Cuento breve recomendado: Conejos blancos

CONEJOS BLANCOS, un cuento de Leonora Carrington (Reino Unido, 1917-México, 2011)

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de la calle Pest. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.

Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.

La luz nunca era muy fuerte en la calle Pest. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.

Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de la calle Pest. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.

Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego meció la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.

La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.

–¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? –me gritó.

–¿Un poco de qué? –grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.

–De carne en mal estado. Carne en descomposición.

–En este momento, no –contesté, preguntándome si no estaría bromeando.

–¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.

A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.

Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.

Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.

Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.

Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de esas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.

La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.

–¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? –murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.

–Es usted muy amable –prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente–. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.

Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.

El último tramo de escalones daba a una alcoba decorada con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.

–Tenemos visita muy pocas veces –sonrió la mujer–. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.

Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.

–¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! –canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.

Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.

–Una acaba encariñándose con ellos –prosiguió la mujer–. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.

Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.

–Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.

Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención, entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.

La mujer siguió mi mirada y rio entre dientes.

–Ese es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…

Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.

–¿Ethel? –preguntó con voz bastante débil–. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.

–Vamos, Laz; no empecemos –su voz era quejumbrosa–, no me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.

La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.

–Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? –de repente me entró miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.

–Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.

El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.

La mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.

–¿No quiere quedarse y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan solo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!

Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.

 Leonora Carrington, El séptimo caballo y otros cuentosMéxico, Siglo XX, 1992

Comentario de Miguel Díez R. al cuento «Conejos blancos», de Leonora Carrington

Leonora Carrington nació en Inglaterra en una familia acomodada de la que se separó con apenas veinte años para, como inconformista y rebelde, llevar siempre una vida a contracorriente. Está considerada como una figura crucial del arte del siglo pasado, una de las más importantes exponentes surrealistas del sexo femenino.

En 1937 conoció en Londres al alemán Max Ernst, uno de los grandes maestros del Surrealismo, se fueron a vivir a Francia y mantuvieron un intenso y apasionado romance a pesar de la diferencia de edad –20 años y él 47, casado y con hijos. Fue en esta etapa francesa, cuando su amante le abrió las puertas del Surrealismo y la relacionó con los principales artistas de este movimiento artístico y literario –André Breton, Luis Buñuel, Marcel Duchamp, Dalí, Picasso…– cuya característica principal fue el intento de creaciones no conscientes, oníricas e irracionales.

Leonora Carrington y Max Ernst
Leonora Carrington y Max Ernst

Pasión y amor al arte definieron su relación: esculpían, pintaban, escribían poesía. Para él ella era “la novia del viento”; Leonora escribía cuentos, novelas cortas y Max los ilustraba con collages. Su casa se convirtió en una galería de arte surrealista repleta de esculturas y dibujos colgados en todas las paredes. Andrè Breton, el padre del Surrealismo, dijo de ella que era “la mujer hechicera”, haciendo referencia a su interés por el mundo de lo oculto y mágico.

Pero aquella situación idílica se rompió debido a la segunda guerra mundial y a la invasión de la Alemania nazi en Francia. Max fue arrestado varias veces, los problemas económicos fueron frecuentes, la relación, que había durado 3 años se iba deteriorando: Leonora dormía mal, lloraba desconsoladamente, trabajaba sin cesar. «Estoy desesperada y locamente enamorada de Max. Sigo pintando pero sólo para no volverme loca. Quiero que únicamente viva para mí y conmigo. Quiero tenerlo siempre. Quiero estar en el mismo cuerpo que él…”.

Todo terminó definitivamente cuando él, perseguido por los nazis, tuvo que huir a los Estados Unidos.

Leonora, muy afectada psicológicamente con una fuerte crisis depresiva, gracias a la intervención de su familia logró huir de la Francia nazi a España donde padeció una etapa de su vida muy oscura y difícil, encerrada en un hospital psiquiátrico con delirios y ataques de ansiedad y tratada con terapias muy extremas de choque, sedaciones, etc. La lectura y su inteligencia le ayudaron a superar aquel infierno y, después de pasar por Lisboa, logró asentarse en México, donde se nacionalizó, se casó y tuvo dos hijos con Emerico Chiqui Weisz, fotógrafo húngaro, compañero de Robert Capa.

Leonora Carrington desarrolló en México la parte más importante de su arte plástico surrealista. Sus cuadros, siempre muy personales, son composiciones oníricas, simbólicas, plagadas de criaturas fantásticas y misteriosas en ambientes mágicos y, a veces, tenebrosos. Un tema recurrente en su producción pictórica, –también en sus esculturas y obras literarias– es la presencia de animales reales y fantásticos. “Si hay dioses –escribió– no creo que sean como humanos, prefiero pensar que son como cabras, gatos, pájaros, pero si exista una verdadera divinidad dentro del animal humano, es el amor.”

Desde su llegada a México en 1943, Leonora Carrington se enamoró profundamente de su cultura y de su gente, sentimiento que fue recíproco. El mundo mágico y fantástico que descubrió en México con la variedad de culturas indígenas y prehispánicas tuvo una enorme influencia en su obra, porque, en definitiva, acrecentaba el suyo propio, personal e íntimo, influenciado y estimulado, además de por el Surrealismo vivido en Francia, por las frecuentes lecturas fantásticas y esotéricas y la familiaridad, desde pequeña, con los mitos celtas.

Su hijo Pablo decía de ella: “En la época en la que Leonora comenzó su carrera en Francia, los surrealistas llamaban a las mujeres femme fille (mujer niña) y a mi mamá, que era una artista entre los artistas, le reventaba eso porque disminuía su capacidad de ser creadoras. Ella demostró que era una de las artistas más importantes del mundo”.

Como escribió Julieta Sanguino, “A Leonora Carrington nunca le gustó la fama, las luces ni aparecer en público, sólo quería pintar, escribir y regalarnos sus historias de imaginación pura. Ella fue el último eslabón del surrealismo en México.” Un país donde floreció el realismo mágico de Juan Rulfo y Gabriel García Márquez, al lado de pintores surrealistas tan importantes como Rufino Tamallo o Remedios Varo. Allí, en su México tan querido, murió Leonora Carringon a los 94 años de edad.

***

Julio Cortázar, indiscutible maestro del cuento como escritor y como teórico, escribió en un memorable artículo titulado “Algunos aspectos del cuento”, publicado por primera vez en Diez años de la Revista “Casa de las Américas”, n.º 60, julio 1970, La Habana:

“Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres”.

Y a continuación cita unos cuantos títulos de diversos autores.

A partir de esta lista de cuentos y de otros títulos que fue agregando durante toda su vida, la editorial Alfaguara publicó en el año 2010 un libro titulado Cuentos inolvidables según Julio Cortázar, que recoge los 9 relatos que fascinaron al gran autor, teniendo en cuenta que no es una lista cerrada o una nómina excluyente, sino una propuesta personal, abierta a otros muchos títulos de cuentos que han divertido e impresionado a otros muchos buenos lectores.

Esta es la célebre lista del escritor argentino: «El puente sobre el río del Búho» de Ambroce Bierce, «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» de Jorge Luis Borges, «Un recuerdo navideño» de Truman Capote, «Conejos blancos» de Leonora Carrington, «La casa inundada« de Felisberto Hernández, «Éxtasis» de Katherine Masfield, «Un sueño realizado» de Juan Carlos Onetti, «William Wilson» de Edgar Allán Poe y «La muerte de Iván Ilich» de León Tolstoi.

Puesto que, como he dicho, es un listado abierto, no me resisto a incluir personalmente otros 9 cuentos. En primer lugar “La isla a mediodía”, para mí, el mejor cuento del propio Cortázar. Y añadiría los siguientes títulos: “El corazón delator” de Edgar Allan Poe, “El Horla” de Guy de Maupassant, “Vanka” de Antón Chéjov, “La pata de mono” de W.W, Jacobs, “A la deriva” de Horacio Quiroga, “Luvina” de Juan Rulfo, Emma Zunz de Jorge Luis Borges y, como último, me permito la licencia familiar de citar un cuento de mi hermano Luis Mateo Díez: Brasas de agosto.

***

Pero volvamos a Leonora Carrington y a su “inolvidable” cuento “Conejos blancos”. Es una narración fantástica, de terror u horror, pero con una definida impronta surrealista. Todo lo envuelve un tono onírico como un sueño sobre extraños personajes y en un ambiente irreal y tenebroso que podría haber sido la representación de uno de los cuadros, desbordado de imaginación y creatividad artística, de la autora. La protagonista es sacada de su vida normal, rodeada desde el principio de señales sombrías como la moscarda chupando el cadáver de una araña, el gran cuervo…, y arrastrada al piso vecino, un lugar oscuro y deprimente, con el olor apestoso a carne podrida y a aliento nauseabundo, el suelo sembrado de huesos roídos y cráneos de animales, el centenar de conejos blancos carnívoros y el horripilante matrimonio de ancianos leprosos, personas terribles y plateadas, para desembocar en el final absolutamente terrorífico del último párrafo.

El número siete repetido, los conejos blancos, las alusiones bíblicas de los nombres de los ancianos y la enfermedad de la lepra… pertenecen al imaginario surrealista de la autora y, en fin, podemos afirmar que, para todo buen lector, este cuento, como para Julio Cortázar, será uno de los títulos inolvidables que haya tenido la suerte de haber leído.

Miguel Díez R.

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1 comentario en «Cuento breve recomendado: Conejos blancos»

  1. Hola… excelente cuento, no conocía a la escritora… El texto mantiene el interés todo el tiempo con agilidad y cita, cada tanto, detalles que hacen entrar en el clima de misterio y terror… Me ha cautivado… y el final, dentro de todo imprevisto… creía que los protagonistas eran vampiros, por la piel blanca…
    Muchas gracias por los datos biográficos ademas.
    Muy buen post.

    Saludos desde Asunción, Paraguay.

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