Nicolás Jarque Alegre lleva mucho tiempo consagrado al difícil género del microrrelato. Ganador de numerosos concursos de microrrelatos y colaborador habitual en diversas publicaciones de relatos cortos, ha publicado recientemente su primer libro, Las miradas miopes, publicado en la editorial Enkuadres.
Hoy os ofrezco tres de esos microrrelatos: “Toques de atención”, “Infelicidad” y “En el punto de mira”. Los tres cuentos están ordenador de menor a mayor extensión.
TOQUES DE ATENCIÓN
Es lícito que no duden de su palabra cuando defiende que no me vio al lanzar el agua sucia desde su balcón, incluso que fuese un descuido la caída de restos de comida sobre mi sombrero. También puedo perdonar el accidente de sus macetas —por suerte hasta la fecha no me golpeó ninguna— cada vez que transitó por debajo de su casa o los insultos camuflados en las canciones de su Ipad. Pero lo que no admito, bajo ningún concepto, es su inocencia cuando explica que su piano de cola se le resbaló por la ventana.
INFELICIDAD
Aguardaba el autobús debajo de una marquesina, cuando dos ancianos empezaron a reprocharse. La mujer no soportaba de su marido que dejase la pasta dentífrica fuera de su cubilete, que fuese tan despistado con las tareas domésticas ni sus cigarros a escondidas; el hombre le replicaba el exceso de sal en las comidas y el control férreo que sometía a todos sus actos. Entonces, recordé las disputas constantes de mis padres, la impotencia que sentía por asistir al intercambio de improperios y el miedo a que la familia se resquebrajase en cualquier momento. Por eso, al llegar a casa, le pregunté a Olga: «¿Me seguirás recriminando mi impuntualidad, que deje los platos sucios de la cena para el día siguiente o los domingos de sofá?». ¿«Sí, por supuesto», me contestó con sinceridad y, por evitar que alguien en el futuro —quizás unos hijos— padeciesen nuestra infelicidad, recogí mis cosas y me marché.
EN EL PUNTO DE MIRA
Recibí la fotografía. Un hombre con gafas de pasta negra, corriendo, un donnadie. En el dorso de la instantánea, el encargo de Morgan: ¡Mátalo! Desde entonces empecé a seguirlo, a vivir su vida. A las 7 h de la mañana compraba una chapata de pan en la panadería de su barrio. A las 8 h ya estaba delante del ordenador con sus facturas impagadas, sus balances descuadrados y sus recibos en B, así hasta las 15 horas cuando dejaba aparcada su existencia contable. Su ocio lo repartía muy bien. Los lunes y los jueves practicaba yoga. Los martes aprendía arameo. Los miércoles se citaba en un apartamento del centro con la mujer de su mejor amigo. ¿El que había encargado su muerte? Los viernes escribía en un taller de poesía y los sábados y domingos perdía el tiempo en vaguedades de un hombre de treinta y muchos. Visto así, un trabajo sencillo. Bastaba con simular un atraco violento, un atropello en un paso de peatones; abordarlo en un callejón oscuro; propinarle un empujón en el puente de los Suicidas. Pero el tema se complicó cuando descubrí en que invertía las noches. El tipo es voluntario de infinidad de ONG´s. Colabora con Cruz Roja, Caritas, Payasos sin Fronteras, ACNUR y, sobre todo, lee cuentos a niños enfermos de leucemia en el Hospital de San Juan de Dios, el antiguo orfelinato que conozco tan bien. Por eso, en cuanto lo tuve a tiro, me acerqué a él sigilosamente y, sin mirarle a los ojos, le apunté con el dedo para entregarle los 20000 euros que había recibido por liquidarlo. Hoy soy yo el que está en el punto de mira.
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