El 18 de octubre pasado se celebró, en la Librería Lé del paseo de la Castellana de Madrid, la presentación de mi libro, recién publicado por la Editorial Reino de Cordelia, Cómo enseñar a leer en clase. Memorias de un viejo profesor, memorias que hace ya mucho tiempo me había publicado Fran Rodríguez Criado aquí en este blog, Narrativa Breve, en versión digital, formato PDF, mucho más reducida que ésta en papel.
La presentación corrió a cargo de Jesús Egido, el editor de Reino de Cordelia, Luis Alberto de Cuenca y mi hermano, Luis Mateo Díez. Nos acompañaba en la mesa de presentación mi mujer Paz Díez Taboada, que ha tenido mucha arte y parte en estas mis memorias.
Paz habló del tópico literario carpe diem, tal como aparece en el libro presentado y leyó la Oda a Leucónoe de Horacio y un famoso soneto del italiano Bernardo Tasso traducidos por ella del latín y del italiano:
Tu ne quaesieris (scire nefas) quem mihi, quem tibi / finem dii dederint, Leuconoe, nec Babilonios / temptaris numeros. Ut melius quicquid erit pati! / Seu pluris hiemes seu tribuit Iuppiter ultimam, / quae nunc oppositis debilitat pumicibus mare / Tyrrhenum, sapias, vina liques et spatio brevi / spem longam reseces. Dum loquimur, fugerit invida / aetas: carpe diem, quam minimum crédula postero.
(Quinto Horacio Flaco (65–8 a.C)
([No pretendas saber —es peligroso— / qué fin, a mí y a ti, los dioses nos reservan, / ni consultes, Leucónoe, las tablas babilonias. / ¡Será mejor sufrir lo que viniere! / Ya Júpiter te dé muchos inviernos / o el último sea éste, que fatiga / el mar Tirreno, ahora, entre las rocas, / ten sensatez, filtra tu vino y ciñe, / a este tan breve espacio, una larga esperanza. / Huye, mientras hablamos, envidiosa la edad: / agarra el día, no te fíes apenas del dudoso mañana (Trad. Paz Díez Taboada)].
Mentre che l’aureo crin v’ondeggia intorno / a l’ampia fronte con leggiadro errore; / mentre che di vermiglio e bel colore / vi fa la primavera al volto adorno. // Mentre che v’apre il ciel puro il giorno, / cogliete, o giovinette, il vago fiore / de vostri più dolci anni; e con amore / state sovente in lieto e bel soggiorno. // Verrà poi’l verno, che di bianca neve / soul i poggi vestir, coprir la rosa / e le pioggie tornar aride e meste. // Cogliete, ah stolte, il fior, ah siate preste, / che fugaci son l’ore, è’l tempo lieve / e veloce a la fin corre ogni cosa.
(Bernardo Tasso (Italia, 1493–1569)

[Mientras vuestro áureo pelo ondea en torno / de la amplia frente con gentil descuido; / mientras que de color bello, encarnado, / la primavera adorna vuestro rostro. // Mientras que el cielo os abre puro el día, / coged, oh jovencitas, la flor vaga / de vuestros dulces años y, amorosas, / tened siempre un alegre y buen semblante. // Vendrá el invierno, que, de blanca nieve, / suele vestir alturas, cubrir rosas / y a las lluvias tornar arduas y tristes. // Coged, tontas, la flor, ¡ay, estad prestas!: / fugaces son las horas, breve el tiempo / y a su fin corren rápidas las cosas (Trad. Paz Díez Taboada)].
A continuación también leyó Paz un poema suyo, titulado “A un joven, al alba de enero”, dedicado a su sobrino Guillermo Solana –actual director de Museo Thysen– cuando este era muy joven, poco antes de casarse.
“Porque el alba es delgada / como una jabalina / y la noche aún nos muestra / sus estrellas lejanas; / porque el día se quiebra, / sonrosado, en tu rostro, / quiero dejarte en prenda / un consejo discreto; / vive, goza la luz, / aprende la mañana / y olvida que a las rosas / las mustia su belleza.”
Y, por fin, Luis Alberto de Cuenca leyó un poema suyo titulado “Collige, virgo, rosas”, que, en tono crudamente coloquial, finaliza el tema del Carpe diem tal como lo recojo en el libro:
“Niña, arranca las rosas, no esperes a mañana. / Córtalas a destajo, desaforadamente, / sin pararte a pensar si son malas o buenas. / Que no quede ni una. Púlete los rosales // que encuentres a tu paso y deja las espinas / para tus compañeras de colegio. Disfruta / de la luz y del oro mientras puedas y rinde / tu belleza a ese dios rechoncho y melancólico // que va por los jardines instilando veneno. / Goza labios y lengua, machácate de gusto / con quien se deje y no permitas que el otoño // te pille con la piel reseca y sin un hombre / (por lo menos) comiéndote las hechuras del alma. / Y que la negra muerte te quite lo bailado,”

Luis Mateo Díez abundó en alabanzas a mi libro y aludió también muy elogiosamente, a la Antología comentada de la poesía lírica española (Cátedra) de Paz y mía, llegando a afirmar –tal vez llevado por el cariño fraterno– que no era una antología al uso sino el mejor tratado sobre la poesía española que él conocía.
Perdonad, lectores de esta sección de Narrativa Breve, estos comentarios sobre la presentación de las memorias didácticas de un viejo profesor, pero eran necesarios para que pudieseis comprender la disparatada historia –más larga que las habituales de mi sección de Cuentos breves recomendados– con que finalicé la intervención en dicha memorable presentación.
Miguel Díez R.
ISMAEL DEL PÁRAMO DE COMALA Y CELAMA
A Manolo Longares, que casi nunca escapa del «Madrid de sus amores» y donde sitúa –con precisión y cariño– toda su obra literaria.
Podéis llamarme Ismael del Páramo de Comala y Celama.
Durante toda mi larga vida profesional he sido bibliotecario en una institución pública de reconocido prestigio, El Faro de Alejandría se denominaba. Repartir libros era para mí regalar a manos llenas, diversión, formación, nuevos mundos y nuevas vidas. Ver a aquellos lectores abismados en la lectura en la sala en penumbra, con los focos de luz bajo la tulipa verde, era mi gozo y mi corona. Todavía conservo la placa que presidía mi mesa con la inscripción: ¿No sería maravilloso el mundo si las bibliotecas fueran más importantes que los bancos?
Soy un hombre metódico: me gusta el orden, la seriedad y el cumplimiento de la más estricta profesionalidad.
La lectura ordenada, la cultura siempre buscada, han sido los faros de mi vida.
Estuve casado hasta hace dos años con una extraordinaria mujer llamada Virginia Clem que compartía mis gustos y mis estrictas pautas de orden metodológico. No hemos tenido hijos, pero tengo un sobrino, Jaime, el báculo de mi vejez, el compañero de mis garbeos, cinéfilo declarado, que me baja películas clásicas, desde luego en blanco y negro, y, con especial cuidado, las que tratan de temas madrileños.
Tengo una buena jubilación, vivo en un piso de mi propiedad y una señora ecuatoriana llamada Gabriela –a quien yo apostillo “clavo y canela”– me cocina y arregla el piso. Para cuando ya no pueda valerme, he preparado un poder notarial a nombre de Jaime y tengo buscada la Residencia –de nombre Sangri-lá– donde ha de ingresarme.
Me gusta Madrid, rompeolas de todas las Españas. Conozco sus recovecos y sus lugares más típicos y ancestrales. Todos los domingos acompañado de Jaime vamos a Casa Labra a degustar sus famoso bacalaos y croquetas y, cuando el frío arrecia, solemos caer por La Gran Tasca para saborear un auténtico cocido madrileño o, en verano, degustamos en La Dolores unas cañas de cerveza bien tirada con sus correspondientes tapas.
Paseo todos los días de 12 a 1 por El Retiro, siempre haciendo el mismo itinerario. En los días invernales me imagino como si fuera un Pio Baroja en la famosa foto tomada en 1950 por Nicolás Muller, llena de luz y sombras, de blancos y negros.
Todos los 13 de febrero me acerco al Cementerio Sacramental de San Justo, en Carabanchel y, en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid, me detengo ante la tumba de Larra –que comparte con Ramón Gómez de la Serna y con otro malvado intruso de cuyo nombre ni acordarme quiero– y deposito una rosa roja.
Con profunda emoción rememoro aquella escena ante el féretro de Fígaro, que guardaba su cuerpo de suicida con un disparó que se oyó en todo Madrid. Allí estaba, rodeado por los prohombres literarios del momento, por tantos románticos apenados. Dicha escena la resume así Mesonero Romanos en Memorias de un setentón (1803): ante el féretro que iba a ser inhumado, “adelantóse con tímido continente un joven, un niño aún, pálido, macilento, de breve persona y melancólica voz; pidió permiso para leer una composición, y obtenido, hízolo de un modo solemne, patético, en aquellos versos, en aquella sentida composición que sorprendió a los circunstantes. Aquel niño inspirado hizo vibrar las fibras de nuestros corazones, y el nombre de José Zorrilla, circulando de boca en boca, consiguió inspirar desde aquel instante las mayores simpatías”.
Y, ante la estupefacción de los muchos visitantes que se detenían para ver aquellos monumentos funerarios, yo leía completa, con voz alta y emotiva, aquella famosa composición de un juvenil Zorrilla, de exaltado romanticismo:
Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana;
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.
[…]
Duerme en paz en la tumba solitaria
donde no llegue a tu cegado oído
más que la triste y funeral plegaria
que otro poeta cantará por ti.
Cada año, el Día Mundial del Teatro, asisto en primera fila a la imposición de la bufanda blanca a la estatua de Valle–Inclán, situada en el madrileño Paseo de Recoletos. A continuación me siento en uno de los bancos del mismo paseo y releo algunos de las escenas más significativas de Luces de Bohemia.
Por las tardes asisto con frecuencia a conferencias, presentaciones de libros y otros eventos culturales.
Leo y releo a los grandes escritores clásicos universales, pero me acerco con especial predilección a los que nacieron o vivieron en Madrid: Quevedo, Espronceda, Larra, Galdós, Azorín y Valle-Inclán. La pléyade de escritores modernos no me interesa, prefiero ir a la seguridad de los clásicos indiscutibles.
Pero hay dos excepciones descubiertas en sendas presentaciones de libros: Manuel Longares, escritor que desarrolla toda su vida y su obra sentida en Madrid, hasta extremos admirables y Mercedes Chozas que aunque su mirada es bifronte, hacia Galicia y Madrid, este último merece notable y entusiasta consideración en su obra literaria. Me gustaría mucho poder saludarlos y presentarles mis respetos.
Escucho solamente música clásica, pero mi favorito es Boccherini, el gran músico italiano que vivió muchos años en Madrid donde murió y donde compuso la mayor parte de su obra. Mi sobrino Jaime me ha grabado varios CDS que recogen una amplia selección de los Quintetos y cuartetos de cuerda, las Sonatas para violonchelo, las Sinfonías, los Conciertos para chelo y orquesta y, desde luego, la única zarzuela, Clementina y su maravillosa Música Nocturna de las calles de Madrid. Nunca falto a las representaciones de las mejores zarzuelas de tema madrileño, como la Verbena de la Paloma o La Revoltosa.
El miércoles, 18 de Octubre, asistí a la presentación de un libro cuyo título me atrajo a primera vista: Cómo enseñar a leer en clase. Memorias de un viejo profesor.
El autor era profesor de Lengua y Literatura, ya jubilado, que, después de 40 años de trabajo en clase, presentaba sus experiencias docentes en torno a la lectura. Aquello prometía…
El editor presentó al primer interviniente: investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Director que fue nada menos que de la Biblioteca Nacional, así como Secretario de Estado de Cultura, experto en literatura clásica con traducciones de autores tan admirados y leídos por mi como Homero, Eurípides o Virgilio e incluso de algún poema de Cavafis. Yo estaba pletórico, exultante, menuda maravillosa velada cultural me estaba reservada.
Pero de repente mi gozo en un pozo. El golpe fue traicionero, brutal.
Resulta que aquel señor, al parecer tan erudito, había escrito letras deleznables para estrafalarios cantantes como una titulada “Caperucita feroz” que repetía continuamente : Hola, mi amor, yo soy el lobo. Otra letra suya lo era de una canción detestable de un tal Loquillo, según me informó más tarde mi sobrino Jaime
Pero eso no fue todo. El tópico literario del Carpe diem es seguramente el más importante y caudaloso en la Literatura Universal. Durante mucho tiempo, en mi biblioteca, con todas las referencias bibliográficas a mi disposición, redacté un magnífico trabajo titulado “Carpe diem. Aproximación a un tópico universal”; artículo que mi sobrino Jaime logró publicar en Letralia, una prestigiosa revista literaria on-line, de Venezuela.
Cuando Jaime me mostró el artículo en Internet, lo abracé con lágrimas de felicidad y aquel día lo invité en Lhardi a su famoso cocido, regado con una botella de Vega Sicilia Único y coronado con el delicioso souflé sorpresa de la casa. Salimos a la calle del brazo y muy eufóricos. Jaime me condujo a la cafetería del Thysen donde tuvo el detalle de invitarme a un memorable café irlandés que tanto me gusta.
Pues bien –después de la intervención de la misteriosa señora de la mesa que leyó un texto latino de Horacio y un importante soneto italiano de Bernardo Tasso sobre el tema del carpe diem, traducidos por ella y recitados con mucho acierto–, aquel impresentable, al que me estoy refiriendo, leyó un poema suyo en el que se burlaba y destrozaba el tópico del carpe diem con el tono de una gracieta estúpida y en un soez ejercicio de tal libertad sexual que no me extrañaría que el estrafalario cantante arriba aludido o ese tal Loquillo lo escogieran como letra para una de sus nauseabundas canciones.
Estuve a punto de levantarme y encararme con él y denunciar públicamente aquel ultraje a tan importante tópico literario, propiciado por aquel miserable, que vestido bajo capas de gran intelectual y humanista, era un vulgar majadero o, como dice mi sobrino Jaime, un “tocapelotas”. Tuve que hacer un poderoso acto de dominio personal, diciéndome:
–Contente, por favor, Ismael del Páramo de Comala y Celama, que te pierdes.
Pero no acabaron aquí mis desdichas.
El editor le concedió a continuación la palabra a un escritor muy conocido. Yo había asistido a varias presentaciones de sus libros y tengo que reconocer que destila mucha gracia y facundia en sus charlas y, además, y esto para mí es muy importante, es autor de una obra sobre Madrid, Balcón de piedra. Visiones de la Plaza Mayor, un entrañable homenaje a la Plaza Mayor, el lugar más emblemático de este Madrid que tanto amo, donde me cito muchas tardes a tomar café con mi sobrino Jaime; un lugar inexcusable de visitas en las fiestas de Navidad.
Mi sobrino Jaime, buen lector, no solo de libros de cine, dice que la producción literaria de este autor es muy desigual. Le gustan, y mucho, dos obras breves: Azul serenidad o la muerte de los seres queridos (Alfaguara) y Días del desván (Cátedra), pero algunas otras son insoportables ladrillos.
Pues bien, este famoso escritor, académico para más inri, hizo un desaforado y contundente elogio del libro que se presentaba y, lo que me extrañó más, de otro libro de poesía lírica española comentada, escrito por el autor en cuestión y su mujer, del que llegó a afirmar que era el mejor tratado que él conocía sobre la poesía española.
Yo alucinaba con tales elogios, hasta que se descubrió el pastel. El Académico era hermano del autor, y cuñado de la señora que estaba en la mesa, autores de dicha antología comentada.
De repente y con estruendo, el globo tan hinchado de alabanzas estalló encima de mi cabeza. Todo quedó patente, todo se aclaró. Estábamos en una especie del más despreciable nepotismo, una de las grandes lacras de este, como dice mi sobrino Jaime, puto país.
Cuando tomó la palabra el profesor, autor del libro, comprendí que definitivamente había malogrado aquella prometedora tarde. Jugaba con su edad tardía y provecta, pero no vestía ni chaqueta ni corbata sino unas prendas más propias de un jovenzuelo que de un viejo profesor.
Nada explicó del libro presentado (intenciones, destino, estructura, dificultades…).
De repente, unos niños y una joven salieron a recitar unos textos deslavazados, como en una insoportable representación colegial de fin de curso.
El patético profesor contó, sin gracia ninguna, insulsas y dispersas anécdotas de sus años de docencia, hasta que ya, al final, dijo que iba terminar con la lectura de una ficción narrativa, un cuento, género literario en el que parecía que se presentaba como el mayor experto, como dice mi sobrino Jaime, “del mundo mundial”.
Al oír el comienzo: “Podéis llamarme Ismael del Páramo de Comala y Celama”, me dio un soponcio tal, que, tambaleando, salí despavorido de la librería, tomé como pude un taxi y, ya en casa, me zampé a gollete media botella de whisky y dormí, zarandeado por oscuras y perniciosas visiones.
Y os juro que, cuando desperté, agotado y confuso de aquel nubiloso sueño y de aquella aciaga velada, prometí que nunca más volvería a participar en la peligrosa ceremonia de la presentación de un libro.
Promesa que he cumplido a rajatabla porque yo, señores, soy un auténtico caballero español, afincado en Madrid, el rompeolas de todas las Españas y, además para coronar la fiesta, recibí de mi sobrino Jaime, como regalo de Navidad, una soberbia capa española de la casa Seseña. Emocionado lo abracé y le dije que le prometía otra invitación a un cocido en Lhardi pero en esta ocasión magnificado con un aperitivo de Ajoblanco de chufas, tartar de huevos de trufa, todo ello regado con el mejor y más caro vino español que hubiese en la carta y finalizado, de postre, con una Mousse de chocolate y trufa.
Él me contestó que me correspondería con la invitación a un café irlandés en la cafetería del Museo Thysen y que haría todo lo posible para que nos acompañaran Mercedes Chozas, Manuel Longares, Blanca Ballester, Manuel Íñiguez, Fran Rodríguez Criado y las dos hermanas Díez Taboada, Paz y Nieves, todos ellos buenos amigos suyos, que siempre habían manifestado el deseo de conocerme. Incluso, como Guillermo Solana, el director artístico del Museo Thysen, es sobrino e hijo respectivamente de Paz y Nieves, podría ser que nos acompañara con su mujer María.
En fin, saben que les digo: Tengo un sobrino que no me merezco.
Miguel Díez R.
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