En el uso del lenguaje depuran las expresiones y dejan de lado el refinamiento, y los términos un tanto rebuscados y optan sin más ni menos, por la palabra simple y sencilla, pero sin abandonar del todo la musicalidad de las frases y parlamentos.
El otro aspecto tiene que ver con los hechos que envolvieron la publicación del cuento. Su autor está en una misión diplomática en Italia, y desde allá realiza en potente lobby para conseguir el primer lugar en el Concurso al cual aspira a enviar el cuento. Escribe cartas, envía telegramas y recados para que el jurado lo tome en cuenta. Siente la necesidad de ganar el premio para desquitarse de sus antiguos camaradas de la Universidad de San Marcos, donde él había perdido una elección, prácticamente ganada, a la presidencia del Centro de Estudiantes. Finalmente, después de contactarse con el director del periódico que organizaba el concurso, el poeta Enrique Bustamante Ballivián, lo envía en sobre cerrado bajo el seudónimo de Paraca o Paracas. De esta manera se cubría de un posible fracaso. Es que tampoco quiere ser dos veces el hazmerreír de sus conocidos y colegas. El 3 de enero de 1914, finalmente, se conoce el veredicto: Valdelomar gana el primer puesto y cien soles. Esto lo hace feliz y días más tarde decide publicar un libro con sus mejores cuentos, el cual será encabezado por «El Caballero Carmelo». E.B.G.
El caballero Carmelo, un cuento posmodernista entre el limbo y el purgatorio
«El caballero Carmelo» es un cuento del escritor peruano Abraham Valdelomar (Ica, 27 de abril de 1888-Ayacucho, 3 de noviembre de 1919), considerado por la crítica como el mejor de toda su creación ficticia y uno de los cuentos más perfectos de la literatura peruana. Fue publicado el 13 de noviembre de 1913 en el diario La Nación de Lima. Encabezaba la selección de cuentos denominados «criollos», que están ambientados en la niñez del autor, la cual transcurre en la ciudad Pisco, en la costa peruana, a mitad del desierto.
Tiene dos peculiaridades: el autor pertenece al movimiento modernista, quien deriva hacia el postmodernismo, principalmente en su poesía. De acuerdo al canon, la estructura y el fondo van en busca de una ruptura o un alejamiento de los temas fantásticos y exóticos del modernismo. Como afirma Mario Vargas Llosa en un ensayo sobre el criollismo en su país, los postmodernistas representan una corriente literaria que se decide por un retorno inmediato a la realidad. “Buscaron la forma de recuperar la emoción en la trama. Apuntan a historias humildes y simples de la vida cotidiana. Cultivan un estilo confidencial e intimista”.
El lenguaje en el Modernismo
En el uso del lenguaje depuran las expresiones y dejan de lado el refinamiento, y los términos un tanto rebuscados y optan sin más ni menos, por la palabra simple y sencilla, pero sin abandonar del todo la musicalidad de las frases y parlamentos.
El otro aspecto tiene que ver con los hechos que envolvieron la publicación del cuento. Su autor está en una misión diplomática en Italia, y desde allá realiza en potente lobby para conseguir el primer lugar en el Concurso al cual aspira a enviar el cuento. Escribe cartas, envía telegramas y recados para que el jurado lo tome en cuenta. Siente la necesidad de ganar el premio para desquitarse de sus antiguos camaradas de la Universidad de San Marcos, donde él había perdido una elección, prácticamente ganada, a la presidencia del Centro de Estudiantes. Finalmente, después de contactarse con el director del periódico que organizaba el concurso, el poeta Enrique Bustamante Ballivián, lo envía en sobre cerrado bajo el seudónimo de Paraca o Paracas. De esta manera se cubría de un posible fracaso. Es que tampoco quiere ser dos veces el hazmerreír de sus conocidos y colegas. El 3 de enero de 1914, finalmente, se conoce el veredicto: Valdelomar gana el primer puesto y cien soles. Esto lo hace feliz y días más tarde decide publicar un libro con sus mejores cuentos, el cual será encabezado por «El Caballero Carmelo».
Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios; también en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, fundamentalmente en el diario La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta fue Secretario de Prensa del Presidente Eduardo Frei Montalva. En los setenta, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta, quizá tardíamente, transformarse en escritor.
El Caballero Carmelo, un cuento criollo modernista y algo postmodernista
I
Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello que agitaba el viento, sampedrano pellón de sedosa cabellera negra, y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.
Reconocímosle. Era el hermano mayor, que años corridos, volvía. Salimos atropelladamente gritando:
–¡Roberto, Roberto!
Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la campanilla enredábanse en las columnas como venas en un brazo, y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeados de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín.
–¿Y la higuerilla? –dijo.
Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos:
–¡Bajo la higuerilla estás!…

El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocólo mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rebozaban la cara, y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por dónde había viajado! Quesos frescos y blancos envueltos por la cintura con paja de cebada, de la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles colados, en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo de su propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema de huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de piedra de Guamanga tallados en la feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo, al entregárnoslo:
–Para mamá… para Rosa… para Jesús… para Héctor…
–¿Y para papá? –le interrogamos cuando terminó.
–Nada…
–¿Cómo? ¿Nada para papá?
Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo:
–¡El Carmelo!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, ya libre, estiró sus cansados miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente:
–¡Cocorocóooo!…
–¡Para papá! –dijo mi hermano.
Así entró en nuestra casa el amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo.
II
Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalo por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama, con nuestras blancas camisas de dormir; vestíanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de dos capachos de cuero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas…
Mi madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos; tímidamente ese acercaban los conejos blancos, con sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién sacados, amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba desde su rincón, entrabado, el “Carmelo”, y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas, hacían, por lo bajo, comentarios, sobre la actitud poco gentil del petulante.
Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral “el Pelado”, un pollo sin plumas que parecía uno de aquellos jóvenes de diecisiete años, flacos y golosos. Pero “el Pelado”, a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral, y los otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y rotos varias piezas de nuestra limitada vajilla.
En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y cuando mi padre supo sus fechorías, dijo, pausadamente:
–Nos lo comeremos el domingo…
Defendiólo mi primer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría crías espléndidas. Agregó que desde que había llegado el “Carmelo” todos miraban mal al “Pelado”, que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina.
–¿Cómo no matan –decía en defensa del gallo– a los patos que no hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplastó a un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas, que traen mala suerte?…
Se adujeron razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos cuernos apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que había matado al pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las palomas con sus alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlo a sus polluelos.
El pobre “Pelado” estaba condenado. Mis hermanos le pidieron que se le perdonase, pero las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia. Viendo ya pérdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandía, inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente y le dijo:
–No llores; no nos lo comeremos…
III
Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y torna por la calle del Castillo, que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar, una plazuela pequeña donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al besar la húmeda orilla.
Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por estrecho y arenoso camino, teniendo a diestra el mar y a izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora infecunda, pero escarpada siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desierto cuya entrada vigilan de trecho en trecho, como centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y los toñuces siempre coposos y frágiles. Ondea en el terreno la “hierba del alacrán”, verde y jugosa al nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, bermeja como sangre de buey. En el fondo del desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las palmeras únense en pequeños grupos, tal como lo hacen los peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, los hombres.
Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina, San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla y el estéril desierto. Allí, las palmeras se multiplican y las higueras dan sombra a los hogares, tan plácida y fresca, que parece que no fueran malditas del buen Dios, o que su maldición hubiera caducado; que bastante castigo recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor, y todas sus flores dan frutos que al madurar revientan.
En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántanse las casuchas de frágil caña y estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan; limpio y brillante, reposando en la arena blanda sus caderas amplias, duerme, a la puerta, el bote pescador, con sus velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales yacen con su muda y simbólica majestad, el timón grácil, la calabaza que “achica” el agua mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen. Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora red circundada de caireles de liviano corcho.
En las horas del mediodía, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave, teje la red el pescador abuelo; sus toscos dedos añudan el lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que la víspera trajo la nave; saltan al sol, como chispas, las escamas y el perro husmea en los despojos. Al lado, en el corral que cercan enormes huesos de ballenas, trepan los chiquillos desnudos sobre el asno pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo la ramada, el más fuerte pule un remo; la moza, fresca y ágil, saca agua del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren la mansión humilde dando gritos extraños.
Junto al bote duerme el hombre de mar, el fuerte mancebo, embriagado por la brisa caliente y por la tibia emanación de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón corto, las musculosas pantorrillas cruzadas, y en cuyos duros pies de redondos dedos, piérdense, como escamas, las diminutas uñas. La cara tostada por el aire y el sol, la boca entreabierta que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se levanta rítmicamente, con el ritmo de la Vida, el más armonioso que Dios ha puesto sobre el mundo.
Por las calles no transitan al medio día las personas y nada turba la paz de aquella aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi tiempo. Las gentes de San Andrés, los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego en la capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Feliz del Inca, atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacámac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la fe en el sencillo espíritu.
Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era, entre ellos, tan normal y apacible como el agua de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin comadronas, rozagantes mucha-chos, en cuyos miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones, y crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y a manejar los botes de piquete que, zozobrando en las olas, les enseñaban a domeñar la marina furia.
Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de Pisco unía a las parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban a la felicidad, mientras las tortugas centenarias del hogar paterno, veían desenvolverse, impasibles, las horas; filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca; y al crepúsculo de cada día, lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin fe, lamentándose siempre del perenne mal, pero inactivas, inmóviles, infecundas, y solas…
IV
Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altísimo, caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacía un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanas defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval.
Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de Julio. No había podido evitarlo. Le habían dicho que el “Carmelo”, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas; y aceptó. Dentro de un mes toparía al Carmelo, con el Ajiseco, de otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El “Carmelo” iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos nosotros, ¿por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?…
Llegó el día terrible. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a preparar al “Carmelo”. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el preparador, y de una caja llena de algodones, sacó una media luna de acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado. El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo, que el hombre cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos lo acompañaron.
–¡Qué crueldad! –dijo mi madre.
Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto, antes de salir:
–Oye, anda junto con él… Cuídalo… ¡pobrecito!…
Llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar, y yo salí precipitadamente y hube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos.
V
Llegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitaban sobre las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jugada de gallos a la que solían ir todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a cuya entrada había arcos de sauces envueltos en colgaduras, y de los cuales prendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pescado fresco asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y endomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombrero de junco, alpargatas y pañuelos añudados al cuello.
Nos encaminamos a “la cancha”. Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el juez y a la derecha el dueño del paladín Ajiseco. Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas, miráronse los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio del circo; miráronse fijamente; alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de la muchedumbre, y a los pocos segundos de jadeante lucha cayó uno de ellos. Su cabecita afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez:
–¡Ha enterrado el pico, señores!
Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos, sangrando, fueron sacados del ruedo. La primera jornada había terminado. Ahora entraba el nuestro: el “Caballero Carmelo”. Un rumor de expectación vibró en el circo:
–¡El Ajiseco y el Carmelo!
–¡Cien soles de apuesta!…
Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.
En medio de la expectación general, salieron los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron a los dos rivales. Nuestro Carmelo, al lado del otro, era un gallo viejo y achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado que anunció el triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en verdad parecía ser un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Enardeciéronse los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida; entablóse la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín.
Batíase él con todo los aires de un experto luchador, acostumbrando a las artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho; jamás picaba a su adversario –que tal cosa es cobardía–, mientras que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un hilo de sangre corría por la pierna del Carmelo. Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor del Ajiseco, y las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado. En un nuevo encuentro, el Carmelo cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con tal furia, que desbarató al otro de un solo impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer al Carmelo, jadeante…
–¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! –gritaron sus partidarios, creyendo ganada la prueba.
Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones, dijo:
–¡Todavía no ha enterrado el pico, señores!
En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje de los gallos de Caucato. Incorporado el Carmelo, como un soldado herido, acometió de frente y definitivo sobre su rival, con una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el Carmelo, que se desangraba, se dejó caer, después que el Ajiseco había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como esa era la jugada más interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta:
–¡Viva el Carmelo!
Yo y mis hermanos lo recibimos y lo condujimos a casa, atravesando por la orilla del mar el pesado camino, y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador, que desfallecía.
VI
Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidado. Mi hermana Jesús y yo, le dábamos maíz, se lo poníamos en el pico; pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico rojo granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde, y por la ventana del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas escamosas, y mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.
Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra, y bajo la luz amarillenta del lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de las sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre.
Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez: el Caballero Carmelo, flor y nata de paladines, y último vástago de aquellos gallos de sangre y de raza, cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de todo el verde y fecundo valle de Caucato.
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Glosario
Ñorbo
Ecuador y Perú Botánica. Flor pequeña, muy fragante, de una planta pasionaria, utilizada como adorno en las ventanas. Nombre científico: (Passiflora punctata.)
Ñorbo (voz africana) m. bot. Flor americana, muy perfumada, de una planta de la familia pasifloráceas (Passiflora punctata).
Ñorbo (Amér.) Voz que se usa para ensalzar la hermosura de los ojos de una mujer, comparándolos con la flor de este nombre.
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Hogaza (Del lat. focacia, panecillos cocidos bajo la ceniza del hogar.)
- f. Pieza de pan grande y generalmente de forma circular. Ejemplo: Anda y compra una hogaza de pan.
- Pan de salvado o de harina mal tamizada.
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Toñuces: Muralla pequeña llamada también cerca y que generalmente se construye para deslindar terrenos sembrados. Planta o arbusto que se utiliza en ciertas regiones de Ica, Perú, para vallar sembrados.
Ejemplos de uso
Una algaraza estruendosa coreó las últimas palabras del payaso. Agitó éste su cónico gorro, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la plazoleta hacia los rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo. Una nube de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la caravana multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso camino.
Toñuz (Pluchea chingoyo), es una planta oriunda de Sudamérica, se encuentra desde Perú hasta Argentina. Aparece mencionada por lo menos en tres de las obras de este escritor, El Vuelo de los Cóndores, El caballero Carmelo ( mi preferido) y Los ojos de Judas. En Ica, región peruana, es muy común su uso para vallar áreas de cultivo, huertas, etc.
*** Extracto del «Vuelo de Los Cóndores» de Abraham Valdelomar, escritor nacido en Pisco, Perú.
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Chicha de bonito: Expresión en duda. La chicha es una bebida fermentada a partir de frutas o legumbres. Es muy popular en Perú y demás países andinos. El bonito, por su parte, es un tipo de pez que se emplea mucho para preparar en Perú, el ceviche. Chicha de bonito podría ser una sopa, un caldo, o un hervido a partir del bonito. (ebg)
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Quitasueños
- m. coloquial Aquello que produce un sentimiento de gran preocupación e intranquilidad. Adorno en el que unos fragmentos de vidrio sujetos a un aro de hierro producen ruido por el efecto del viento.
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Perú
Cuando los españoles llegaron a Perú les preguntaron a unos indios cómo le llamaban ellos al lugar donde estaban. Ellos respondieron: Viru (de la antigua cultura pre incaica, del río Viru, al norte del Perú). Los españoles entendieron Perú y de ahí quedó el nombre. También se dice que el nombre, los españoles lo tomaron de un cacique llamado Biru que gobernaba una región al sur de Panamá. (Wikipedia)
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Alharaca (Del ár. al-haraka, movimiento.)
- f.Demostración exagerada de un sentimiento. Ejemplo: a pesar de tantas alharacas, no me fío. También Aspaviento.
Alharaquero o alharaquiento: Persona que tiende a exagerar cualquier situación personal o externa.
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Panto de agua: No existe un significado explícito para esta expresión. Podría referirse a un chorro de agua, una pequeña cascada. (ebg).
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Apéndice necesario
El poema Tristitia de Abraham Valdelomar «encaja» fielmente en la corriente postmodernista que adoptó el autor a mitad de carrera literaria. Está escrito en forma de soneto y describe su infancia entre la serenidad y la tristeza.
Mi infancia que fue dulce, serena, triste y sola
se deslizó en la paz de una aldea lejana,
entre el manso rumor con que muere una ola
y el tañer doloroso de una vieja campana
Dábame el mar la nota de su melancolía,
el cielo la serena quietud de su belleza,
los besos de mi madre una dulce alegría
y la muerte del sol una vaga tristeza.
En la mañana azul, al despertar, sentía
el canto de las olas como una melodía
y luego el soplo denso, perfumado del mar,
y lo que él me dijera aún en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar…
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