Los libros de cuentos no se venden

Fernando Díaz-Plaja fue uno de los autores españoles más exitosos del pasado siglo. Formaba parte de una familia de letras (era hermano de Guillermo y de Aurora, también escritores, y tío de María José Díaz-Plaja y Guillermo Díaz-Plaja hijo, ambos periodistas).

Como periodista publicó numerosos artículos en ABC y La Vanguardia, y fue corresponsal de diversos diarios.

Profesor de universidad, periodista, escritor, historiador… Autor longevo (murió en Montevideo con 94 años) y, además, tremendamente productivo. Se cuentan por decenas sus títulos, algunos de ellos muy divulgativos. 

Es autor del celebérrimo El español y los siete pecados capitales (1966), un superventas de la época en el que el autor barcelonés disertaban sobre los males que aquejaban –y aquejan– a nuestros conciudadanos.

Menos conocido –y sin embargo de mayor interés para nosotros, teniendo en cuenta la temática de este blog– es Cómo escribir y publicar (Temas de Hoy, 1988), incluido en la colección ¿Qué puedo hacer?, dirigida por Juan Antonio Vallejo-Nágera. Cómo escribir y publicar es una suerte de manual para nuevos autores (o no tan nuevos) en el que se tratan temas como la redacción de una novela, las relaciones entre autor y editor, los concursos literarios en España o la (entonces) Nueva Ley de la Propiedad Intelectual.

Reproduzco un interesante fragmento del libro dedicado al cuento, un género que ya entonces se consideraba de poca aceptación (“el libro de cuentos no se vende”) y al que, por tanto, no se le daba una oportunidad.

Creo que este fragmento será del agrado de todos los que somos –al margen de las ventas– amantes del género literario del cuento.

Los libros de cuentos no se venden
Escritor Fernando Díaz-Plaja

EL CUENTO, por Fernando Díaz Plaja

“Tiene mucho cuento”, “éste vive del cuento”. No sabe por qué la forma literaria, quizá la más antigua del mundo por ser la más corta y por ello fácil de comprender, tenga en nuestro lenguaje un tono peyorativo. Según esas frases, el cuento sirve sólo para presumir o para engañar.

Claro que tampoco es para extrañarse ni ofenderse teniendo en consideración que la gente llama “un problema académico” al puramente formal y sin contenido, como si en la calle de Felipe IV estuvieran divagando siempre.

El cuento, la narración, la historia es un género al que generalmente accede el escritor en sus comienzos porque lógicamente le parece más fácil. Es cierto que es fórmula para el que basta una idea y una situación, pero ello no significa que sea menor. La perfección en él es tan difícil de alcanzar como en la novela larga, aunque ésta tenga mayor prestigio. Cervantes escribió las espléndidas “Novelas ejemplares, narración corta, y desde los trabajos de Menéndez Pidal sabemos que el Quijote fue concebido como un cuento que al irse estirando el tema surgiendo en el escritor nuevas ideas, tuvo que ser reducido a capítulos cortándolo a veces de forma artificial. “La del alba sería”, tan citado por quienes no han leído el Quijote, es la continuación inmediata de la línea del capítulo anterior, que termina en “hora”:

A mí, personalmente, me parece que muchos afamados novelistas mejoran en sus cuentos. Somerset Maugham o Hemingway, por ejemplo. En España tenemos espléndidos especialistas del género como “Clarín”, Pardo Bazán, Blasco Ibáñez… Durante años en este mismo siglo revistas como La esfera, Blanco y Negro ofrecían en sus páginas una narración semanal. Al terminarse la oferta de este espacio bajó lógicamente la motivación,  por lo que muchos escritores dejaron de escribirlos. Y reunirlos en un volumen no tenía la menor posibilidad de que fueran aceptados por el editor, porque hay una extraña ley en el mundo de la edición, nunca escrita y que nadie sabe cómo nació, pero que se sigue a rajatabla y es la que establece que “el libro de cuentos no se vende”. Cuánto hay de verdad en ello no se sabrá nunca, al menos hasta que en el mercado existan tantas ofertas de este tipo como para poder sacar deducciones estadísticas. Si sólo hay dos libros de cuentos en el comercio y se vende bien sólo uno, no significa que la mitad de esa clase de obras no tenga salida, porque tampoco se vende la mitad de las novelas que se publican y de ello no se deduce que estén en crisis.

La dificultad evidentemente existe y sobre ella no hay más que preguntar a los autores conocidos que lo han conseguido rogando y a veces incluso amenazando al editor para que los publique, negándole, en caso contrario, la novela que sí quiere. Sólo entonces el editor accede esperando que el nombre famoso pueda equilibrar la reluctancia que imagina en el lector medio… que, realmente, no puede ser tan distinto del que hace un siglo compraba con avidez los cuentos de Pedro Antonio de Alarcón.

Hoy parece que en España renace el género literario del cuento al menos desde el punto de vista periodístico. Las revistas y especialmente los suplementos domingueros de los diarios aceptan esa narración, una importancia mayor. En la hora de la tarde, tras haberse enterado por la mañana de los problemas del Oriente Próximo o del Pacífico, es el momento de remansar el espíritu con la lectura de una narración breve. Es posible que si sigue así formando una costumbre en los lectores se rompa también el tabú sobre el libro de cuentos “que no se vende”…; en todo caso, será el español, porque los de Oscar Wilde sí los compran.

Hemos dicho al principio que para un cuento basta una idea que puede surgir de un hecho cualquiera fortuito, de un accidente presenciado (en la literatura casi nunca existe la invención total o autóctona). En mis “Cuentos crueles” hay la narración de una niña que acusa injustamente al señor que está a su lado mientras miran ambos el escaparate de una tienda de juguetes, de haber tocado viciosamente. Se arremolina la gente y quiere linchar al hombre, cuya angustia ante la inesperada acusación le hace tartamudear y portase como si, efectivamente, fuera culpable. La niña desaparece en el tumulto y al final del cuento la vemos entrando en su casa recibida cariñosamente por una madre que no podrá imaginar jamás que su dulce y encantadora pequeña acaba de producir la deshonra de un pobre señor que no le ha hecho nada.

Pues bien; esa historia nació cuando yendo una vez a los lavabos de un hotel vi al otro lado de la fila de urinarios un niño de unos ocho años con cara de travieso. Estábamos solos y pensé: ¿qué ocurriría si ese chico gritara de pronto que yo había querido abusar de él? Mis amigos no lo creerían, claro, pero algunos quedaría la duda y para los demás probablemente mi culpabilidad resultaría clara porque ¿cómo iba un niño inocente a inventarse semejante monstruosidad? Ahí se me ocurrió la historia cambiando el sexo del pequeño para que fuera más “natural” por un lado y más estremecedor por el otro. Una tierna niña imaginando esa perversidad… (Personalmente sí los creo capaces, en ambos sexos. El niño es mucho más satánico de lo que pensamos).

Pero eso es otra historia, como decía Kiplin, latiguillo que usa la mayoría de los escritores cuando no sabe del poeta inglés más que esa frase, que tampoco es precisamente lapidaria. Pero ¿a que suena mejor que “nos desviamos del asunto”?

Escribir cuentos es un buen entrenamiento para el escritor que empieza porque la limitación del espacio obliga a ser concreto y a dar introducción, desarrollo y remate del argumento en pocas líneas. En él no caben divagaciones líricas ni descripciones extensas del paisaje. Hay que explicar lo que ocurre en pocas palabras y sobre todo –lo que la novela requiere– cuidar mucho el final que tiene ser brillante, casi explosivo, o, si se busca tocar la cuerda contraria, bajo de tono, melancólico y pesimista. Pero siempre tratando de causar un impacto.

¡Papi, un cuento!

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