Miguel Bravo Vadillo, habitual colaborador de Narrativa Breve, nos envía tres cuentos de diversa extensión, factura y temática en los que, no obstante, siguen apreciándose elementos comunes en su obra como las referencias culturales y las reflexiones filosóficas.
Espero que os gusten.
Cuento 1: Del asesinato considerado como una de las bellas artes
No hay espíritu más deforme que el de un artista fracasado. Excepción hecha de algunos pobres diablos que no vienen a cuento (y que las crónicas han olvidado), aquellos que no acabaron con sus frustraciones arrojándose de buena gana a los insondables brazos de la muerte se convirtieron en crueles tiranos o en malhechores sin escrúpulos; rufianes, en todo caso, carentes de la más mínima limitación moral o ética. La historia de la humanidad está plagada de ejemplos que ilustrarían perfectamente esto que digo, muchos de los cuales están en conocimiento de los estudiosos y eruditos, y, por tanto, no merece la pena que malgaste fuerzas y tiempo en citarlos aquí.
Baste decir que, tras probar fortuna como acuarelista cubista (cabe aclarar que sin ningún éxito), me vi obligado a ganarme la vida realizando los trabajos más ruines, despreciables y embrutecedores que pueda soportar el espíritu de un hombre (y no digamos el de un creador, que siempre goza de más sensible inteligencia que el común de los mortales). Esta indeseable situación se prolongó durante varios lustros, hasta que un buen día decidí quemar mis viejas naves y convertirme en un genio del crimen; pero, eso sí, siempre preocupado por el sentido estético de mis fechorías. Así fue como recuperé la confianza que antaño había depositado en mis aptitudes artísticas, al tiempo que restauraba mi maltratado orgullo.
De hecho, al día de hoy solo lamento una cosa: que Sherlock Holmes no haya podido conocerme. De ser así, le hubiese obligado a retractarse de las palabras que pronunció en cierta ocasión: «El crimen en Londres es vulgar, y solo la lógica deductiva puede ser considerada un arte«. Reconozco que no vivo en Londres, pero me pregunto qué puede saber un heroinómano diletante –cuyas anodinas dotes para el arte se reducen a desgarrar sin el menor atisbo de pudor las indefensas cuerdas de un instrumento digno de las caricias de un Paganini o de una Anne Sophie Mutter– de las profundas razones que estimulan el espíritu sublime e inagotable del verdadero artista. Sin embargo, ¡qué mayor satisfacción me cabría imaginar, tras mi restaurada grandeza, que haber podido tener en jaque a la mente criminalista más brillante de todos los tiempos! Y es que los detectives de hoy en día son tan mediocres que, aun dejándoles un autorretrato en cada escena del crimen, no consiguen unir las piezas del puzle que los llevaría hasta mí: el célebre asesino de las acuarelas cubistas. Célebre a pesar del atroz inconveniente del anonimato: ¡rara vez, ay, la gloria del vencedor es completa!
Cuento 2: El afilador
Hoy me he levantado con ganas de releer algunos cuentos de Poe. Comencé con El gato negro. Apenas había leído unas líneas –“Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma”, nos confesaba el narrador–, cuando los monótonos acordes con los que se presenta el afilador callejero llegaron a mi oído a través de la ventana abierta de mi estudio. Recordé entonces que tenía un cuchillo que afilar, y salí a la calle en busca de aquel que mejor sabe hacer su oficio.
Era el afilador un hombre de abatida figura, enjuto de carnes, de piel morena y curtida. Sus ropas, holgadas ya para su reducido esqueleto, estaban sucias y raídas. Rondaría los cincuenta años. Una barba descuidada, de unos tres o cuatro días, dejaba entrever, más que ocultar, las penurias de su rostro. Peinaba hacia atrás su cabello ceniciento, por lo que su augusta frente quedaba por completo al descubierto; esa frente en la que se labraban algunos surcos cuando el afilador, inclinada la cabeza hacia delante, miraba directo a los ojos de quien esto escribe. Parecía un afilador de otra época, casi un personaje velazqueño.
Antes de comenzar la tarea echó un trago de vino de una vieja bota que llevaba colgada en el manillar. Bebió sin invitarme, pero no lo tomé a mal porque enseguida sospeché que aquel caldo no debía de ser del que aclara las ideas. Luego, al par que pedaleaba y hacía girar la rueda de amolar, me contó que de joven había sido músico (aunque ya nadie lo diría viendo sus manos) y que tuvo que vender el violín para comprar la herrumbrosa bicicleta y la siringa de plástico, la cual había aprendido a tocar sin despegarse el pitillo de los labios. Me hizo una demostración y sonrió orgulloso, mostrando una hilera desigual de dientes ennegrecidos. Tampoco el cigarrillo perdía el equilibrio con sus risas y parloteos. Era un hombre que, al verlo, arrumbado bajo el triste sol de noviembre, daban ganas de invitarlo a una sopa caliente.
Pensaba yo en la sopa cuando miró por encima de mi cabeza, como si detrás de mí se irguiera una figura alta y poderosa. Abrió sus ojos desmesuradamente y tembló el cigarrillo, que, ahora sí, cayó al suelo. Yo sentí un escalofrío en la nuca, pero al girarme no pude ver nada (ni a nadie) que justificara aquel terrorífico asombro. El hombre continuó su labor sin volver a mirarme ni a abrir la boca, y poco después, cabizbajo, me entregó el cuchillo perfectamente afilado. Pregunté cuánto le debía. Me respondió que invitaba la casa, y se marchó como alma que lleva el diablo. Qué buen tipo, pensé. Sin embargo, regresé a mi estudio con una rara sensación de desasosiego en la boca del estómago. Una repentina curiosidad me obligó a mirar por la ventana, y pude ver cómo el afilador se alejaba calle abajo montado en su bicicleta. Gesticulaba como si hablara con su sombra.
Me senté a mi mesa de trabajo, pero no pude dejar de pensar en algunas supersticiones que todavía perviven en mi pueblo. Por lo visto, la llegada de un afilador siempre anuncia lluvias. Y es así que, indefectiblemente, llueve a los pocos días. Pero para algunos, los más agoreros, también es vaticinio de alguna muerte. Ese mal agüero está extendido por muchos pueblos de esta región, y sé de uno, cuyo nombre prefiero no citar, en que sus habitantes han prohibido la entrada a los afiladores ambulantes. Aunque parezca mentira, desde entonces (y hace seis años de eso) allí no ha muerto nadie. Ya lo llaman el pueblo de los inmortales. Sin embargo, cuando lo pronostica el hombre del tiempo, se sigue viniendo el cielo abajo, tal y como ocurría antes de tan extravagante prohibición.
¿Pero qué vería detrás de mí ese afilador velazqueño, a través de su vino turbio? Quizá una inquietante borrasca, o tal vez el rostro huesudo de La Muerte esperando su turno para afilar la guadaña. ¿Por qué no preguntarle?, me dije, y salí en su busca. Recorrí todo el pueblo con mi coche, pero ya no pude encontrarlo. Tal parecía que se lo hubiese tragado la tierra.
Ahora anochece y un fatídico presentimiento aflige el centro mismo de mi alma mientras pienso en la siniestra figura del afilador alejándose horizonte abajo, arrastrando tras sí el destino incierto de los hombres.
Cuento 3: Escalera sin fin
(Basado en la fotografía nº 1 de la serie titulada “La búsqueda de la propia identidad”, de Juan Carlos Albillo Pozo)
Quizá me estoy volviendo loco, pero juraría que me persigue mi doble. Dicen que eso es una mala señal. Decidido a despistarlo, aprovecho para acelerar el paso después de doblar una esquina. Por fin llego al hotel y me refugio en mi habitación. Sin embargo, unos minutos más tarde alguien golpea la puerta. ¿Será el otro? No quiero saberlo. Prefiero escribir, centrarme en mis propios pensamientos. Esto es lo que escribo: Quizá me estoy volviendo loco, pero juraría que me persigue mi doble. Dicen que eso es una mala señal. Decidido a despistarlo, aprovecho para acelerar el paso después de doblar una esquina. Por fin llego al hotel y me refugio en mi habitación. Sin embargo, unos minutos más tarde alguien golpea la puerta. ¿Será el otro? No quiero saberlo. Prefiero escribir, centrarme en mis propios pensamientos. Esto es lo que escribo: Quizá me estoy volviendo loco…