Encasillar los géneros es algo difícil, sobre todo en un mundo “postmoderno” donde las fronteras tienden a borrarse y cada vez más hay una literatura híbrida en que se mezclan de tal manera los tipos de escritura que a veces no es fácil encasillarlas, ni fácil ni conveniente. Pero sí creo que hay textos que claramente son cuentos. Puedo decir las cosas que todo el mundo sabe: es un género escrito en prosa, generalmente breve, con una gran economía de lenguaje, con pocos personajes, con un tema central; donde hay una mirada vertical, en profundidad, sobre una parcela de la realidad y no una mirada horizontal, panorámica, indefinidamente extensa como lo sería en la novela. Tal vez podría decirse del cuento lo que Cortázar señalaba para diferenciar la descripción de la narración. Él decía que la descripción era a la fotografía lo que la narración era a la filmación. Creo que un cuento es un momento intenso que no se expande de manera tal que provoca una revelación o una mirada que no se da en otras circunstancias sobre algo. Y ese algo, generalmente, es algo que sucede, más que alguien. Estoy consciente de que puede haber cuentos que podrían ser más de personaje que de acción, o más de atmósfera o clima que de cosas que suceden. Pero en el fondo no hay un cuento si no hay un suceso: el cuento tiene que contar algo. Pero no se puede tampoco quedar en la pura anécdota porque entonces es un simple relato, una simple narración, y no toda narración o relato es un cuento. El cuento es una forma de calar profundamente en un momento excepcional, de una circunstancia o simplemente de la vida de alguien, y el resultado de eso es, si el cuento es bueno, un cambio en el lector; lo transforma, le da un conocimiento, una experiencia que lo hace diferente. Estoy hablando de los buenos cuentos, insisto. Para saber lo que un cuento es, hay que leer cuentos.
Creo que el cuento más bello del mundo es aquél que logra una fusión perfecta entre un momento de gran plenitud humana con una forma plena, armónica, inevitable con que esa plenitud se exprese. En ese sentido, generalmente un cuento bello es un cuento lírico, es un cuento donde hay mucho trabajo con el lenguaje, donde se usan metáforas, metonimias, comparaciones, en fin las figuras retóricas que le puedan dar un cierto vuelo. Los cuentos más imaginativos suelen ser cuentos poéticos porque la única forma de expresar el vuelo de la imaginación es a través de un lenguaje más elevado, más trabajado, más elaborado. No puede ser un lenguaje retratista, exteriorista, como hiciera Ernesto Cardenal en su poesía. A mí esa poesía, para hablar concretamente de Cardenal, cuando se queda en ese nivel exteriorista no me gusta. Porque si yo lo que quiero es que me describan la realidad, yo voy afuera y la miro, o le tomo una foto o la filmo. La literatura debe ser capaz de mirar no sólo la fachada sino lo que está detrás de la fachada, la parte oculta de la realidad; y revelársela, primero a uno mismo como creador, y después al lector. Dice Onetti—uno de mis grandes influencias latinoamericanas—: ‘si yo supiera cómo van a terminar mis historias, ¿para qué las escribo? Si yo supiera a dónde conducen mis historias, tampoco las escribiría’. Él escribe para descubrir lo que no sabe y a mí me pasa igual. No tengo jamás la menor idea de hacia dónde va mi cuento. A mí me pasa una cosa muy curiosa: no soy una persona que preparo tramas y argumentos en mi cabeza —I do no plotting. Dejo que una cosa me lleve a otra y otra y otra. Como en los ejercicios que pongo a mis alumnos en los talleres. Si yo le digo a un alumno, “la primera frase va a ser ‘La mujer mira lánguidamente por la ventana'», ya tienes una historia. ¿Por qué lánguidamente? ¿Hacia dónde mira? ¿Qué ve? ¿Dónde está? ¿Cómo es la ventana? ¿De dónde viene? Todo eso y más puedes desarrollarlo. Incluso esa frase, la puedes enriquecer y hacer una frase larguísima: “La mujer sentada junta a la cama pensando en su marido ausente mira lánguidamente por la ventana donde unos niños jugaban en el jardín aquella mañana lluviosa de enero”. Y crece y crece y crece, y tú puedes hacer una historia en una misma oración gramatical sin parar. Es una cosa que siempre he querido hacer: escribir en una sola oración interminable una historia; eso es posible, claro, pero difícil de leer. García Márquez lo hizo un poco en El otoño del patriarca, pero era más de una oración en el fondo; yo lo que quiero es que sea de un solo aliento hasta que termina y cierra el círculo.
[Las dos citas son de Enrique Jaramillo Levi, autor del cuento que podemos leer a continuación]
UNDERWOOD, un cuento de Enrique Jaramillo Levi (Panamá, 1944)
La carta había demorado en llegar. La tenía ahora frente a los ojos, desdoblada, convulsa entre sus dedos. No lograba iniciar la lectura. Las letras se desdibujaban fundiéndose unas con otras como si el llanto las hubiese escurrido. Pero no lloraba. Hacía mucho tiempo que no se daba esa satisfacción. En cambio vacilaba, temeroso de la respuesta que había guardado en secreto durante lo que ya parecía una vida. Se concentró, haciendo un esfuerzo enorme, y las letras fueron recuperando sus pequeñas estaturas, la separación breve y nítida que caracterizaba a la Underwood portátil que él mismo le había comprado poco después de la boda.
Todo el contenido podía resumirse en la última línea:
Te amo aún. Llego el viernes.
Arrugó la hoja. Casi en seguida volvió a estirarla. Sus ojos recorrieron ávidos las disculpas, los ruegos, el esbozo de planes que habrían de realizar juntos. Ella había tenido la culpa de todo, aseguraba. Pero no volvería a ocurrir. Y luego venía la reafirmación de lo que él había rogado todas las noches. Y el anuncio escueto de su llegada. Al buscar la hora en su reloj, notó sorprendido que ya era viernes. Corrió hasta el auto anticipando el abrazo, sintiendo contra su cuerpo el arrepentimiento de ella, su vergüenza. Amanecía.
Esperó largas horas en la estación. Sus ideas se perdían en las más enmarañadas conjeturas. Recordó de pronto que no sabía a qué hora llegaría. Ni cómo viajaría hasta él. Hasta podía llegar en avión, nada tendría de raro. Entonces, ¿por qué estaba él en la estación, esperando quién sabe qué autobús? Sin darse cuenta manejó hasta allí, guiado quizá por la forma que había tomado tantas veces aquel sueño. Siempre la miraba bajar sonriente, buscándolo con la vista, hasta que la veía de pie junto a la columna que ahora sostenía su peso. Se dijo, angustiado, que era un imbécil.
Por suerte traía la carta. La desdobló presuroso. No había ningún indicio de cómo se transportaría hasta la ciudad. Pasaron los minutos y la incertidumbre se iba espesando en sus jadeos. ¿Cómo no se le ocurrió explicar claramente la hora y el lugar de su arribo? No había cambiado. Sigue siendo tan irresponsable como siempre. Tendrá que tomar un taxi hasta la casa porque él no puede hacer nada más. Allá la esperaría.
La noche se hizo densa y angustiosa. De nada le sirvió leer durante el día las revistas que lo rodeaban. Tampoco se distrajo escuchando la radio ni saliendo al balcón a cada rato. Pronto serían las doce y entonces la llegada del sábado se encargaría de probar otra vez lo que él siempre sospechó: era una mentirosa, la más cruel de las farsantes.
A la una de la mañana confirmó que ya nunca más le creería una sola palabra. Aunque llegaran mil cartas pidiéndole perdón o volviera a escuchar su voz suplicante por teléfono. Caminó hasta la pequeña Underwood, insertó un papel, tecleó a prisa. Las letras salían débiles, destintadas. Cambió la cinta. Escribió:
Querido Ramiro:
Tienes que perdonarme. Perdí el avión el viernes. Iré la próxima semana, sin falta. Ya te avisaré. Te amo. Debes creerme…
Duplicaciones. Prólogo de Angela Romero Pérez. Cuentos.... , págs. 88-89
Comentario de UNDERWOOD, un cuento de Enrique Jaramillo Levi
Hay cuentos llamados “trampa” o “engaño”, “de retroceso” o “vuelta atrás”, con un final clave o sorpresa que, como decía Italo Calvino, “pone en entredicho toda la narración” y exige al lector una nueva lectura. En palabras de Piglia, «el arte de narrar es el arte de la percepción errada y de la distorsión. El relato avanza siguiendo un plan férreo e incomprensible y recién al final surge en el horizonte la visión de una realidad desconocida: el final hace ver un sentido secreto que estaba cifrado y como ausente en la sucesión clara de los hechos.»
Es un tipo de cuento muy frecuente en la narrativa actual (pero ¡ojo¡ hay cuentos muy antiguos modélicos en el uso de este recurso, como es el Exemplo XI del Conde Lucanor de don Juan Manuel: De lo que aconteció a un deàn de Santiago con don Illán, gran maestro que moraba en Toledo (1335), seguramente el mejor cuento de la Edad Media y, según algunos estudiosos, de toda la literatura española) en el que el autor conduce “engañado” al lector hasta las últimas líneas o el último párrafo para allí darle la clave; es decir, un giro inesperado que cambia el sentido de la historia.
Un ejemplo paradigmático es el de uno de los mejores cuentos de Cortázar, “La isla a mediodía”. El lector va leyendo el cuento, y la narración, en apariencia, se va desarrollando linealmente hasta llegar a las últimas líneas (A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, … Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.”), un final que deja totalmente desconcertado al lector quien volverá a leer de nuevo todo el cuento hasta que comprenda la “trampa”, el “engaño” cortaziano y caiga en la cuenta de que el cadáver que llega a la playa es el de Marini, quien solo en su imaginación o fantasía había estado en la isla de Xiros. Y este lector, cualquier lector inteligente, siente una profunda satisfacción al haber tenido que participar activamente para comprender el relato en su más profunda dimensión.
Estamos pues ante un planteamiento literario de realidad y fantasía, realidad que se extiende desde el principio hasta ser sustituida por la fantasía (“Nada era difícil una vez decidido… desembarcó con las primeras luces…) y fantasía que vuelve a dar paso a la realidad en el párrafo final del relato (A toda carrera venían los hijos de Klaios y más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar).
Con solo suprimir estas últimas líneas, Cortázar podía haber escrito otro cuento totalmente realista y totalmente distinto, que hubiera terminado con el encuentro –de Marini y toda la familia de Klaios– del único cadáver que había llegado a la isla después de la caída del avión, cadáver que sería el del auxiliar de vuelo Giorgio, su “reemplazante”, o, para rizar más el rizo, el de su amiga Felisa. Y, en verdad, sería un hermoso cuento, pero no una obra maestra del género como lo es el cuento tal como Cortázar lo ha escrito.
Pero hay todavía más en este magistral cuento: el motivo, tan actual, de la búsqueda de la felicidad natural en una isla lejos del mundanal ruido y, por encima de todo, cómo el enorme deseo y la obsesión de Marini son los que le llevan a Xiros, adonde llegará ya muerto.
Perdonen esta larga digresión acerca del cuento de Cortázar, pero me ha parecido oportuna para explicar, con el mejor ejemplo posible, el recurso literario del final clave.
“Underwood” de Enrique Jaramillo Levi es un relato impactante en su brevedad gracias al final sorprendente, que repercute sobre la totalidad del texto. El autor nos ha engañado hasta el párrafo final, nos ha ocultado un dato decisivo cuando creíamos poseer toda la información. Todo lo que da valor y categoría literaria a la historia –insisto– son las tres últimas líneas.
Miguel Díez R.
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Me dejó pasmado. No tengo palabras. Simplemente magnífico. Muchas gracias por dejarme conocerlo.