginario, desde un catálogo de Klimt hasta los Conciertos de Brandeburgo de Bach”.

Francisco Rodríguez Criado: Su libro presenta una circunstancia bastante inusual: la de un padre –usted– que compagina la educación de su hija con la pulsión intelectual. El padre comparte sus gustos con el niño –en esta caso una niña, Inés– desde que nació. Padre e hija establecen, pues, una comunicación no solo familiar sino también cultural.

Usted es pedagogo. ¿Hasta qué punto es importante ese dato a la hora de establecer una relación intercultural con un menor similar a la que describe en el libro? Llegar a tal entendimiento con un niño ¿es una cuestión solo de paciencia y placer estético, o se necesitan también aptitudes pedagógicas?

Jorge Casesmeiro Roger: El libro es la memoria de un hombre asombrado, transformado por la vivencia de la paternidad. Y en ella el pedagogo ha recibido mucho más de lo que ha dado. Un niño necesita un adulto atento a sus necesidades, consciente de sus procesos. Tener unas nociones básicas y actualizadas de psicología evolutiva siempre ayuda. Permite interpretar, comprender mejor el comportamiento infantil. Pero nada de eso evita errores; e incluso puede contribuir a la tontería ilustrada. Yo me dejé llevar sin mayor ciencia. Ante los manuales: intuición. Ante el miedo: confianza. Ante las prisas y las llamadas entrantes: que esperen. Que esperen porque Inés y yo estamos ocupados, maravillados de estar vivos y juntos en este lugar que llamamos el mundo.

 

Cuenta en el libro que comenzó a redactarlo el mismo día en que llevó a Inés al colegio. ¿Por qué ese día y no otro? ¿Fue casualidad o premeditación?

Supongo que fue por necesidad. Habíamos pasado juntos las mañanas de sus tres primeros años. Yo estaba preñado de vivencias y tenía que sacarlas, alumbrarlas. Escribir sobre ello era, como acto creador, mi modesta forma de remedar el embarazo de mi mujer. Un griego me comentó una vez que en su tierra se dice: Las mujeres paren con el cuerpo; los hombres, con la mente. Digamos que los hombres sólo podemos parir con la mente, y que ese día yo salí de cuentas.

 

Usted demuestra en Jugando entre cultura tener conocimientos culturales y estéticos de alto nivel. Robert Walser, Miguel Ángel, Tolstói, George Steiner, Jung, Santayana, Jackson Pollock o incluso Jimi Hendrix son unos de los muchos personajes que se pasean en el libro. El acceso a la cultura de los niños debe hacerse, parece ser, como si de un juego se tratara. ¿Pero qué ocurre con los adultos? ¿Deberíamos seguir enfrentándonos a la cultura como si de un juego se tratara, como cuando éramos niños, o hemos pasado a otra fase en la que cultura y juego casan mal?

El juego es una cosa muy seria. Huizinga lo explicó perfectamente en Homo ludens. Y Aristóteles ya le decía a Nicómaco que trabajamos para estar ociosos. El juego puede implicar esfuerzo y competición, tensión creativa. Es una gran escuela, y no precisamente de pereza. De hecho, la palabra escuela viene del latín schola –a su vez del griego scholé–, que significa ocio, tiempo libre. Tiempo para el cultivo del espíritu, decían los clásicos. Los niños juegan. Los adultos podemos jugar sabiendo que lo hacemos. La escena de un niño jugando, sin el papel pautado de nuestras normas, es una invitación a repensar el sentido profundo de la libertad.

 

Lo primero que narra en el libro es la intención –no llevada a cabo por errónea– de poner a buen resguardo de su hija su colección de libros, para que no pudiera estropearlos. No solo no lo hizo sino que el conocimiento de esos libros fue un nexo entre su hija y usted durante el juego cultural.

Pero si bien la decisión de preservar los libros de la niña pudiera ser errónea, hay que reconocer algo positivo: al menos su casa cuenta con una colección de libros. Desgraciadamente, no todas las casas tienen una biblioteca. El barómetro del CIS dice que un 35 % de la población no lee nunca o casi nunca. Eso quiere decir que uno de cada tres españoles es ajeno al mundo del libro. ¿Considera que es una contradicción que tantos padres se preocupen de que sus hijos lean libros cuando ellos no lo hacen?

Los niños suelen hacer lo que ven, no lo que se les dice que hagan. Si no leemos, no podemos contagiar el entusiasmo, la gozada de una buena lectura. Cuando la lectura está presente y viva en una casa, hace hogar, participa de la mesa, de la conversación. Y los hijos se dan cuenta de que leer configura el pensamiento, que dilata el ancho de conciencia. Si encima hay libros de papel, estos ocupan un espacio y además de ser: están, lo que no es poca cosa. De todas formas, si a uno esto de leer le interesa lo justo, dejemos entonces que lean con otros. Facilitemos a nuestros hijos el acceso a experiencias y modelos que les estimulen a leer y a pensar entre lecturas. Un padre no puede ser ejemplar en todo. Pero puede ofrecer a sus hijos oportunidades que compensen sus carencias.

Jugando entre cultura

Como pedagogo, ¿cree que está justificada la mala fama que tiene la televisión en el ámbito educativo?

La TV se ha apuntalado sobre su peor defecto: su capacidad para fabricar y repartir masivamente entretenimiento de perfil bajo. No siempre fue así. La historia de la TV es muy interesante. Porque es un medio que debido a la aceleración tecnológica ha cumplido ya su estrella, pero cuyo nacimiento aún nos queda cerca. En España comenzó hace sesenta años. Todavía convivimos con personas que la pusieron en marcha, y con la generación que empezó a consumirla. Por lo que resulta sencillo trazar su génesis, auge, plenitud y decadencia. Y cuando tiras de la hemeroteca o teleteca digital, entonces ves que la breve historia de la TV es la de un perfeccionamiento técnico que ha corrido parejo a su propio deterioro cultural y humanístico. Quizá, entre otras cosas, porque la primera televisión estaba hecha por gente de libros, o formada entre libros. Esa impregnación fue desapareciendo. Y se nota.

 

Si no le importa, abandonemos momentáneamente el sector del libro. Me interesa el tema de los niños y su relación con los dispositivos móviles. ¿A partir de qué edad cree usted que un niño podría tener un teléfono móvil? ¿Es un error “ponerles” a los niños los dibujos en la tableta, un rato todos los días, para que los niños se entretengan y –todo hay que decirlo– para que los padres descansen?

Somos hijos de nuestros padres, pero también de nuestro tiempo. Perdón por el tópico. Pero aclara. Los dispositivos móviles están ahí, y nuestros hijos nos ven usarlos a todas horas, cada vez para más tareas. Nuestra vida sucede entre pantallas. Y por lo tanto nuestros hijos se dicen: eso es el mundo, ahí está todo, ahí es donde suceden las cosas y yo también quiero mi ración. ¿Y entonces, qué les decimos? A veces les pedimos que apaguen el ordenador mientras nosotros contestamos un sms sin mirarles a la cara. En fin. Tendremos que supervisar su iniciación, acompañarles, enseñarles a racionalizar su uso, a optimizarlo formativamente. Y sobre todo recordarnos y mostrarles alternativas, la vida fuera de las pantallas, con su olor, sus sabores y hasta con sus microbios. Hay desarrolladores informáticos de Silicon Valley (California), la cuna de la revolución digital, que retrasan la edad de dar a sus hijos tabletas o móviles, y que los llevan a colegios donde no se permite el uso de ordenadores. O sea, que el tema es complejo.

 

Usted ha publicado recientemente en El Imparcial un artículo, “Azorín en la raíz de Paterson”, en el que recuerda una frase lapidaria de Ortega y Gasset: “Nada más opuesto a América que un libro de Azorín”. ¿Cree que América y España son culturalmente muy diferentes?

España está en la raíz de América y los frutos de esa raíz cambiaron España para siempre. España no se entiende sin América. La frase de Ortega se refería, hace cien años, a esa visión de lo americano como porvenir, futuro e innovación. Mientras que Azorín queda asociado no tanto a España, sino a la melancolía del recuerdo. Pero actitud que, efectivamente, es más posible cuanto mayor es el peso de la historia. George Steiner decía que no es lo mismo pasear por la Calle 84 que por la Avenida de Balzac. La primera es típicamente americana, funcional. La segunda, europea, exhibe su identidad, su pasado, que también pesa… Si lo aplicara a mi libro, diría que no se puede educar de espaldas a la tradición. Pero tampoco cerrados a lo nuevo, a lo imprevisto. Nuestra responsabilidad es entregar un mundo a nuestros hijos. Heredar, rechazar o conquistar esa entrega será su decisión, y la responsabilidad por la que tendrán que responder ellos el día de mañana.

 

Jugando entre cultura se abre con otra cita, también de Ortega: “La madurez y la cultura no son creación del adulto y del sabio, sino que nacieron del niño y del salvaje”. Se dice que Ortega nos enseñó a pensar… y sin embargo vivimos en un país –así lo creo yo– donde muchos adultos se comportan como niños o como salvajes. Es hora de intentar dilucidar la conexión entre la cultura y la utilidad. Dígame, por favor, para qué sirve la cultura.

A un profesor de Filosofía que tuve le preguntaron eso mismo y contestó: De entrada, para que yo cobre mi nómina a fin de mes. En sentido extenso, el hombre es un ser cultural, histórico. No puede ser otra cosa. La cultura es nuestra segunda naturaleza. Pero el riesgo de esa doble piel es dejar de sentir el hontanar de la primera: desvitalizarnos. De ahí Ortega y su raciovitalismo. El niño y el salvaje son representaciones de esa vitalidad primera. Pero, insisto, somos cultura o no somos. Por lo que ya sirve para mucho. Ahora bien, ¿qué cultura? Porque la cultura puede formar o depravar. Ejemplo: si uno es profesor de Filosofía sólo para cobrar a fin de mes, pues se ha depravado. Pero si puede utilizar eso para desafiar filosóficamente a un alumno, entonces ahí ya hay algo valioso, y el hombre ha triunfado sobre su necesidad.

 

La solapa de Jugando entre cultura nos avisa de que se trata de una “desacomplejada apuesta por la implicación del varón en el cuidado de los hijos durante sus primeros años”. Es cierto que los tiempos han cambiado. Nuestros padres, por lo general, entendían tareas como cambiar los pañales como algo ajeno, propio de la madre. Yo, sin embargo, llevo tres años cambiando pañales. ¿Cree usted que los padres –me refiero a los varones– nos hemos adaptado a un papel de compromiso en la educación con los hijos porque realmente somos una generación más comprensiva o simplemente por exigencia del guion de los nuevos tiempos?

Digamos que la circunstancia nos ha vuelto más comprensivos. La creciente participación del hombre en la vida doméstica representa un cambio en el hogar equivalente a lo que pudo suponer la incorporación de la mujer en el mundo laboral. Pero es una revolución silenciosa. Porque mientras que la segunda suponía la irrupción de lo privado en lo público, aquí sucede al revés. No hay reivindicaciones ni grandes titulares. Y por lo general, seamos claros, el hombre suele asumir este compromiso a regañadientes; por ejemplo, porque se ha quedado en paro. Pero todavía no conozco un padre que se arrepienta de haber pasado mucho tiempo con sus hijos. En este campo sí que se ha producido una brecha generacional enorme. No creo que hoy seamos mejores padres; cometemos otro tipo de equivocaciones. Pero yo me siento cómodo en el guión de padre afectuoso y presente. No lo planeé así. No tiene por qué ser exactamente así. Pero ni sé, ni puedo ni quiero ser padre de otra forma.

 

No quisiera robarle más tiempo. Solo me resta pedirle que nos recomiende un cuento o un poema para nuestros lectores.

Respuesta: Será otra memoria, pero como tiene ochenta páginas vale como cuento. Y el título, como poema: El nadador en el mar secreto, de William Kotzwinkle. Es la crónica de una paternidad que no pudo ser, contada con una serenidad y una sencillez impactantes. Como escritor envidio al autor que tuvo el talento de parirlo. Como padre, compadezco al hombre que se vio en la encrucijada de escribirlo.

 

Muchas gracias y que tenga suerte en sus proyectos.

 

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Última actualización el 2023-09-22 / Enlaces de afiliados / Imágenes de la API para Afiliados

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