La mayoría de sus cuentos son realistas y cuando aparece lo fantástico adopta con frecuencia en nuestra escritora una peculiar característica y es que introduce los elementos fantásticos o sobrenaturales en situaciones totalmente reales. Este es el caso del cuento que nos ocupa, “Tiempo de ánimas”, en el que el realismo de toda la narración se quiebra en un momento determinado y de una manera ambigua que parece ofrecer una explicación realista y otra sobrenatural, es decir, un margen de incertidumbre entre el misterio y su explicación racional para que, en definitiva, sea el lector el que escoja una de las dos.
M.D.R
Tiempo de ánimas, un cuento de Emilia Pardo Bazán
(España, 1851-1921)
No cuento ni conseja, sino historia.
La costa de L*** es temible para los navegantes. No hay abra, no hay ensenada en que puedan guarecerse. Ásperos acantilados, fieros escollos, traidoras sirtes, bajíos que apenas cubre el agua, es cuanto allí encuentran los buques si tuercen poco o mucho el derrotero. Y no bien se acerca diciembre y las tempestades del equinoccio, retrasadas, se desatan furiosas, no pasa día en que aquellas salvajes playas no se vean sembradas de mil despojos de naufragio.
Favorable para la caza la estación en que el otoño cede el paso al invierno, con frecuencia la pasábamos en L***, y más de una vez sucedió que Simón Monje –alias el Tío Gaviota– nos trajese a vender barricas de coñac o cajas de botellas pescadas por él sin anzuelo ni redes. El apodo de Simón dice bien claro a qué oficio se dedicaba desde tiempo inmemorial el viejo ribereño.
Las gaviotas, como todos saben, no abaten el vuelo sobre la playa sino al acercarse la tormenta y alborotarse el mar. Cuando la bandada de gaviotas se para graznando cavernosamente y se ven sobre la arena húmeda millares de huellas de patitas que forman complicado arabesco, ya pueden los marineros encomendarse a la Virgen, cuya ermita domina el cabo: mal tiempo seguro. A la primera racha huracanada, al primer bandazo que azota el velamen de la lancha sardinera, Simón Monje salía de su casa, y así que la mar se atufaba por lo serio en las largas noches del mes de Difuntos, solía verse vagar por los escollos una lucecica. El farol de Gaviota, que pescaba.
No era bien visto en la aldea Simón. Al fin y a la postre, mientras los demás se rompían el cuerpo destripando terrones o exponían la vida saliendo a la costera del múgil, él, en unos cuantos días revueltos, garfiñaba, sabe Dios cómo, lo suficiente para prestar onzas a rédito y pasar descansadamente el año. Además, el aspecto de Gaviota confieso que también a mí me parecía antipático y una miaja siniestro… Cara amarilla, nariz ganchuda, barba saliente que con la nariz se juntaba, mirar torvo y receloso, párpados amoratados, greñas color ceniza, componían una cabeza repulsiva, aunque con rasgos inteligentes. Sin embargo, aparte de su equívoca profesión de pescador de despojos, no daba Simón pretexto a las murmuraciones de la aldea. Puntual en el pago del canon de la renta de su vivienda, foro nuestro, servicial y respetuoso con los señores, moro de paz con sus iguales, demostraba además una devoción extraordinaria, desviviéndose por el culto de la Virgen de la ermita. Gracias a Simón, la lámpara no se apagaba nunca, sobraba la cera y dos veces al año se celebraba en el santuario función solemne costeada por el viejo. Una de las funciones se verificaba invariablemente durante el mes de Ánimas y en sufragio de las almas de los náufragos cuyos restos escupía a veces el oleaje contra los escollos o sobre el playal. Y esta misa de Difuntos la oía Gaviota postrado, la faz contra el suelo, barriendo el piso con las canas, repitiendo por centésima vez la súplica de perdón de su horrendo pecado que no se resolvía a confesar, pues el que se confiesa ha de restituir, y si él restituyese tendrá que despojarse de su oro, y su oro lo tenía aún más adentro en el corazón que el remordimiento y que el temor de la divina Justicia…
En la estación veraniega, mientras el mar luce sonrisa de azur, mientras el arenal es de oro, las olas fosforecen de noche y las algas flotan suavemente bajo el cristal del agua nítida, Gaviota olvida a ratos la historia terrible y disfruta en paz sus ganancias. Lo malo es que llega octubre, que el celaje se espesa en cúmulos de plomo, que gimen y rugen el viento y la resaca, y que la bruma, al desgarrar sus densos tules en los picos de los peñascos, finge fantasmas envueltos en sudarios blanquecinos… Y viene el mes de los muertos, el mes en que el otro mundo se pone en relación con nosotros, el mes en que la atmósfera se puebla de espíritus invisibles, en que un vaho de lágrimas, ascendiendo del Purgatorio, humedece el aire…, y entonces Gaviota, a cada viaje a la playa en busca de botín, siente el terror helarle más la sangre en las venas, y sus dedos, que un día se ciñeron al pescuezo de un hombre vivo aún para acabar de asfixiarle y quitarle a mansalva el cinto pletórico de monedas, se crispan y se fijan paralizados, como si ya los agarrotase la agonía. «Confesarse, restituir», sugiere la conciencia; pero el instinto repite: «Adquirir, adquirir más», y afianzando el farolillo, dejando que la áspera brisa seque el sudor del miedo en las sienes, allá va Gaviota entre las tinieblas a espigar lo que lanzan los abismos…
Bien se acuerdan en la parroquia de L***; el último merodeo de Simón fue la noche de Difuntos del año pasado. Aunque pudiesen olvidar lo que a Gaviota sucedió no olvidarían la tempestad tan horrible que se llevó el campanario de la ermita y arrancó de cuajo muchos pinos del pinar que la rodea. Frenético, delirante, el Océano quería tragarse la orilla; el trueno asordaba, el rayo cegaba y el empuje del vendaval parecía estremecer las rocas hasta sus profundas bases, alzando montañas líquidas que empezaban por ser una línea gris en el horizonte; luego, un monstruo de enormes fauces y cabellera blanquísima, galopando hacia tierra como para devorarla. Ninguna barca salió a la mar; las mujeres acudieron al santuario a pedir por los que en ella anduviesen, y como si la Virgen hubiese extendido la mano, al anochecer se quedó el viento y se adormecieron las olas. A poco, si los de la aldea no se hubiesen encerrado en sus casuchas, podrían ver la luz del farolillo de Gaviota oscilando entre las tinieblas por lo más escabroso de la orilla.
Al pie de los bajos que llamaremos de Corveira fijóse la vagarosa luz. Simón la había dejado en el hueco de una peña y registraba el playazo. Conocía perfectamente los sitios adonde las corrientes traen la presa, y tanto los conocía, que cabalmente había sido «allí»… Los dientes de Simón castañeteaban: ¡aquella noche de noviembre pertenecía a los muertos! Saltando de charco en charco y de escollo en escollo, dirigióse a un recodo del cantil, donde su mirada penetrante distinguía un bulto de extraña forma, probablemente un mueble, un lío de ropa, señal cierta del desastre de una gran embarcación. Frío espanto clavó a la arena los pies de Gaviota al advertir que no era sino un cuerpo humano…, el cuerpo de un náufrago. Entre las sombras blanqueaba vagamente el rostro, negreaba la vestimenta, se dibujaban y acusaban las formas…
El primer impulso de Simón fue huir. Duró un instante. La codicia se la disfrazaba de humanidad. «Puede estar vivo, y quién sabe si «a éste» lo salvo». Cogió el farolillo y acercóse titubeante como un ebrio. Llegó la claridad a la cara del náufrago: un rostro juvenil, tumefacto, congestionado, helado. «Bien muerto está…». Entonces reparó en el traje rico, en la cadena de oro que cruzaba el chaleco: el infeliz, sin duda, se había arrojado vestido al agua, y los dedos ganchudos del Gaviota deslizáronse, afanosos, hasta los bolsillos del chaleco, repletos, abultados. Probablemente en esta tarea hizo el peso de Simón jugar los músculos pectorales del cadáver que ya se creían inmóviles hasta el solemne día del Juicio. Sólo así explicaron los médicos que el rígido brazo pudiera erguirse de pronto y la yerta mano caer sobre las mejillas de Simón.
A la gente de L***, la explicación no le satisface; es más, no la comprende siquiera. ¿Quién mueve el brazo de un difunto para abofetear a un criminal empedernido sino esa misma fuerza que alza en el mar la ola y agrupa en el cielo las nubes: la fuerza de la eterna Justicia?
Guardó cama dos días el Tío Gaviota: uno vivo, otro de cuerpo presente: al tercero lo enterraron. Se había confesado con muchas lágrimas y ejemplar arrepentimiento.
El Imparcial, 11.Dic.1898
Emilia Pardo Bazán, Cuentos completos, T.I. Ed. Juan Paredes Núñez, La Coruña, Fundación “Pedro Barrie de la Maza Conde de Fenosa”, págs 435-437
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Comentario del cuento “Tiempo de ánimas”, de Emilia Pardo Bazán
Por Miguel Díez R.
Hoy conocemos a Emilia Pardo Bazán por Los pazos de Ulloa, por ser una autora naturalista y una escritora del siglo XIX muy prolífica. Pero sin entrar en más detalles. Esto es un retrato muy superficial y simplista de esta mujer. Feminista cuando aún no había llegado el feminismo a España, divorciada cuando aún no se contemplaba el divorcio, cultísima, primera catedrática del país, autora de casi medio centenar de novelas y de tantos cuentos que no sabemos realmente cuántos son; dramaturga, crítica, ensayista, traductora, editora… son otros adjetivos, simples pero efectivos, que se pueden aplicar a la Condesa Pardo Bazán.
Luchó durante toda su vida contra los prejuicios de sus colegas escritores, críticos y lectores. Vivió siempre rodeada de una constante polémica que se puede resumir en ser mujer dentro de un mundo de hombres.
Hemos heredado la visión de doña Emilia que nos vendieron sus enemigos: una mujer petulante, fea, gorda, criticona y sabihonda. Nada más lejos de la realidad, porque tras esa imagen de mujer desagradable tenemos a una persona apasionante, que vivió como quiso y que disfrutó de cada paso del camino.
Emilia fue muy curiosa desde muy joven, y su padre la animó a aprender. Se sumergió en la literatura desde que aprendió a leer y creció con una educación refinada y católica, propia de una muchacha de su época. Aprendió y estudió por su cuenta, visitó todas las bibliotecas que tenía a mano (públicas y privadas; no dudaba en aprovechar los contactos de su padre) y se convirtió en una joven inquieta, curiosa e insaciable de conocimiento.
Desde joven fue consciente de que por ser mujer no podría entrar en la Universidad y jamás quiso renunciar a su identidad para conseguir la entrada: Concepción Arenal, amiga suya, por aquel entonces se hacía pasar por hombre, y ella decidió que no lo haría así. De modo que tuvo que ser autodidacta. Devoró a los filósofos sin descanso y acabó estudiando botánica, física, química, historia, geografía, mineralogía, astronomía, derecho, fisiología, metafísica, teología… Primero su padre y luego su marido la alentaban, y el conde le suministraba muchos de los libros que ella pedía. Llegó a clausurarse en un convento durante un breve tiempo, para poder dedicarse enteramente al estudio.
A pesar de sumergirse en todos estos campos, Emilia siempre tuvo predilección por la literatura. Antes de atreverse a escribir, leyó, leyó muchísimo. El Romanticismo, la corriente que triunfaba durante su juventud, no acababa de satisfacerla; pero así como descubrió el Realismo, y luego el Naturalismo, se entregó de manera pasional a su lectura y a su escritura. Leyó todo lo que cayó en sus manos y le gustaba estar al día de lo que ocurría por Europa. Como no esperaba a las traducciones y, sobre todo, criticaba lo que perdía un texto al traducirse, estudió lenguas para poder leer en versión original. Terminó hablando inglés, francés, alemán e italiano.
Sacando su interés desmesurado por el estudio, tuvo una juventud bastante normal para una mujer de su época. Se casó a los 16 años con José Quiroga y Pérez Deza, también de familia noble. Se mudaron a Madrid y tuvieron tres hijos.
A pesar de que se dice que era un matrimonio armonioso y no hubo problemas entre ambos, apenas una década después descubrió que no podía llevar una vida familiar. Doña Emilia y José Quiroga se separaron de manera amistosa y de mutuo acuerdo, casi 50 años antes de que se legalizase el divorcio en España por primera vez. Llegaron a un acuerdo que no dañaría la imagen familiar: vivirían separados, acordarían la educación de sus hijos y se mostrarían en público en ocasiones señaladas. Este acuerdo les funcionó durante el resto de sus vidas.
Tras la separación, doña Emilia desató su vida social y profesional. Sin cargas familiares, viajó por toda Europa como corresponsal para los periódicos y revistas para las que trabajaba: siempre en movimiento, siempre en el centro de la noticia. Gracias a ello estaba al tanto de lo que estaba pasando fuera de España (literaria y políticamente; tenía gran interés por el feminismo) y se relacionó con los personajes más importantes de su época. Le gustaba conocer escritores y estar en el epicentro cultural, a pesar de que en sus memorias relata que más de una vez se sintió decepcionada porque la persona que admiraba no llegaba al nivel intelectual que había supuesto.
Doña Emilia era erudita e intransigente: no tenía problemas en desvelar y avergonzar a plagiadores y a ignorantes. Nos han llegado anécdotas de reuniones sociales en el Pazo, en las que conocidos recitaban poemas clásicos como propios y doña Emilia no dudaba en corregirlos y exponerlos frente al resto de los presentes.
Tuvo una vida marcada por la polémica, con el foco de atención puesto sobre ella. Era una mujer que se movía en un mundo de hombres: muchos compañeros no lo aceptaban y la prensa lo utilizaba en su contra. Pero Emilia era una mujer independiente, al margen del legado de su familia, que se ganó la vida por su cuenta trabajando, consagrada al periodismo y la literatura, sacando adelante cada poco tiempo proyectos nuevos y dedicándose a lo que le apasionaba.
Siempre se mantuvo activa, escribiendo sin parar. Sus columnas y reportajes trataban de literatura, arte, cultura, política y actualidad.
Además de las memorias que escribió ella, a doña Emilia la conocemos por sus cartas. Escribía y recibía muchísimas. Podemos leer que, pese a que estaba separada, siempre tuvo cuidado de no hacer daño a su marido ni poner en duda la honra de su familia. Procuraba no abrir polémicas y evitaba las provocaciones con las que la bombardeaban sus enemigos y los medios.
Conservamos muchísimas de esas cartas. Pero, dentro de toda esa correspondencia, tengo que destacar las que revelan la relación secreta que mantuvo con Benito Pérez Galdós durante años.
Sabemos que ella lo admiraba desde hacía mucho tiempo. Se conocían y mantenían una relación de amistad; coincidían en las reuniones sociales de Madrid y, al ser críticos literarios, habían trabajado en los mismos medios y conocían bien la obra del otro. Aunque parece que se carteaban desde 1881, esta relación se estrechó en 1887, cinco años después de separarse de su marido, cuando él le mostró Madrid como excusa para documentar las novelas de ambos. Conocemos cómo se desarrolla la relación (larga, tormentosa a veces, cuya cronología podemos relacionar en ocasiones con alguna de las novelas de ambos) gracias a las cartas que doña Emilia le enviaba a él, porque no dejaron constancia de ella en ningún otro lugar. Puesto que Emilia estaba separada de su marido, pero no divorciada como tal ni de manera pública, prefirieron verse a escondidas. Galdós nunca se casó y llevó todas sus relaciones de manera discreta.
La relación terminó cuando doña Emilia, de viaje por trabajo, mantuvo una relación esporádica con otro escritor. Llegó a oídos de Galdós, que le reprochó la infidelidad, y ella, en vez de excusarse, le plantó cara a su error y escribió unas de las líneas más tristes que podía escribir:
«Después de la confesión que encierra mi carta no creíste que mereciera la dicha de verte y hablarte y pedirte perdón una vez más. Si esto es así, bien me duele, pero no me quejo; he merecido tu cólera, tu desdén, tu indiferencia; lo merezco todo, y sin embargo, te quiero, te quiero, te quiero.»
Aunque esta relación con Galdós fue un secreto para sus compañeros, la vida de Emilia estuvo siempre rodeada de polémica. La primera de todas se desató al presentar un género nuevo, el Naturalismo, a los literatos españoles. Doña Emilia reconoció la pasión que sentía por esta manera de tratar la literatura y reflejar el mundo desde la primera vez que supo de su existencia. Para poder traer el género a España, fue a Francia a hablar con Émile Zola, fundador y uno de los grandes representantes del Naturalismo. Luego lo adaptó a la sociedad española y le dio forma a La cuestión palpitante, una recopilación de artículos sobre el tema.
El Naturalismo es la manera más cruda de reflejar la realidad. Coge el Realismo y lo vuelve desagradable: considera que no hay redención para el hombre, malo por naturaleza, que sufre por causa de sus acciones; el hombre no tiene salvación. En las obras naturalistas encontramos pobreza, tristeza, miseria y enfermedad. No hay una buena acción que redima a los personajes, no hay un destino que los salve de sus problemas. Los contemporáneos de doña Emilia no tardaron en llevarse las manos a la cabeza. Doña Emilia había cruzado la línea de lo tolerable. La prensa y las reuniones de intelectuales se alborotaron por su atrevimiento.
Otra de las grandes polémicas que hubo en su vida fue su intento de ingresar en la Real Academia de la Lengua Española. Cuando en 1892 quedó una plaza libre, ella se postuló para ocuparla. No había ninguna norma que prohibiese la entrada de mujeres, pero acababan de rechazar a Avellaneda. Así que, cuando la dejaron fuera, doña Emilia le escribió a Avellaneda dos cartas irónicas hacia los académicos y el juicio de los hombres. Ahora sabemos que fue Juan Valera quien le cerró las puertas de la Academia, pues argumentó que las mujeres tenían impedimentos para desempeñar un buen trabajo como académicas debido a las semanas de baja durante el embarazo y la lactancia. Emilia por aquel entonces tenía cuarenta y un años y su hijo menor, once. Sin embargo, los académicos la rechazaron. Tendrían que pasar ochenta y seis años para que la primera mujer ocupase un asiento: Carmen Conde, en 1978.
La obra literaria de doña Emilia es gigantesca, la mayor parte de ella adscrita al Naturalismo o a géneros realistas. Cultivó todos los géneros: novela, cuento, teatro, ensayo, opinión, crónica… Su obra es inabarcable, y no es una exageración: cuenta con más de dos mil artículos periodísticos, más de cincuenta novelas y aún está por determinar el número de cuentos.
Hubo una época en la que prácticamente todo lo que escribía era examinado con lupa, pero doña Emilia siempre siguió adelante. Como vieron cuando era joven, Emilia era una mujer de fuertes convicciones a quien las críticas no le molestaban ni afectaban. Su vida está llena de hitos: no consiguió entrar en la RAE, pero marcó la historia del Ateneo de Madrid como Presidenta de la sección de literatura, y dedicó todos sus esfuerzos a trabajar para la institución. Allí entró en un frenesí de proyectos que le hacían pasar los días encerrada en el edificio, trabajando con su máquina de escribir. Organizó conferencias, homenajes, publicaciones, reuniones… Fue un momento de su vida en el que se sentía capaz de todo: por una vez, le dieron facilidades para desarrollar el trabajo que quería y tenía una posición que le permitía llevarlo a cabo.
También fue la primera catedrática de España. Se firmó un decreto que permitía a las mujeres ocupar cargos públicos y el ministro Julio Burrell creó el puesto ex profeso para ella, consciente de que, aunque fuese la mejor para ocuparlo, por oposición jamás se lo concederían. Emilia fue catedrática de Lenguas Neolatinas de la Universidad Central y ocupó su plaza a pesar de las fuertes críticas de parte del profesorado.
Sin embargo, sus clases no eran obligatorias. El primer día asistieron muchísimos alumnos, probablemente atraídos por la curiosidad y el morbo, pero fueron disminuyendo poco a poco, influidos por la presión de otros profesores y compañeros, hasta que doña Emilia se quedó sola dando clase. Nos cuenta su biógrafa que el bedel del edificio, un señor mayor, opinaba que dejar que esa cátedra se extinguiese por falta de asistentes sería una vergüenza nacional, y se ocupó personalmente de asistir a todas las lecciones. Así, doña Emilia pudo alargar su estancia en la Universidad unos meses. El día que el bedel falleció, se quedó sin oyentes y se destruyó la cátedra, obligándola a abandonar la Universidad.
(Tomado, resumido, de un magnífico artículo en La Nave Invisible)
En la obra literaria de Emilia Pardo Bazán los cuentos destacan por número, variedad de temas y tonos y, desde luego, por su alto valor artístico; de tal manera que algunos críticos la sitúan a la misma altura de los más importantes escritores de este género, como sería el caso del francés ✅ Guy de Maupassant .
Aunque escritos en el siglo XIX, sus relatos siguen siendo actuales por el talento literario de la escritora gallega: el dominio de la narración y de las características del cuento corto, su imaginación unida a una fina sensibilidad y a un profundo conocimiento del ser humano que sabe dejar al desnudo sus pasiones, sus debilidades y también su grandeza.
La mayoría de sus cuentos son realistas y cuando aparece lo fantástico adopta con frecuencia en nuestra escritora una peculiar característica y es que introduce los elementos fantásticos o sobrenaturales en situaciones totalmente reales. Este es el caso del cuento que nos ocupa, “Tiempo de ánimas”, en el que el realismo de toda la narración se quiebra en un momento determinado y de una manera ambigua que parece ofrecer una explicación realista y otra sobrenatural, es decir, un margen de incertidumbre entre el misterio y su explicación racional para que, en definitiva, sea el lector el que escoja una de las dos.
Aunque no esté precisado el escenario de este relato, si podemos imaginar que es en un lugar de la llamada Costa da Morte donde se desarrolla esta historia. Recordemos las palabras de la escritora, “Existe en mi tierra una costa brava que recibe, en lenguaje popular, el nombre de Costa de la Muerte. Cada año la marina inglesa paga su tributo a los bajíos, escollos y arrecifes de la temible orilla. Allí, como en las costas de Bretaña, la niebla se condensa y espesa de tal modo, que el marino más experimentado corre al naufragio sin advertirlo. Dos cosas compiten para impresionar el ánimo: el riesgo espantoso y la perseverancia con que los ingleses lo afrontan.”
Los saqueadores de naufragios o “raqueros”, son figuras comunes en las costas de muchos países y se conocen ya en la literatura clásica griega. En el caso de Pardo Bazán aparecen en otros dos cuentos (“Jesús en la tierra” y “La ganadera”) y, como indica J. Paredes Núñez, hay muchas reminiscencias de nuestro cuento con otro de Maupassant titulado “Auprès d`un mort”. .
El cuento “Tiempo de ánimas” se centra todo él en el personaje-protagonista, el “pescador de despojos”, dibujado con una gran sensibilidad y acierto, al dotar a su siniestra figura de llamativos claroscuros.
En fin, un cuento del siglo XIX que nos hace vivir una historia de un tiempo pasado con un deje de hermosos palabras (“Atufaba, garfiñaba, playal, asordaba, vagarosas…”) y que leemos con gusto gracias al poderío literario de Doña Emilia, Condesa de Pardo Bazán.
Miguel Díez R.
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Fran, ¿sabes qué significan los asteriscos (L***)? ¿es una transcripción real de la autora o se ocultan por algún motivo?
Hola, Joseph.
No lo sé con certeza, pero supongo que es una forma de emboscar un lugar que existe realmente con unas iniciales inventadas. De esa manera, la autora no solo se abstiene de indicar el nombre del lugar (creo que es La Costa de la Muerte), sino que además con los asteriscos insinúa el juego que está realizando (emboscar el nombre). Es como si dijera: «alguien ha matado a alguien, pero no voy a decir quién es el asesino. No obstante, si sois listos, os lo imaginaréis…». 🙂
Saludos
Impresionante, conocía algún aspecto de la vida de Emilia Pardo Bazán, pero me he quedado anonadado, menuda eminencia. Probablemente, si hubiese nacido en otro sitio (pongamos Francia, Italia…) se le hubiese dado más relevancia, ya no solo en el propio país, sino también a nivel internacional.