Cuento de Francisco Rodríguez Criado: La mujer del cine Lorca

Hoy me he animado a compartir con vosotros uno de mis cuentos. El relato forma parte de mi último libro, Los zapatos de Knut Hamsun (De la Luna Libros, 2017), y fue publicado como adelanto en la revista Quimera (n.º 404).

Se narra en estas líneas  una historia surrealista escenificada por un joven desaliñado, absorto en las carteleras del cine Lorca, y una hermosa y enigmática mujer que viaja en un coche lujoso conducido por un chofer. Ya sabéis: ese tipo de narraciones cuasi oníricas que tanto me gustan. Otro ejemplo sería «Un largo viaje«).

Los zapatos de Knut Hamsun compila veintitrés cuentos, algunos de ellos muy breves, que suponen un muestrario de los caminos por los que discurre el cuento moderno, al menos tal como yo lo entiendo. 🙂

LA MUJER DEL CINE LORCA, un cuento de Francisco Rodríguez Criado

Después del paseo vespertino por el Retiro, solía pasarme a ver las carteleras del cine Lorca, en la céntrica calle Goya. Aquella tarde de agosto dudaba si sacar una entrada para la última película de Woody Allen, entonces en boca de todos. En esa época casi nunca tenía dinero, lo único que me sobraba era cierta pobreza de espíritu y unas horas de tiempo libre que malgastaba aquí y allá. Me gustaban las carteleras, me hechizaban, quizá porque me bombardeaban con ese glamur y éxito al que yo no podría aspirar ni en sueños.

Tal vez me hubiese pasado allí toda la tarde, absorto en mis cavilaciones, para hacerme creer que tenía más opciones que la de sacar la entrada, si no fuera porque el azar decidió tomar cartas en el asunto. Porque fue el azar y no otro quien detuvo aquel Mercedes a mis espaldas y condujo aquella voz masculina hasta mis oídos.

–Acércate, chico.

Me giré y comprobé con sorpresa que yo era el destinatario de aquella llamada. La voz había surgido de un Mercedes, un lujoso Mobby Dick del asfalto, blanco, reluciente, erguido sobre sus inmensos zapatos cilíndricos, exhibiendo sus grandes focos aún sin encender en la luminosidad de la tarde. Del chofer (que no llevaba gorra) no veía más que su cabeza, pequeña y vulgar, en contraste con las dimensiones e importancia del vehículo que conducía.

Ahora fue una voz femenina, procedente del asiento trasero, quien dijo con un tono neutro:

–Sube.

Atraído por una fuerza inexplicable, obedecí.

Me sentía algo ofuscado en el interior del vehículo, que no por majestuoso dejaba de ser un taxi. El conductor era un hombre de mediana edad, taciturno y de movimientos monótonos, y robusto a tener en cuenta el grosor de su cuello. Era en ese cuello donde yo había fijado la mirada, quizá para eludir la presencia de mi acompañante, que en el momento de subir me había parecido una mujer atractiva y fría.

El coche se deslizaba despacio sobre el asfalto, recorriendo las calles como si hubiese en cada edificio un cine con grandes carteleras y tratase de averiguar, sin rozar la acera, qué películas proyectaban.

Pasaban lentos los minutos y cada vez presentía más fijos los ojos de aquella mujer sobre mí.

–Quiero conocer la ciudad –dijo en un instante del trayecto, justo cuando yo iba a preguntar adónde íbamos–. Tú me la enseñarás.

Yo iba a alegar que mis conocimientos sobre Madrid, en asuntos turísticos, dejaban mucho que desear. Pero no dije nada, intimidado por la entereza de la dama, que había vuelto la mirada hacia la ventanilla como si ya hubiese dicho todo lo que tenía que decir. Me refiero a ella como “mujer” o “dama” por esa seguridad que emanaba, pero en verdad no aparentaba tener más de veinte o veintidós años. Se encontraba cómoda, mostrando desinhibidamente sus hermosas y estilizadas piernas, que asomaban bajo su efímera falda. Su media melena rubia se alborotaba ligeramente al recibir las caricias del aire que se colaba por la ventanilla.

Decidí sobreponerme a mi timidez –al fin y al cabo se trataba de un simple paseo en coche– y mostrarme lo más eficiente posible en la tarea que se me había encomendado. Lo que me molestaba era el silencio reinante en el interior del vehículo. Hubiese agradecido un simple comentario, un carraspeo de garganta, el sonido del motor, una melodía de la radio… No había la menor conexión entre los tres ocupantes del vehículo, como si fuésemos islotes separados por las aguas del océano.

–Con este vehículo el mundo es nuestro –dije, tratando de coger confianza. Me giré hacia ella y empecé a tutearla. Esperaba así abrir la conversación–. Iremos al Museo del Prado, al Madrid de los Austrias, daremos una vuelta por la Gran Vía…

Propuse un sinfín de lugares a visitar, los que habitualmente aparecen en las postales.

Al cabo de unos segundos, ella se limitó a decir:

–A O’Donnell.

Yo iba a decir algo cuando el coche aceleró y del impulso fui empujado hacia mi asiento. Comprendí que no era a mí a quien se había dirigido sino al conductor.

La mujer se atusó el pelo y luego me miró a los ojos. Y en aquellos ojos me perdí. Yo había mirado muchos ojos femeninos, pero jamás había mirado dentro de ellos. Me costaría explicar qué había en aquel abismo. Algo que me gustaba y me daba miedo al mismo tiempo.

Me preguntó cómo me llamaba y cuando iba a responder que Juan me interrumpió para preguntarme dónde vivía y cuando yo iba a responder que en Plaza de España me preguntó la edad y cuando yo iba a responder que 17 me preguntó si tenía novia, y ahora, en vez de responder, me hice yo mismo muchas preguntas. El coche ya había aparcado en una calle ancha y vieja que daba al estadio del Santiago Bernabéu. Más que en el estadio me fijé en sus cercanías, donde un grupo de chavales jugaban en un pequeño palmo de terreno.

Bajé del coche para abrir la puerta a la dama (lo había visto en las películas), que descendió, majestuosa, con una elegancia que de antemano yo había supuesto en aquellas piernas. Era cinco o seis centímetros más alta que yo. Andaba holgada de seguridad: la cabeza alta, el paso firme. Y yo tras ella. El coche en ese instante arrancó a toda velocidad, recorrió unos metros y aparcó en la acera de enfrente. Vi al conductor recostarse en el asiento, sacar la mano por la ventanilla y echar la cabeza hacia atrás, preparándose quizá para descabezar una siesta.

La mujer y yo caminamos sin hablar durante varias calles (o cuadras). Yo le pregunté si tal vez era uruguaya (tenía un acento extraño) y ella dijo “Puede”. Le pregunté cuántos años tenía y cómo se llamaba, pero en esta ocasión hizo oídos sordos. No había gran comunicación entre nosotros.

Al poco entrábamos en un pequeño y acogedor hotel, con una fachada multicolor que hacía esquina. El recepcionista ni siquiera dijo hola, tan solo nos dio una llave, y a continuación siguió leyendo la revista que tenía entre manos. Evidentemente, todo el mundo conocía la canción que sonaba menos yo.

La habitación era amplia, los techos altos, las paredes encaladas y pintadas de un suave color crema.

–Desnúdate –ordenó mientras caminaba hacia el baño.

Regresó al poco; yo ya estaba en la cama, arropado hasta la barbilla. Dio unos pasos hasta la ventana y estuvo mirando por ella durante unos segundos. A continuación, bajó la persiana. De espaldas a mí dejó caer su vestido. No llevaba ropa interior.

Unos segundos después la tenía sobre mí, recorriendo mi flácido y macilento cuerpo con sus uñas largas. Y qué tontería, yo pensaba tan solo en aquellos chicos que minutos antes había visto frente al estadio de fútbol. Estaba frío, muy frío. Supongo que ella se dio cuenta de ello.

–Con este miembro, el mundo es nuestro –me parafraseó, quizá para animarme. O tal vez para homenajear mi estupidez.

Me coloqué entonces encima de ella y empecé a recorrer su cuerpo con más pasión que pericia. Su pelo, moreno y rizado, le tapaba parcialmente la cara. Tenía unos pechos grandes y blandos, algo desproporcionados para el resto de su cuerpo, delgado y lleno de poesía. Hacía calor dentro de aquellas cuatro paredes. Empezamos a sudar.

Allí, en aquel templo de calor, estaba toda la ciudad. Besé el museo del Prado, pasé a la altura del Café Gijón, tomé la Gran Vía y cabalgué hasta el parque del Oeste. Animado por las buenas vistas, me lancé para ofrecerle mi Pirulí. Así corría la música, en un animado pasodoble. Por fin me había aprendido la letra de la canción. Ella unas veces apagaba sus gemidos y otras veces los exageraba hasta lanzarlos hacia el techo, de donde regresaban formando un eco. Ahora sus uñas eran garfios afilados que me hacían daño. La gran ciudad hervía en aquella cama, y yo notaba que mi piel empezaba a abrasarse encima, debajo, a un lado de aquel cuerpo hermoso. Era un trotar callejero, lleno de gentío, música y fiesta, la cerveza pasaba de mano en mano… Madrid, como el París de Hemingway, era aquella tarde una fiesta.

Los zapatos de Knut Hamusn
Los zapatos de Knut Hamsun

Cada vez sentía más calor, me asfixiaba, me faltaba aire. Mis sentidos extrasensoriales me decían que algo no iba bien. Quise girar la cabeza, pero la mujer no me lo permitía. Pese a ello me rebelé y, sin abandonar la fiesta, levanté la cabeza. Me pareció como si el techo estuviese ahora más bajo, y eché un rápido vistazo a las cuatro paredes de la habitación. Ahora lo comprendía todo, comprendía que la habitación se iba estrechando, por eso hacía tanto calor y por eso respiraba tan mal. Quise escapar, salir de la mujer, levantarme y correr hacia la calle, pero no podía. Estaba pegado a ella, pegado por unas fuerzas desconocidas y pegado por el deseo. Un sonido estremecedor, como de madera crujiente, armonizaba el lugar. Tranquilo, dijo ella. Seguía viva bajo mi cuerpo, con una voz dulce y sedosa, y sus ojos ahora desprendían un brillo especial. Entregado al placer, no dejaba de preguntarle qué pasaba (como si yo no lo supiera ya), y ella solo decía eso, “Tranquilo”, entre gemidos y gemidos. Y las paredes cada vez más cercanas, estrechándose entre sí, visitándose con sincronizados y milimetrados movimientos. Estaba agotado, necesitaba descansar, iba a abandonar aquel cuerpo cuando me golpeé la cabeza con el techo, a escasos centímetros de mí. Quise gritar, llorar. Desearía ya estar muerto y ahorrarme todo el sufrimiento que me esperaba. Pero, de repente, cesó el ruido. Sentí alivio y desasosiego al mismo tiempo. Ya todo acabó, dijo ella. Descansa. Salí de sus muslos y me tumbé a su lado, bocarriba. Extendí mi brazo derecho y di varios golpes en la pared de la derecha. Sonó a madera. Madera de pino. Y ella: Descansa, ya todo acabó.

Sí, todo acabó. Cerré los ojos y me recosté sobre el pecho de la mujer. Me extrañó notar el latir de su corazón. Aquel fin no era ni mucho menos el que yo hubiese imaginado. Pensé en mi hermana y su marido, de los que me había despedido horas antes y a quienes había manifestado mi intención de ir al cine. Es lo último que recuerdo antes de quedarme dormido.

Cuando desperté ya no estaba en aquella caja, con aquella mujer desconocida. Ya no era oscuridad lo que me rodeaba, sino luz. Una luz inmensa. La luz de aquella tarde de verano en Madrid. Me giré y vi la ciudad, lenta y segura en los últimos compases de la tarde. Y poco a poco las carteleras del cine Lorca se fueron haciendo más grandes, más nítidas. Y como no dando importancia a lo vivido, no quise pensar más que en la película de Woody Allen, recordé que apenas tenía dinero para comprar la entrada, y que yo era un pobre jovenzuelo de diecisiete años sin oficio ni beneficio. Supe que nunca había existido esa mujer exuberante, ni ese hotel de fachada multicolor, ni esa habitación de paredes que se estrechaban. Recordé, además, que yo nunca había estado con una mujer.

De repente se me alegró la cara. Me sentí feliz de ser como era. Inocente y algo aniñado. Pero no era tan grave, a fin de cuentas. Y con suma satisfacción me puse a la cola para sacar la entrada. Pero de repente una voz a mis espaldas cortó mis agradables pensamientos. La voz, una voz masculina, dijo:

–Acércate, chico.

Me giré y vi aquel Mercedes blanco, reluciente, con aquellos grandes focos aún sin encender.

No había tiempo que perder. Devolví la cartera al bolsillo, suspiré con resignación y entré en el coche.


Los zapatos de Knut Hamsun, un artículo de Pilar Galán (El Periódico Extremadura)

Knut Hamsun, en el lado salvaje (El País)

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2 comentarios en «Cuento de Francisco Rodríguez Criado: La mujer del cine Lorca»

  1. Extraño cuento surrealista que atrapa al lector en esa angustia que lo domina cuando supone que va a ir por otros derroteros más placenteros.
    Me ha chocado que la mujer tiene al principio pelo rubio: «Su media melena rubia» y avanzada la historia es moreno: «Su pelo, moreno y rizado»
    Saludos, Francisco.

    Responder
  2. Encantador, surrealista, estimula la imaginacion del lector, lo coloca en la mente «perturbada» por la marea hormonal de un joven de 17 años. Y con el condimento de lo cotidiano, que en particular me agrada.
    Felicitaciones

    Responder

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