Los mejores cuentos: «Ir por una cerveza», de Robert Coover

En el artículo “Seis autores en busca de un estilo”, publicado en Revista Ñ (de Clarín), Andrés Neuman analiza las propuestas narrativas de seis grandes autores: Raymond Carver, John Cheever, Flannery O’Connor, Lorrie Moore, David Foster Wallace y Robert Coover.

A este último, Robert Coover, yo no lo había leído. Reparo esa carencia como lector al tiempo que ofrezco uno de sus cuentos, “Ir por una cerveza”, al que he podido acceder gracias al blog Árbol de tinta libros, traducido del inglés por Tomás Ferri.

Andrés Newman ubica a Coover en el apartado de cuentos posmodernos, y dice de él:

Si buscásemos un pionero de lo que, simplificando mucho, podríamos llamar cuento posmoderno, llegaríamos pronto a Robert Coover. Su manera juguetona de entrar y salir del discurso, su desintegración de la linealidad, su mezcla de registros, su intertextualidad paródica, lo convierten en un almacén inaugural de los recursos que, décadas más tarde, se convertirían casi en rutinarios.

Su libro emblema, El hurgón mágico, tiene mucho de declaración de intenciones. Mientras el supuesto preámbulo apenas revela nada, el auténtico prólogo, dedicado a Cervantes, se incrusta en mitad del volumen. Más allá de subvertir el orden convencional de lectura (aunque nada nos impide empezar leyendo la pieza central), esta aparición tardía de las consideraciones teóricas sugiere que los propósitos nacen de la escritura misma. La apelación cervantina remite al cuestionamiento de los paradigmas, a la sofisticación de la parodia. Y al reconocimiento de que todo rupturismo, como explicó Paz, tiene su tradición.

Aun aspirando a desactivar cualquier verosimilitud realista (los personajes cambian de rasgos, los espacios y objetos se trasladan o desaparecen, el tiempo transcurre en orden aleatorio), Coover logra una extraña, deforme credibilidad. Sus narraciones se dejan leer como un juego en marcha del que vamos deduciendo las reglas. Un caso ejemplar es “El hurgón mágico”, acaso el cuento de hadas más estrambótico de nuestra época. Cada escena se ensambla con la siguiente mediante un recurso de distanciamiento, rectificación o glosa. Como si el cuento estuviera filmándose y posproduciéndose a medida que se narra. Sus movimientos son acompañados por la voz de un narrador vándalo que, además de construir, destruye.

Coover pone a prueba la cadena entera de la comunicación literaria, desde las atribuciones del autor hasta las expectativas del lector, pasando por la elasticidad del texto. La virtud y el cansancio de sus cuentos convergen en el mismo punto: el empeño por ser, todo el tiempo, más listo que nadie (incluidos sus personajes). En eso Coover se sitúa en las antípodas de Carver o Capote, igual que algo comparte con Moore o David Foster Wallace.

Cuento posmoderno Robert Coover: Ir por una cerveza

Se encuentra sentado en el bar del barrio tomándose una cerveza más o menos al mismo tiempo que comenzó a pensar en ir allí por una. De hecho, la ha terminado. Quizás se tomará una segunda, piensa, mientras se la baja y pide una tercera. Hay una mujer joven sentada no muy lejos de él quien no es exactamente atractiva pero suficientemente atractiva, y probablemente buena en la cama, como efectivamente lo es. ¿Se terminó su cerveza? No puede recordar. Lo que realmente importa es: ¿disfrutó el orgasmo? o incluso, ¿tuvo uno? Esto se está preguntando camino a casa, en las nocturnas calles con neblina, del apartamento de la joven mujer. El cual estaba lleno de muñecas Kewpie, la clase que se gana en las ferias, y se citan, como recuerda, para ir a una. Donde ella gana otra —tiene la habilidad para eso. Después de lo cual están nuevamente en el apartamento de ella, quitándose las ropas, ella excitadamente abrazando su nueva muñeca en una cama colmada con estas. No recuerda cuándo fue la última vez que durmió, y ya no está seguro, mientras se bambolea a través de las calles nocturnas, aún con niebla, donde es su apartamento, el orgasmo, si tuvo uno, desvaneciéndose ya de su memoria. Tal vez debería llevarla de nuevo a la feria, piensa, donde ella gana otra muñeca Kewpie (esta es por lo menos su segunda cita, quizá su cuarta), y esta vez van por una copa romántica al bar donde se conocieron. Donde un fulano musculoso empieza a molestarla. Él interviene y ella aparece en la cama del hospital donde él está, llevándole una de las muñecas Kewpie para que le haga compañía. Que es la manera de ella de expresar el vínculo entre ellos, o eso supone él, mientras abandona el hospital en muletas, sin estar seguro en qué parte de la ciudad está. O en qué parte del año. Decide que es tiempo de terminar la aventura —ella lo está volviendo loco— pero entonces el fulano musculoso aparece en su boda y se disculpa por la golpiza que le dio. Él no se había dado cuenta, dice, lo serio de lo de ellos. El regalo de boda del tipo es un cupón para reclamar dos bebidas gratis en el bar donde ellos se conocieron y un par de cintas blancas de satín para sus muletas. Durante la ceremonia, ambos cargaron muñecas Kewpie que probablemente tienen algún significado escasamente oculto, y de hecho lo tienen. El hijo que ella le da, suyo o de otro, le recuerda, como si él necesitara que le recordaran que el tiempo se está moviendo rápido. Ahora tiene responsabilidades y decide verificar si todavía tiene el trabajo que tenía cuando la conoció. Lo hace. Su ausencia, si ha estado ausente, no es mencionada, pero tampoco es felicitado por su matrimonio, sin duda porque —recuerda ahora— antes que conociera a su esposa estaba comprometido con una de sus colegas y sus compañeros de trabajo ya habían hecho una fiesta de compromiso, entonces deben estar molestos por el dinero que gastaron en regalos. Es vergonzoso y la atmósfera es de alguna manera hostil, pero tiene un hijo en el jardín y otro en camino, entonces ¿qué puede hacer? Bueno, aún no ha hecho efectivo el cupón de regalo, así que, por un lado, qué carajos, puede ir por una cerveza, dos, de hecho, y se puede permitir una tercera. Hay una mujer joven sentada cerca de él que parece que es probablemente buena en la cama, pero ella no es su esposa y no tiene deseos de cometer adulterio, o eso se dice a sí mismo, mientras se sienta en el borde de la cama de ella con sus pantaloncillos alrededor de los tobillos. ¿Se los está quitando o se los está poniendo? No está seguro, pero ahora se los sube y cojea a casa, habiendo dejado en algún lugar sus muletas encintadas. A su llegada, encuentra todas las muñecas Kewpie, que fueron colocadas en un estante cuando los bebés empezaron a llegar, ahora esparcidas por el apartamento, decapitadas y con los miembros amputados. Uno de los bebés está llorando, por lo que, mientras le calienta un biberón de leche en la estufa, entra en la habitación para darle un chupo y descubre una nota de su esposa clavada en su pijama, que dice que se ha ido al hospital a tener otro bebé y que mejor no lo encuentre allí cuando regrese, porque si lo hace lo matará. Le cree, entonces pronto está de nuevo afuera en las calles, preguntándose si le dio aquel biberón al bebé, o si aún está hirviendo en la estufa. Cruza el viejo bar del barrio y es tentado pero decide que ha tenido suficientes problemas por toda una vida y está a punto de continuar caminado cuando es detenido por ese armatoste que le dio una paliza y que ahora le da un cigarrillo porque se ha acabado de convertir en padre y lo arrastra al bar por una bebida de celebración, o, más bien, varias, ha perdido la cuenta. Sin embargo, las celebraciones ya se han acabado, y el nuevo padre, que se ha casado con la misma mujer que lo botó a él, llora en su cerveza sobre las miserias de la vida matrimonial y lo felicita por estar fuera de esta, un hombre con suerte. Pero no se siente con suerte, especialmente cuando ve a una mujer joven sentada cerca de ellos que parece que probablemente es buena en la cama y decide sugerir que vayan al sitio de ella, pero demasiado tarde —ella ya está afuera con el tipo que lo golpeó y que le robó su esposa. Entonces se toma otra cerveza, preguntándose dónde se supone que va vivir ahora y dándose cuenta (es el camarero que le comenta mientras le invita otra a nombre de la casa) que la vida es corta y brutal y antes que lo sepa estará muerto. Tiene razón. Después de unas cuantas cervezas más y orgasmos, algunos recordados vagamente, la mayoría no, uno de sus hijos, ahora piloto de autos de carreras y presidente de la empresa para la que él solía trabajar, llega a visitarlo en su lecho de muerte y, disculpándose por llegar tan tarde (fui por una cerveza, papá, pasan cosas), dice que lo va a extrañar pero que es probablemente lo mejor. ¿Lo mejor qué? Pregunta, pero su hijo se ha ido, sí, primero que todo estuvo allí. Bueno… sabes… la vida, dice a la enfermera que ha llegado a halar la sábana sobre su rostro y a empujarlo al otro lado.

1001 cuentos de los mejores autores. Relatos cortos imprescindibles

La broma infinita (CONTEMPORANEA), de David Foster Wallace

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