Cuento escondido de Juan Villoro: Confianza

Juan Villoro, mexicano nacido en 1956, es más periodista que escritor, y él lo acepta. Lo acepta porque no ve un choque o una disputa entre estos dos oficios. Se complementan, dice. De hecho, no habría sido periodista si no hubiese llevado en la sangre el afán de narrar historias.

Es autor de una valiosa colección de crónicas, reportajes y artículos. Ha escrito sobre rock, cine, sobre fútbol (es hincha del Necaxa y del Barcelona) y también sobre los narcos. A raíz de esto, se anda con cuidado. Por suerte aun no le ha «tocado bailar con la fea».

Es hijo de un catalán y de una sicoanalista yucateca. Estudió en el Colegio Alemán de México y más tarde fue a la universidad, a la UNAM, concretamente, a por el título de sociólogo. En 1976 se interesó por la literatura e hizo cursos en distintas instituciones afines.

En 1991 sacó su primera novela, El disparo de argón , que fue un éxito importante. Luego se hizo acreedor a otras distinciones escribiendo cuentos para niños. En el año 2004 apareció El testigo , con la cual obtuvo el Premio Herralde, otorgado por la Editorial Anagrama.

Vive entre México y España, enseña literatura en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y escribe en el suplemento cultural Babelia del diario El País. También en el diario El Mercurio de Santiago de Chile y en blog bogotado «El Malpensante».

A Villoro, más allá de sus dotes para la crónica y el reportaje, le acomoda el cuento. «Madonna de Guadalupe» es uno de sus caballitos de batalla.  Aquí mostramos un texto que es parte de un cuento largo titulado «Confianza». Su forma es la de un «cuento oculto», dentro de un cuerpo mayor.

Ojalá les guste.


cuentosErnesto Bustos Garrido (Santiago de Chile), periodista, se formó en la Universidad de Chile. Al egreso fue profesor en esa casa de estudios; también en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, televisión y radio, fundamentalmente en el diario La Tercera de la Hora como jefe de Crónica y editor jefe de Deportes. Fue director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. En los sesenta fue Secretario de Prensa del Presidente Eduardo Frei Montalva. En los setenta, asesor de comunicaciones de la Rectoría de la U. de Chile, y gerente de Relaciones Públicas de Ferrocarriles del Estado. En los ochenta fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar. Desde fines de los noventa intenta, quizá tardíamente, transformarse en escritor.


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Pies en un vuelo a Aguascalientes, un cuento oculto de Juan Villoro

Nunca antes me había cautivado un pie, al menos no de ese modo. Me acomodé en el asiento del avión, bajé la vista y sentí, de manera intensa e inconfundible, que los dedos bajo la trabilla de una sandalia reclamaban mi atención. Un pie leve, delicado. Mi excitación me sorprendió por varias razones: eran las seis de la mañana y la realidad se deslizaba ante mí como una deficiente película mexicana; estaba en el estrecho asiento de un avión (mido 1.94 y muy seguido me duele la espalda); no había visto la cara ni el resto del cuerpo de la mujer, y lo más importante y difícil de confesar: no me excito con facilidad.

Algo sucedió con ese pie. Me hizo sentir vivo de manera incómoda. Saqué la carpeta que debía revisar y me refugié en sus gráficas.

–Eres Boby, ¿verdad? –dijo la mujer de al lado.

No se refería a mí, sino al otro pasajero, que iba junto a la ventana.

¿Marcela? –dijo él.

–Soy Marta. Nos vimos hace siglos. Tenías fibromialgia.

–¡Dieciocho dolores distintos! Fue mi época más versátil. En cambio a ti no te dolía nada. Eras una chulada. Bueno, sigues monísima. Ya te casaste, ¿no?

El entusiasmo con que conversaron me permitió espiar sin que ellos advirtieran mi curiosidad. Me encontraba junto a una chica agradable sin ser excepcional. Me dedico a la estadística; la media se encuentra entre posibilidades oponentes: Marta representaba esa aporía que es lo “normal”. Pero el pie cambiaba la ecuación; era el sobrante, el punto de inflexión, el extra que cargaba el cuerpo al lado de la sensualidad. Me molestó estar tan caliente. Me molestó porque no soy así. Envidio a los amigos que hablan con belicoso apremio de las mujeres que codician. Es posible que sean tan pasivos como yo, pero poseen un envidiable ardor verbal. Amo a Francisca, la mujer con la que me casé hace catorce años. Amo que esté conmigo (iba a escribir “que se conforme conmigo”, pero ésta no es una confesión patética sino complicada). A pesar de su nombre, Francisca no se parece a las mujeres que hacen colectas para el Ejército de Salvación; su rostro no está marcado por un lunar grueso o la viruela de internado; sus pechos no son modestos. En el plano erótico, siempre estaré en falta con ella. Me atrae lo suficiente para buscarla un par de veces más de las que aconseja mi espontaneidad y ella me quiere lo suficiente para prescindir de algunas cópulas, sin que eso la afecte, o sin que me lo haga saber, o sin que le moleste masturbarse esos días.

Me dirigía a Aguascalientes a visitar el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Información. Un dato llegó a mi mente: el 73% de los hombres de clase media que viven en centros urbanos dedica sus lapsos de distracción a imaginar mujeres desnudas. Los demás se dividen en subcategorías. Yo pertenezco al 3% de los varones heterosexuales que prefiere hacer listas de razas de perros.

 La mujer se trenzó en una rápida conversación con el amigo al que llevaba años sin ver. Boby era un maquillista amanerado, de lengua rápida y preguntas de doble sentido. Quiso saber si Marta estaba “bien atendida” por su marido.

–Me consiente mucho. Es muy detallista.

–¿Es detallista en la cama?

–Es tierno –precisó Marta.

–Ah –se decepcionó Boby.

Seguí revisando hojas sobre coeficientes de variación. Me servían de parapeto para el diálogo que prosperaba junto a mí. Marta llevaba dos años casada, admiraba la capacidad de trabajo de su marido, tenía una casa preciosa, una camioneta “del tamaño de un cuarto de azotea” y un perro alaska. Era feliz. Nos trajeron Coca-Cola y cacahuates. Boby habló de las actrices insoportables que había maquillado y de la casita que construía cerca de Pie de la Cuesta. Esclavo de la conversación ajena, bajé la mirada y vi esos dedos magníficos: mi pie, mi cuesta.

La mujer me atraía de un modo fragmentario, en mitad del cielo, mientras comía cacahuates. Una circunstancia absurda y deliciosa. Boby iba a Aguascalientes para los conciertos de un grupo “de genios totales”: Banana Split. Temí que se detuviera en el tema; por suerte, cedió la palabra a Marta. Después de describir su vida idílica, incluyendo la recámara decorada con nubes y borreguitos para un bebé todavía futuro, ella guardó silencio. Supongo que Boby aprovechó el paréntesis para verla a los ojos. Luego dijo:

–Hay un problema, ¿verdad?

–Sí.

–¿Qué pasa? –quiso saber el maquillista.

–No sale de la computadora.

–¿La trata mejor que a ti?

–No es eso: es lo que mira.

–¿Qué cosas mira tu marido?

–Pornografía, solo pornografía.

Otra estadística: el 86.2% de los hombres casados ve pornografía. La plática era común. En ese momento descubrí una ramita en el ojal de mi saco. Había triturado una maceta al salir de mi casa. Francisca estaciona su coche demasiado cerca del mío. Debo hacer maniobras complicadas para abandonar la cochera. Era la cuarta maceta que aplastaba con el coche. Las tres primeras me gustaron; escuché el crujir de la cerámica y sentí una fuerza extraña. La cuarta me preocupó: me estaba convirtiendo en un maniático que quiebra una maceta cada vez que sale con prisa de su casa. En el estacionamiento del aeropuerto revisé el coche. Una planta se había enredado en una rueda. Me costó trabajo desprenderla. Despedía un olor amargo, un olor que me recordó la tarde en que fuimos a comprar plantas a Xochimilco.

Francisca regresó feliz a la casa, pero algo olía raro. Olfateamos hasta encontrar una planta de hojas dentadas, suaves, cubiertas de una felpa blancuzca, hermosas y pestilentes. Decidimos ponerla en la cochera. No sabíamos cómo se llamaba, pero pensé en ella como “la Francisca”. La comparación es injusta porque ella huele de maravilla. Pero es un nombre excelente para una planta. La ramita que encontré en mis ropas no despedía olor alguno.

Estaba a punto de concentrarme en mis papeles cuando Boby comentó:

–Y eso te afecta, ¿verdad? Te afecta que vea mujeres por computadora, porque supongo que son mujeres, ¿no?

–Sí –suspiró ella.

–¿Tu marido te toca?

Me gustó que hablaran del “marido”. Un fantasma sin nombre propio.

–No, no me toca –el tono de Marta se volvió grave–: nunca lo hace.

–¿Y él te gusta? –quiso saber Boby.

–Me encanta, lo adoro, pero no me toca. Ve pornografía – y la voz parecía a punto de quebrarse.

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