Como muchos poetas, Carlos Pezoa Véliz (chileno) llevó una vida de sobresalto y murió muy joven. De este modo su existencia no escapa a la regla. ¿Cuál es esta regla? Pobre y desprotegido; pobre y frágil; pobre y desgraciado. Ignorado y casi menospreciado en su tiempo. Dificultades para vivir y dificultades para editar. Agreguemos otros aspectos: Padres que lo abandonan; diversos oficios; cuartos en pensiones de mala muerte y hasta un accidente que casi la cuesta la vida. Luego el hospital, el dolor propio, la soledad en salas y pabellones, los rostros de los que iban a morir…
E.B.G
MODERNISTAS 6. Pezoa Véliz, más pobre que una lágrima de hambre
Por Ernesto Bustos Garrido
Como muchos poetas, Carlos Pezoa Véliz (chileno) llevó una vida de sobresalto y murió muy joven. De este modo su existencia no escapa a la regla. ¿Cuál es esta regla? Pobre y desprotegido; pobre y frágil; pobre y desgraciado. Ignorado y casi menospreciado en su tiempo. Dificultades para vivir y dificultades para editar. Agreguemos otros aspectos: Padres que lo abandonan; diversos oficios; cuartos en pensiones de mala muerte y hasta un accidente que casi la cuesta la vida. Luego el hospital, el dolor propio, la soledad en salas y pabellones, los rostros de los que iban a morir…
O sea una existencia para que un Zola o un Flaubert hubieran escrito una novela memorable.
Pero antes de proseguir, digamos que Pezoa Véliz es quizá el poeta modernista más auténtico, más icónico del movimiento liderado por Rubén Darío entre los chilenos.
Demos algunas fechas y detalles para una mejor comprensión de su rol en esta forma o estilo de poesía.
Carlos Pezoa Véliz no se llamaba de esta forma. Cuando en 1879 nace es tenido por Carlos Enrique Moyano Jaña. Su madre es una sufrida costurera que se involucra con un acomodado comerciante español cuyo nombre de pila se desconoce. El padre hace lo que hizo y luego se desentiende de todo. Elvira, la madre, se ve obligada a ponerlo en adopción. La familia compuesta por José María Pezoa y Emericia Véliz le da sus apellidos y se hacen cargo de él. Son de avanzada edad, ambos.
No obstante el escritor Raúl Silva Castro (escritor, periodista, miembro de la Academia de la Lengua de Chile) pone en duda este episodio y dice tener antecedentes de que en realidad el niño es hijo ilegítimo (así se decía por esos días cuando una criatura nacía fuera del matrimonio) de don José María. Su esposa se debe resignar a tal desliz y termina acogiéndolo en su seno. ¡Suerte para el pequeño! Aunque no tanto, porque su infancia está llena de carencias. Sus padres adoptivos no están capacitados para su formación y entonces el niño, carente de afectos y disciplina, vaga por las calles, vestido con andrajos. Se cubre los pies desnudos con hojas de papel de diario y duerme en distintas casas ajenas. Con sólo catorce años se enrola en el Ejército, pero dura poco por “incompetencia y fragilidad”.
Luego viene una existencia de lástima, donde apenas sobrevive ganando unos cuantos “cinco y dieces”, entregando salpicadas colaboraciones en diarios y revistas de escasa cobertura. En 1900 entra en la nómina del diario El Chileno –el más popular de la época– donde le publican sus cuentos. Utiliza varios seudónimos, como Juan Bío Bío, de preferencia, y otros como Juan Pereza, Pedro Gringoire, Juan Chambergo, Véliz Nilis, Juan Cachimba, El Acriminao y Morucho. Su nombre empieza a ser conocido.
El año 1902 se traslada a Valparaíso, donde ejerce un periodismo de pasquín y bajos fondos. Como contrapeso trabaja en lo suyo a la luz de los influjos del modernismo rupturista, cercano a Zola, a Baudelaire, y poniendo sus pisadas sobre las de Rubén Darío, Edgar Allan Poe, Gutiérrez Nájera, Gustado Adolfo Becquer, Daudet y Byron, junto al monumental Tolstoi y Máximo Gorki.
El centro de operaciones es un bar-cantina de ese puerto conocida como “El Chino Antonio”, donde te matan por mirar feo. Permanece en las mesas hasta que los garzones barren los corchos. Sale a la intemperie, aborda un tranvía y se pone a dormir. Al fin del recorrido vuelve a pagar su boleto para continuar en una nueva vuelta con sus sueños y pobrezas.
Su poema «Bohemios» habla de esos momentos
Te encontré esta noche
ebrios de recuerdos,
somos dos amigos
bebamos, charlemos.
Soy Carlos, me dices,
respondo, ya te conocía,
pues leo tus versos
que sí; es poesía,
siempre tan hermosa,
antes como hoy día,
deba ser que tienen tanto
de tu vida.
¡Qué bueno! Respondes,
los hombres no cambian,
alegres o graves siempre soñadores,
buscan una amante, toda su alegría
su cuerpo y pasiones.
Locos y bohemios
embriagados en ellas,
jugándose enteros en una ilusión
ardiente y quimera.
Qué grandes recuerdos
los llevo por siempre
aunque ya no viva.
Traiga el vino su delirio de pasión,
que las risas carmasí
besen nuestras copas ,
ésta es noche para nuestros sueños
habiendo una niña
no existe hombre cuerdo.
Brindemos por ninfas-placer-fantasía
amor de un instante
que pronto se olvida,
es lo más hermoso
alegrando noches;
que se hacen días.
En 1905 viaja como enviado especial al norte de Chile donde conoce de primera mano los sufrimientos y los anhelos de los obreros del salitre, la forma en que son explotados. Su pensamiento se aproxima al anarquismo muy en boga en esas tierras. Su experiencia en dicho ambiente se plasma en un cuento, «El taita de la oficina» (*), pleno de denuncia y rebeldía.
Y ahora un capítulo crucial en su corta existencia….. Es el 16 de agosto de 1906… Valparaíso… Llueve en torrentes y la tierra tiembla. Es un terremoto. Las casas y edificios se derrumban como palitos de fósforos. Carlos ve como su cuarto en una pensión de la conocida calle Viana de Viña del Mar, se desarma. Los muros le caen encima, queda atrapado entre los escombros; tiene las piernas quebradas. Una adolescente, de nombre Isabel Dagnino, lo encuentra y ayuda en el rescate. De ahí al Hospital Alemán de Valparaíso, en riesgo vital, donde pasa una larga temporada. Para él es como una prisión, tal como lo cuenta en su famoso poema «Tarde en el hospital».
Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve…
Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.
Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve…
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.
Ahora el desenlace está cerca. A poco de abandonar el hospital le sobrevienen los síntomas de una apendicitis. Es intervenido de urgencia, pero la herida no cierra bien. Es trasladado a Santiago, donde ingresa al hospital San Vicente de Paúl. Lo examinan y los médicos le diagnostican tuberculosis peritonial. Es su sentencia de muerte. Esta llega el 21 de abril de 1908 a eso de las nueve. Tenía solo 29 años.
En el Diario Ilustrado se le dedica el día de su entierro un párrafo escueto y salvaje…
Dice: «Hoy sus íntimos llevarán su cadáver al cementerio. Mañana nadie se acordará de él…».
El Taita de la oficina, de Carlos Pezoa Véliz (fragmento)
(…)
Le llamaban «El Guapo» por mal nombre; más tarde le decían el «¡Ves qué niño! «. Después el «Mala cara» y hoy «El taita de la oficina». El verdadero nombre suyo no lo recuerda, ni hace falta…
«Las había echado» al norte por unos cuantos meses no más: quería juntar unos cobrecitos, comprar un «peaso e tierra pa’ tener en qué caerse muerto» y llevar donde el cura de Nancagua a la morena colorá que palabrió en la trilla de don Bacho Reyes…
– Por unos cuantos meses no más…
Anduvo corto en el cálculo, porque hace ya cuarenta años que no ve a la morena colorá ni al rancho de Nancagua donde vio transcurrir plácidamente los olvidados días de su infancia. Las greñas de sus bigotes hirsutos parecen agriar su formidable mirada de barretero bravío, cuando con los ojos amoratados se pone a recordar su perdida felicidad.
–¡Güen dar que hei’ sío desgraciao!
Cien veces ha tenido el dinero para volver al sur. Una vez fue el «tacuaco» Juan Mella que lo llevó a los «salones de niñas» en Taltal. Remolieron una semana con harpa y guitarra; «se cayeron» los 1.500 pesos de ahorro al cajón del burdel y se acabó tóo…
–La copa, patroncito: esa es mi perdición de siempre… Mire; una vez bajé en la expedición a Caracoles con don Pedro Díaz Gana, trayendo no menos que 3.000 pesos, en metales míos. Cuando me entregaron los billetes en que lo vendí, agarré una rasca que me duró pa’ un mes justo. Me templé con la famosa «Huifa», apuñalié a un pirquinero y me arranqué pa’ Bolivia. Ahí estaba cuando empezaron las primeras diferencias sobre la cuestión del salitre.
Y así habían pasado cuarenta años para «el taita de la oficina». De Calama a Uyuni, de Uyuni a Chuquicamata, de Chuquicamata a Sierra Gorda, de Sierra Gorda a Caracoles, de Caracoles a Antofagasta, de Antofagasta a Taltal y de Taltal a Lautaro. Ahí estaba ahora como último trabajador de la oficina.
–Eso sí, por la maire, que me quea el consuelo de haber sío el numeruno, entre los entallaos de Taltal.
Encantador a veces, solía hablar con cariño de esas salitreras que ya le conocían. Para él no había como eso de «tirar costras» y «morder polvo» a pampa rasa, «encalillao», con una barreta de dos metros, o con la cuña en un trozo, «metía hasta el contre».
Su chiste era feroz como una cuchillada, no faltándole jamás el donaire para sostener que en la vida no hay más que comer, dormir y «colgar».
El hambre era para él una tonada en las taipas, la mujer, una chancadora de chauchas, el amor una rasca sin vino, la cerveza el «dominus obisco», el matrimonio un sermón de las tres horas, el trago un compañero, y la vida una payasá…
Conocía al dedillo todas las labores salitreras. Peregrino de un viaje sin posible término había disparado un cachorro en Santa Luisa, se había hecho ripiar en Ballena y había toma’o junto con el patrón Daniel Oliva, cuando en la oficina Atacama les toreaba los cobres de pago con damajuanas de chicha…
Le toleraban los patrones porque, en cierto modo, era el depositario de las tradiciones pampinas.
–¡Déjenlo a ese diablo!
«Ese diablo» era de los expedicionarios caracolinos, como que junto con Méndez y Porra, recordaba haber dormido a plena pampa del litoral, echado muellemente sobre las espaldas y «abrigándose con la barriga».
«Ese diablo» era capaz de «volver loca una calichera», hasta extraerle de las salinosas entrañas «un mes de tomateras abajo», es decir, en las casas alegres del puerto más próximo a la oficina… No recuerda haber tenido más amigos de duradera compañía que el reflexivo «Pituco», un pobrecillo choco de ojos tristes, concentrado en su amor al taita de la oficina, inseparable compañero de todas las penurias que él había pasado de desierto en desierto.
Todo se había quedao atrás. Peiro Carvajal, aquel toro de puños famosos, murió quemao en los cachuchos de la oficina Germania; Juan Garcés, en la cárcel: aquel pampino llegado del sur, marinero del 79, salteador años después… Pancho Molina, el «Cuchillo taimado», también ya estaba muerto; lo asesinaron los indios de Pachacamata, por enamorado…
Recuerda él los tiempos en que bajaba de la pampa con los amigos.
–¿Onde vay, hombre?
–Pa’ Taltal, pues.
Lo decía ruidosamente, con aquella facha del que lleva trescientos o más pesos «pa’ darse gusto…”
No era lo mismo cuando volvía al trabajo, «en la mala» ya; sin amigos ni dinero. La voz era triste, con aquella melancolía feroz del que ha perdido el esfuerzo de una vida, el producto de su brazo incansable, ofrecido en el más tremendo desafío a las vicisitudes del vivir.
Nunca ya sus ojos nostálgicos volverán a ver el rancho de «Hacienda» o el arrabal de la aldea nativa (Nancagua). Sus hermanos habrán muerto ha muchos años; los hijos de ellos, apenas si tendrán noticias de que hay un tío muy viejo, del cual sólo saben el carácter aventurero que lo condujo «al Norte», para no volver más…
Cuento de Carlos Pezoa Véliz: Nada
–Era un pobre diablo que siempre venía cerca de un gran pueblo donde yo vivía; joven, rubio y flaco, sucio y mal vestido, siempre cabizbajo… Tal vez un perdido! Un día de invierno lo encontraron muerto, dentro de un arroyo próximo a mi huerto, varios cazadores que con sus lebreles catando marchaban… Entre sus papeles no encontraron nada… Los jueces de turno hicieron preguntas al guardián nocturno: éste no sabía nada del extinto; ni el vecino Pérez, ni el vecino Pinto. Una chica dijo que sería un loco o algún vagabundo que comía poco, y un chusco que oía las conversaciones se tentó de risa… ¡Vaya, unos simplones! Una paletada le echó el panteonero; luego lió un cigarro, se caló el sombrero y emprendió la vuelta…! Tras la paletada, nadie dijo nada, nadie dijo nada!
***
Cuento de Carlos Pezoa Véliz: Semana Santa
Un óvalo de carne rosada, con dos ojos de una tristeza encantadora, era lo único que se veía de aquella joven pensativa, que apagaba toda la luz de su belleza entre las sombras de su manto, negro como una aglomeracion de tinieblas.
Sus dedos largos, como lirios de carne: sostenian un libro de oraciones, sobre una de cuyas páginas veíase un Cristo de barba negra y ojos claros, intensamente tristes, subiendo las abruptosidades del Calvario, floreado de llagas, con 1os cabellos sudorosos y lacios y la enorme cruz sobre el cansancio de sus espaldas encorvadas.
Los últimos rayos de un sol de verano penetraban por una ventana de vidrios rojos e iban a poner en la escena del libro como hilos de sangre.
A la claridad sangrienta de esa luz veíanse 1os ojos del Cristo, lacrimosos y hundidos en las ahuecadas cuencas, llenos de fatigas y sombras, como 1os ojos de un enfermo.
Linda prisionera, aquella esplendidez escapada de las alegrías mundanas tenía las muñecas aprisionadas por un rosario de marfil que se envolvía en ellas a modo de esposas.
¿Era una pecadora?
Sus labios tentadores que harían temblar la infalibilidad de Dios; pecadora que lleva el arrepentimiento en el alma y el pecado en 1os ojos; pecadora que lleva la oración en 1os labios y la tentación en sus formas, aquella mujer estaba ahí reparando en la sombra las encantadoras culpas de sus veinte años.
Arriba, las campanas arrojaban sus melancolías sobre las calles silenciosas y solemnes, con esa solemnidad de las tardes en el centro, a la hora en que los obreros y empleados están en sus hogares del arrabal.
Un grupo de palomas esperaban la caída de la sombra para dormirse sobre las ventanillas del altar mayor y en un angulo obscuro brillaban dos bujías agonizantes como pupilas melancólicas de tísico.
Recogimiento.
Las naves inundadas de penumbras parecían solemnizar con su silencio de abismo la confesión de esas jóvenes que contaban sus locuras íntimas a un sacerdote anciano, enflaquecido por las penitencias y extenuado por la vida del claustro.
¿Qué decían aquellos labios que bañaban la rejilla del confesionario de alientos cálidos, de perfumes abrasadores y violentos?
Sueños de amor en las noches de estío, a esa hora en que surgen los deseos como repiqueteo de chispas en los incendios de la sangre; la cita con el amado, la caricia inconsciente sentida por estremecimientos de la carne y extraños arrebatamientos; el beso de amor fuera de la tierra, allá arriba, en el país de los sueños, donde se habla con la caricia y se besa con el alma; el deseo persistente, implacable, mordiendo los senos, cosquilleando los sentidos, y poblando la imaginación calenturienta de escenas nocturnas a plena luna; noches de novios, interminables y locas, llenas de perfumes, flores, músicas y sueños.
Todo esto dicho con voz tímida, trémula por el rubor, en un delicioso atoramiento de palabras, ahí en las barbas de ese anciano arrancado a las cosas mundanas, en contra de las brutales fuerzas de la naturaleza.
–¿Y nada más, hija?
–Sí, padre. Una noche de baile en casa de un tío…
Y seguía el cuchicheo, ahí en la sombra, abrasador de misterio y de no se qué cosa extraña que habla brutalmente en el silencio, el alba y la noche, la primavera y el invierno, el calor y el frío, la locura y el juicio, la carne y el alma…
*** Antología Carlos Pezoa Véliz. Selección, prólogo y notas de Nicomedes Guzmán. Editorial Zig Zag. Año 1957 Pág. 122
Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios; también en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, fundamentalmente en el diario La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta fue Secretario de Prensa del Presidente Eduardo Frei Montalva. En los setenta, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta, quizá tardíamente, transformarse en escritor.
Última actualización el 2023-12-09 / Enlaces de afiliados / Imágenes de la API para Afiliados