Génesis, 3
Aquella mañana empezamos a ver las cosas más claras: la complejidad del universo, la evolución de los seres vivos, que sobre un punto de apoyo se podría levantar el mundo, que era la tierra la que giraba alrededor del sol y no al contrario y, sobre todo, intuimos que la existencia es un misterio indescifrable. No habían pasado ni dos horas cuando llegó el guardia con la carta de desahucio: el casero había conseguido echarnos a la calle. Nos vinimos a este lugar tan frío, tuvimos hijos. Del resto saben ustedes mucho más que nosotros. El caso es que aquella mañana, en el desayuno, habíamos compartido una manzana.
Comentario de “Génesis, 3”, por Miguel Díez R.
José María Merino, después de muchos años de caminar por la narrativa breve, es hoy el indiscutible maestro–patriarca –como autor y como teórico– del cuento hispánico, reconocido como tal por las más prestigiosas personalidades literarias en las dos orillas de nuestra lengua.
Por amistad y relación familiar, he estado muy cerca de su persona y de su creación literaria, y como viejo profesor de Lengua y Literatura, en aquellos años del BUP y del COU, siempre recordaré las lecturas y comentarios en clase de muchas de sus creaciones y, en particular, de dos cuentos, “El niño lobo del cine Mari” y “El desertor”, pertenecientes a su primera colección de relatos Cuentos del Reino Secreto (1982). Muchos miles de alumnos de aquellos ya lejanos tiempos conocieron y degustaron el primer cuento citado al haber tenido el acierto de incluirlo en mi Antología del cuento literario (1982), muy difundida en todo el territorio escolar nacional.
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Si todo buen cuento se caracteriza por la intensidad y concentración, cuando se trata de un excelente minicuento dichos requisitos pertenecen a la esencia misma de esta forma narrativa. Parafraseando al escritor portugués Gonçalo M. Tavares, se puede afirmar que si el autor reduce a 10 las 20 palabras de la frase o el párrafo que ha escrito, y así lo va haciendo sucesivamente en todo el texto, pero sin perder un ápice del sentido último de lo que quiere decir, está respetando al avispado lector que, como persona inteligente, imagina y construye su propio mundo. La lectura no consiste solo en leer un texto, sino en la necesidad de detenerse de cuando en cuando y dejar el libro en el regazo; ahí empieza realmente buena parte de la creación por parte del lector. Si el autor ha sido muy exhaustivo, prolijo, didáctico y explicativo, entonces el lector no tiene nada que hacer; todo le ha sido dado. Pero si el texto tiene una intensa profundidad no explicitada, que hace que el lector necesite levantar la cabeza y cerrar los ojos, quiere decir que este comienza a imaginar, a asociar a repensar…, a crear y entonces, solo entonces, sucede el milagro de la simbiosis entre la doble creación, la del autor y la del lector.
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El título suele ser muy importante en los minicuentos pues con frecuencia aporta una información imprescindible para su correcta interpretación, de tal manera que queda asumido al propio texto y forma parte del mismo.
Esto sucede en Génesis, 3, uno de los excelentes minicuentos de Merino cuyo título es de tal manera clave que sin él sería imposible una correcta interpretación. El autor realiza una original translación desmitificada del relato bíblico que, para su comprensión, exige la participación activa del lector.
El árbol bíblico del bien y del mal, situado en mitad del jardín del Edén y cuya fruta Dios Padre ha prohibido comer al hombre y a la mujer, es el árbol del conocimiento total o “el árbol de la sabiduría” como aparece nominado en el Libro de Enoc, libro que forma parte del canon de la Biblia de la Iglesia ortodoxa etíope, aunque no sea reconocido como canónico por las demás Iglesias cristianas. La razón de la prohibición divina era muy clara: al comer aquella fruta “el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros, pues tiene conocimiento del bien y del mal”.
“Aquella mañana empezamos a ver las cosas más claras”, así inicia Merino la narración actualizada y vulgarizada del solemne relato bíblico y con esas palabras quiere decir que ya tienen el conocimiento del bien y del mal (la sabiduría) con la que se les permite conocer los misterios del mundo, entre ellos el más indescifrable de todos, el de la existencia humana.
Pero el Señor Dios, para que el hombre no extendiera su mano y también tomase del fruto del otro árbol, el de la vida, y lo comiese y viviese para siempre, es decir, fuese inmortal como Él mismo, lo expulsó del Paraíso con el castigo de labrar la tierra inhóspita y comer el pan con el sudor de su frente hasta que volviese a la tierra, ya que polvo era y al polvo debería volver.
En el cuento de Merino el tono de la expulsión se ha rebajado a la más prosaica actualidad: el Dios bíblico es ahora el casero que desahucia a la pareja y los echa a la calle, un lugar frío y desolado donde tendrán hijos y vivirán todas las vicisitudes humanas que no necesitan de más explicaciones.
El relato culmina magistralmente con la última frase, al acentuar todavía más la reducción “a la baja” de aquel fruto del árbol del bien y del mal –que imaginamos brillante y dorado como aparece en tantos cuentos maravillosos–, convertido aquí en la vulgar y cotidiana manzana del desayuno de la pareja.
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Presento a continuación el texto canónico de la Biblia del que Merino hace una libérrima y original actualización en su minicuento.
EL RELATO BÍBLICO. (Génesis, 3)
La serpiente, el animal más astuto de cuantos el Señor Dios había creado, entabló conversación con la mujer:
–¿Así que Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del Jardín?
La mujer contestó a la serpiente:
–¡No! Podemos comer de todos los árboles, solamente nos ha prohibido comer, bajo pena de muerte, del árbol que está en medio del Jardín,
La serpiente replicó:
–¡Nada de pena de muerte! Lo que pasa es que sabe Dios que, en cuanto comáis de él, se os abrirán los ojos y seréis como Él, conocedores del bien y el mal.
Entonces la mujer cayó en la cuenta de que el árbol era apetitoso para comer, tenía muy buen aspecto y también era deseable para adquirir sabiduría. Tomó fruta del árbol, comió y se la alargó a su marido, que comió con ella.
Se les abrieron los ojos a los dos, y, al darse cuenta de que estaban desnudos, entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron.
Cuando oyeron al Señor Dios, que se paseaba por el jardín tomando el fresco, el hombre y su mujer se escondieron entre los árboles, para que el Señor Dios no los viera. Pero el Señor Dios llamó al hombre:
–¿Dónde estás?
Él contestó:
–Te oí en el jardín, pero me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí.
El Señor Dios le replicó:
–¿Quién te ha dicho que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol prohibido?
El hombre respondió:
–La mujer que me diste por compañera me alargó el fruto y comí.
El Señor Dios dijo a la mujer:
–¿Qué has hecho?
Ella respondió:
–La serpiente me engañó y comí.
El Señor Dios dijo a la serpiente:
–Por haber hecho eso, maldita seas entre todos los animales domésticos y todas las fieras salvajes; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo: él herirá tu cabeza cuando tú hieras su talón.
A la mujer le dijo:
–Mucho te haré sufrir en tu embarazo, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará.
Al hombre le dijo:
–Porque le hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol prohibido, maldito el suelo por tu culpa; comerás de él con fatiga mientras vivas; brotarán para ti cardos y espinas, y comerás hierba del campo. Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron, pues eres polvo y al polvo volverás.
El hombre llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven y el Señor Dios preparó túnicas de piel para el hombre y su mujer, y los vistió.
Y el Señor Dios se dijo:
–El hombre ha llegado a ser como uno de nosotros, pues tiene conocimiento del bien y del mal. No vaya a ser que extienda su mano y también tome del fruto del árbol de la vida, y lo coma y viva para siempre
Y el Señor Dios lo expulsó del paraíso para que labrase la tierra de donde lo había sacado. Echó al hombre, y a oriente del parque de Edén colocó a los querubines y una espada llameante que oscilaba, para cerrar el camino que llevaba al árbol de la vida.
Miguel Díez R.
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