4 cuentos argentinos

Cada vez que pensamos en cuentos argentinos acuden a nuestra mente, entre otros, los nombres de Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Roberto Arlt, Enrique Anderson Imbert o Marco Denevi. Y sabemos, no obstante, que Argentina ha sido y es un país rico en cuentistas que va más allá de los nombres citados, por muy buenos que estos fueran (que lo son).

Por ese motivo creo conveniente compartir con todos vosotros cuatro cuentos de escritores argentinos de los que no se suele hablar tanto: Eduardo Gudiño Kieffer (1935–2002), Haroldo Conti (1925–1976, desaparecido), Santiago Dabove (1889–1951) y Andrés Rivera (nacido como Marcos Ribak Schatz).

Ojo, no estoy diciendo que Gudiño Kieffer, Conti, Davove y Echevarría sean unos completos desconocidos (no pretendo descubrir la pólvora en pleno siglo XX), solo digo que no son tan famosos como los otros autores citados. (Al final de cada cuento, os dejo un enlace para que conozcáis mejor el perfil de estos cuatro escritores argentinos).

En fin, no me enrollo más. Os dejo con estos cuatro cuentos argentinos. Ojalá estas historias cortas sean de vuestro agrado. Y si consideráis que faltan escritores argentinos de relatos que deban estar en este blog, por favor, dejad vuestros comentarios.

Cuento muy corto de Eduardo Gudiño Kieffer: Azogue

Pobrecita Alicia. Aunque la razón te decía no puede ser, intuías que siempre es más fácil recordar las cosas que sucedieron la semana que viene, intuías que primero está la cárcel, después se dicta la sentencia condenatoria y por último se comete el crimen; intuías que la herida sangrante solo sobreviene después del dolor, ¿Pero quién cree en la dichosa intuición femenina? Nadie, ni siquiera las mujeres. Solo ahora estás segura de que no te equivocabas. Ahora: el día que cumples veinte años, cuando al levantarte vas a mirarte en la luna azogada del espejo y descubres, del otro lado, la imagen decrépita de una anciana que babea y te mira a su vez; ella te mira, la miras, las dos se miran y se ven y piensan que sí, que es cierto, que siempre es más fácil recordar las cosas que sucedieron la semana que viene, el mes que viene, el año que viene, el siglo que viene.

Más información sobre Eduardo Gudiño Kieffer, aquí.


Cuento del argentino Haroldo Conti: Muerte de un hermano

A mi madre

El viejo ni siquiera sintió el golpe. Solamente un blando adormecimiento que le subía desde los pies. Algunas voces crecieron hacia el medio de la calle y después recularon suavemente.

El hombre se aproximó desde la niebla que lo rodeaba y se inclinó sobre él.

–Juan…

El hombre sonrió.

–¡Juan!

–¿Qué tal, hermano?

–¿De dónde sales, Juan?

Le apuntó con un dedo sin dejar de sonreír.

–¿No te dije que algún día iba a volver?

–Sí… eso dijiste… ¡claro que sí!

La niebla se agitó detrás de la figura. Varas de sombras avanzaban hacia él pero cuando trató de reconocerlas se comprimieron y juntaron en una franja circular.

–Juan, hermanito…

Movió la cabeza para uno y otro lado.

–Ha pasado tanto tiempo… No tienes idea.

–Lo sé.

–¡Oh, no!… el tiempo para ti es otra cosa. Me refiero al mío, muchacho… Te esperé, claro que te esperé… Yo le decía a esta gente –trató de señalar–, esta gente…

Entrecerró los ojos y lo miró con fijeza. Era él, no había duda. El mismo rostro duro y franco.

–Yo también llegué a dudar, ¿sabes? –reconoció entonces por lo bajo.

Y la voz se le quebró en la garganta.

–Bueno, se comprende.

–Supongo que sí…

–Pero en el fondo sabías que iba a volver, ¿no es así, hermanito?

Le apuntó otra vez con el dedo y una vieja llama brotó dentro de él.

–¡Claro! ¡Claro que sí!

Trató de incorporarse y abrazar a aquel hermano que había vuelto por fin, pero le fallaron las piernas. La verdad que ni siquiera las sentía. Entonces se abandonó sobre el pavimento aguantándose apenas con las manos, nada más que para no perder de vista ese rostro querido.

–¿Y cómo te ha ido por ahí, muchacho? –preguntó con una voz complacida.

Trataba de parecer natural. En realidad se sentía mejor que nunca en mucho tiempo y el viejo cuerpo no pesaba ahora absolutamente nada.

–Bien, bien…

–¡Este Juan!… ¿Eso es todo?

–Nunca hablé demasiado.

–No, es verdad… Apenas un poco más que el viejo… dos o tres palabras más.

Y sonrió recordando al viejo y al Juan de aquel tiempo, casi igual a este Juan. O tal vez igual del todo.

–Pero cantabas muy bien, eso sí. ¿Todavía conservas esa linda voz?

–Creo que sí.

–¿Y cantas también?

–Todavía. El que anda solo como yo, siempre canta alguna cosa.

–Aquí hay mucha gente sola, si te refieres a eso, pero no canta casi nunca…

Hizo una pausa porque sentía un gran cansancio.

–A veces me acordaba de ti y cantaba. A decir verdad, últimamente era la única forma de acordarme.

Inclinó la cabeza hacia el pavimento y añadió por lo bajo:

–Nadie ve con buenos ojos que un viejo cante porque sí… Yo les decía… trataba de explicarles. Pero tú sabes cómo es esta gente. Va y viene todo el día… Creo que el cabo me entendió una vez. Por lo menos sonrió y me dijo: “Siga, viejo. Cante de nuevo esa cosa.”

Volvió a levantar la cabeza.

–Juan, hermanito, yo también he caminado mucho.

Y una gruesa lágrima rodó por su mejilla.

Juan extendió una mano en silencio y lo palmeó suavemente a pesar de que era una mano ancha y poderosa.

–Creí que ya no vendrías. Esa era la verdad. Perdóname, pero lo llegué a creer.

–¿Qué importa eso ahora? El hecho es que he venido y te voy a llevar.

–¡Es lo que yo decía! ¡Repítelo, Juan, quiero que lo oigan todos!

–Eso es…

–Vendrá Juan, decía yo, vendrá mi gran hermano y nos iremos un día… ¿Qué pasa? ¡Juan! ¡Juan!

–Aquí estoy, muchacho. No te preocupes.

–Creí que te habías ido.

–No te preocupes.

Volvió a ponerle la mano sobre el hombro.

Ese era Juan. No había que explicarle nada. Lo comprendía y lo abarcaba todo. De una vez. Y su gran mano sobre el hombro despedía una corriente, algo que lo traspasaba a uno. Era como un árbol con la firme raíz y los sonidos de la tierra por un lado y los pájaros y los cielos por el otro.

Años atrás, la mano también sobre el hombro, le había dicho casi lo mismo. “No te preocupes. Volveré por ti un día.” Estaban sobre el camino de tierra, en el límite del campo, una mañana de otoño. Juan no había querido que lo acompañase nadie más que él. Atravesaron el campo en silencio y no se volvió una sola vez. Después salieron al camino, ya de mañana, y cuando apareció el coche le puso la mano sobre el hombro y le dijo aquellas palabras. Después desapareció en un recodo.

Él se preguntó más de una vez de dónde le había nacido la idea. Era un hombre de la tierra, como el viejo. Tal vez la proximidad del camino, aquella franja pardusca que salía y entraba en el horizonte y sobre la que de vez en cuando veían deslizarse algún carro soñoliento o la figura más pequeña y más lenta de algún vagabundo que los saludaba con la mano en alto y después desaparecía en el recodo y tenía todo el camino para él, de una punta a otra, y además lo que no se veía del camino, es decir, el resto del mundo.

De cualquier forma, había en él, en ese rostro duro y confiado, algo que no había en los otros, una marca o señal que se iluminaba por dentro cuando miraba el camino o cuando simplemente hablaba de él. De manera que un día cualquiera Juan se marchó.

Algo después el camino se llevó a su madre en un carruaje de tristeza. Y después vinieron los años difíciles. La tierra se hizo dura y esquiva y el viejo un ser taciturno. Partió en la misma carroza que su madre el invierno del 37.

Hasta que una mañana de agosto salió al camino él también y esperó el coche y se marchó por fin. La casa desapareció detrás del recodo, para siempre. La mayor parte de su vida venía después, pero eran años desprovistos de recuerdos, apenas un poco más miserable uno que otro. Diez años de pobreza, miseria. Pobreza, miseria y vejez de ciudad.

En realidad quizá fue un poco feliz cuando aceptó toda esa miseria. La gente no puede entender esto. Pero al cabo del tiempo él era feliz, o casi feliz, a su manera. Toda su preocupación consistía en estar a las seis de la tarde en la puerta del asilo y cuidar que ningún vago le birlara la cama junto a la ventana. A esa hora y desde ese lugar los enormes y blancos edificios parecían boyar en la luz amable de la tarde. Después se oscurecían lentamente. Después las luces erraban en la noche a confusas alturas y en cierto modo la ciudad desaparecía y pensaba en la casa lejana, el campo joven y abundoso.

Entonces volvía a ver el camino y recordaba las palabras de Juan. No siempre lograba recordar al Juan entero porque tenía que ayudarse con canciones y vislumbres más propios del día. Pero de todas maneras su hermano había crecido dentro de él y era una cosa mucho más viva que él, a pesar de la ausencia.

Había una hora y un lugar, precisamente cuando los viejos y los vagos se reunían frente al asilo y esperaban a que se abriesen las puertas. Entonces, vaya a saber por qué, Juan reaparecía entero o casi entero en medio de toda aquella miseria. Y eso, por lo menos, le daba impulso para alcanzar la cama al lado de la ventana.

Solo que últimamente la imagen había empalidecido y algunos días no aparecía siquiera. Y si conseguía la cama no era por el Juan sino porque ya nadie quería disputársela.

Para decir la verdad, hacía un tiempo que había perdido interés en el asunto. Ni más ni menos. Los años habían terminado por doblegarlo. Estaba seco por dentro y se dejaba llevar y traer como un casco viejo.

Miró a Juan y trató de sonreír.

–Las cosas lo llevan y lo traen a uno como un casco viejo. Es eso…

–¿De qué estás hablando?

–Me pregunto cómo sucedió todo esto.

–¿Qué importancia tiene, muchacho?

–Ninguna, por supuesto. Quise decir simplemente que las cosas sucedieron sin que yo me propusiera nada.

Hablaba con una voz mansa y dolorida.

–Bueno, es lo que pasa por lo general.

–No a ti, no a ti, muchacho… Tú saltaste sobre la vida y la domaste como a un potro. ¿Eh, Juan?

–No fue así. Bueno, yo sé cómo fue realmente. Lo que pasa es que nunca me pregunto esas cosas… La tomaba como venía.

–Eso es, muchacho. Eso es. ¡Cerrabas el puño y te la metías en el bolsillo! Juan, ¿estás ahí?

La figura parecía oscilar y alejarse.

–Aquí estoy.

–¿Quisieras darme la mano?

–Claro que sí.

Ahora casi no veía su rostro. Pero sintió la mano áspera y dura.

No tenía idea de la hora pero de cualquier manera le resultaba extraño aquel silencio en esa calle de la ciudad.

–¿Qué se habrá hecho de la gente? –se preguntó sin verdadera curiosidad mientras trataba de sostener la cabeza que parecía querer escapársele–. Debe ser muy tarde.

La figura osciló hacia adelante y entonces con el último hilo de voz preguntó todavía:

–¿Vamos, Juan?

Sintió la voz muy cerca de él.

–Cuando quieras, muchacho.

 –Vamos ya…

Haroldo Conti, 40 años después de su desaparición.

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Relato corto de Santiago Dabove: Ser polvo

¡Inexorable severidad de las circunstancias! Los médicos que me atendían tuvieron que darme, a mis pedidos insistentes, a mis ruegos desesperados, varias inyecciones de morfina y otras sustancias para poner como un guante suave a la garra con que habitualmente me torturaba la implacable enfermedad: una atroz neuralgia del trigémino.

Yo, por mi parte, tomaba más venenos que Mitrídates. El caso era poner una sordina a esa especie de pila voltaica o bobina que atormentaba mi trigémino con su corriente de viva pulsación dolorosa. Pero nunca se diga: he agotado el padecimiento, este dolor no puede ser superado. Pues siempre habrá más sufrimiento, más dolor, más lágrimas que tragar. Y no se vea en las quejas y expresión de amargura presentes otra cosa que una de las variaciones sobre este texto único de terrible dureza: “¡no hay esperanza para el corazón del hombre!”. Me despedí de los médicos y llevaba la jeringa para inyecciones hipodérmicas, las píldoras de opio y todo el arsenal de mi farmacopea habitual.

Monté a caballo, como solía hacerlo, para atravesar esos cuarenta kilómetros que separaban los pueblos que con frecuencia recorría.

Frente mismo a ese cementerio abandonado y polvoriento que me sugería la idea de una muerte doble, la que había albergado y la de él mismo, que se caía y se transformaba en ruinas, ladrillo por ladrillo, terrón por terrón, me ocurrió la desgracia. Frente mismo a esa ruina me tocó la fatalidad lo mismo que a Jacob el ángel que en las tinieblas le tocó el muslo y lo derrengó, no pudiendo vencerlo. La hemiplejia, la parálisis que hacia tiempo me amenazaba, me derribó del caballo. Luego que caí, este se puso a pastar un tiempo, y al poco rato se alejó. Quedaba yo abandonado en esa ruta solitaria donde no pasaba un ser humano en muchos días, a veces. Sin maldecir mi destino, porque se había gastado la maldición en mi boca y nada representaba ya. Porque esa maldición había sido en mí como la expresión de gratitud que da a la vida un ser constantemente agradecido por la prodigalidad con que lo mima una existencia abundante en dones.

Como el suelo en que caí, a un lado del camino, era duro, y podía permanecer mucho tiempo allí, y poco me podía mover, me dediqué a cavar pacientemente con mi cortaplumas la tierra alrededor de mi cuerpo. La tarea resultó más bien fácil porque, bajo la superficie dura, la tierra era esponjosa. Poco a poco me fui enterrando en una especie de fosa que resultó un lecho tolerable y casi abrigado por la caliente humedad. La tarde huía. Mi esperanza y mi caballo desaparecieron en el horizonte. Vino la noche, oscura y cerrada. Yo la esperaba así, horrorosa y pegajosa de negrura, con desesperanza de mundos, de luna y estrellas. En esas primeras noches negras pudo el espanto contra mí. ¡Leguas de espanto, desesperación, recuerdos! No, no, ¡idos, recuerdos! No he de llorar por mí, ni por… Una fina y persistente llovizna lloró por mí. Al amanecer del otro día tenía bien pegado mi cuerpo a la tierra. Me dediqué a tragar, con entusiasmo y regularidad “ejemplares”, píldora tras píldora de opio y eso debe de haber determinado el “sueño” que precedió a “mi muerte”.

Era un extraño sueño–vela y una muerte–vida. El cuerpo tenía una pesadez mayor que la del plomo, a ratos, porque en otros no lo sentía en absoluto, exceptuando la cabeza, que conservaba su sensibilidad.

Muchos días, me parece, pasé en esa situación y las píldoras negras seguían entrando por mi boca y sin ser tragadas descendían por declive, asentándose abajo para transformar todo en negrura y en tierra.

La cabeza sentía y sabía que pertenecía a un cuerpo terroso, habitado por lombrices y escarabajos y traspasado de galerías frecuentadas por hormigas. El cuerpo experimentaba cierto calor y cierto gusto en ser de barro y de ahuecarse cada vez más. Así era, y, cosa extraordinaria, los mismos brazos que al principio conservaban cierta autonomía de movimiento, cayeron también a la horizontal. Tan solo parecía quedar la cabeza indemne y nutrida por el barro como una planta. Pero como ninguna condición tiene reposo, debió defenderse a dentelladas de los pájaros de presa que querían comerle los ojos y la carne de la cara. Por el hormigueo que siento adentro, creo que debo de tener un nido de hormigas cerca del corazón. Me alegra, pero me impele a andar y no se puede ser barro y andar. Todo tiene que venir a mí; no saldré al encuentro de ningún amanecer ni atardecer, de ninguna sensación.

Cosa curiosa: el cuerpo está atacado por las fuerzas roedoras de la vida y es un amasijo donde ningún anatomista distinguiría más que barro, galerías y trabajos prolijos de insectos que instalan su casa y, sin embargo, el cerebro conserva su inteligencia.

Me daba cuenta de que mi cabeza recibía el alimento poderoso de la tierra, pero en una forma directa, idéntica a la de los vegetales. La savia subía y bajaba lenta, en vez de la sangre que maneja nerviosamente el corazón. Pero ahora ¿qué pasa? Las cosas cambian. Mi cabeza estaba casi contenta con llegar a ser como un bulbo, una papa, un tubérculo, y ahora está llena de temor. Teme que alguno de esos paleontólogos que se pasan la vida husmeando la muerte, la descubra. O que esos historiadores políticos que son los otros empresarios de pompas fúnebres que acuden después de la inhumación, descubran la vegetalización de mi cabeza. Pero, por suerte, no me vieron.

… ¡Qué tristeza! Ser casi como la tierra y tener todavía esperanzas de andar, de amar.

Si me quiero mover me encuentro como pegado, como solidarizado con la tierra. Me estoy difundiendo, voy a ser pronto un difunto. ¡Qué extraña planta es mi cabeza! Difícil será que dure su singularidad incógnita. Todo lo descubren los hombres, hasta una moneda de dos centavos embarrada.

Maquinalmente se inclinaba mi cabeza hacia el reloj de bolsillo que había puesto a mi lado cuando caí. La tapa que cerraba la máquina estaba abierta y una hilera de hormigas pequeñas entraba y salía. Hubiera querido limpiarlo y guardarlo, pero ¿en qué harapo de mi traje, si todo lo mío era casi tierra?

Sentía que mi transición a vegetal no progresaba mucho porque un gran deseo de fumar me torturaba. Ideas absurdas me cruzaban la mente. ¡Deseaba ser planta de tabaco para no tener la necesidad de fumar!

…El imperioso deseo de moverme iba cediendo al de estar firme y nutrido por una tierra rica y protectora.

…Por momentos me entretengo y miro con interés pasar las nubes. ¿Cuántas formas piensan adoptar antes de no ser ya más, máscaras de vapor de agua? ¿Las agotarán todas? Las nubes divierten al que no puede hacer otra cosa que mirar el cielo, pero, cuando repiten hasta el cansancio su intento de semejar formas animales, sin mayor éxito, me siento tan decepcionado que podría mirar impávido una reja de arado venir en derechura a mi cabeza.

…Voy a ser vegetal y no lo siento, porque los vegetales han descubierto eso de su vida estática y egoísta. Su modo de cumplimiento y realización amorosos, por medio de telegramas de polen, no puede satisfacernos como nuestro amor carnal y apretado. Pero es cuestión de probar y veremos cómo son sus voluptuosidades.

…Pero no es fácil conformarse y borraríamos lo que está escrito en el libro del destino si ya no nos estuviera acaeciendo.

…De qué manera odio ahora eso del “árbol genealógico de las familias”; me recuerda demasiado mi trágica condición de regresión a un vegetal. No hago cuestión de dignidad ni de prerrogativas; la condición de vegetal es tan honrosa como la de animal, pero, para ser lógicos, ¿por qué no representaban las ascendencias humanas con la cornamenta de un ciervo? Estaría más de acuerdo con la realidad y la animalidad de la cuestión.

…Solo en aquel desierto, pasaban los días lentamente sobre mi pena y aburrimiento. Calculaba el tiempo que llevaba de entierro por el largo de mi barba. La notaba algo hinchada y, su naturaleza córnea igual a la de la uña y epidermis, se esponjaba como en algunas fibras vegetales. Me consolaba pensando que hay árboles expresivos tanto como un animal o un ser humano. Yo recuerdo haber visto un álamo, cuerda tendida del cielo a la tierra. Era un árbol con hojas abundantes y ramas cortas, muy alto, más lindo que un palo de navío adornado. El viento, según su intensidad, sacaba del follaje una expresión cambiante, un murmullo, un rumor, casi un sonido, como un arco de violín que hace vibrar las cuerdas con velocidad e intensidad graduadas.

…Oí los pasos de un hombre, planta de caminador quizás, o que por no tener con qué pagar el pasaje en distancias largas, se ha puesto algo así como un émbolo en las piernas y una presión de vapor de agua en el pecho. Se detuvo como si hubiera frenado de golpe frente a mi cara barbuda. Se asustó al pronto y empezó a huir; luego, venciéndole la curiosidad, volvió y, pensando quizás en un crimen, intentó desenterrarme escarbando con una navaja. Yo no sabía cómo hacer para hablarle, porque mi voz ya era un semisilencio por la casi carencia de pulmones. Como en secreto, le decía: ¡Déjeme, déjeme! Si me saca de la tierra, como hombre ya no tengo nada de efectivo, y me mata como vegetal. Si quiere cuidar la vida y no ser meramente policía, no mate este modo de existir que también tiene algo de grato, inocente y deseable.

No oía el hombre, sin duda acostumbrado a las grandes voces del campo, y pretendió seguir escarbando. Entonces le escupí en la cara. Se ofendió y me golpeó con el revés de la mano. Su simplicidad de campesino, de rápidas reacciones, se imponía sin duda a toda inclinación de investigación o pesquisa. Pero a mí me pareció que una oleada de sangre subía a mi cabeza, y mis ojos coléricos desafiaban como los de un esgrimista enterrado, junto con espadas, pedana y punta hábil que busca herir.

La expresión de buena persona desolada y servicial que puso el hombre, me advirtió que no era de esa raza caballeresca y duelista. Pareció que quería retirarse sin ahondar más en el misterio… y se fue en efecto, torciendo el pescuezo largo rato para seguir mirando… Pero en todo esto había algo que llegó a estremecerme, algo referente a mí mismo.

Como es común a muchos cuando se encolerizan, me subió el rubor a la cara. Habréis observado que sin espejo no podemos ver de esta última más que un costado de la nariz y una muy pequeña parte de la mejilla y labio correspondiente, todo esto muy borroso y cerrando un ojo. Yo, que había cerrado el izquierdo como para un duelo a pistola, pude entrever en los planos confusos por demasiada proximidad, del lado derecho, en esa mejilla que en otro tiempo había fatigado tanto el dolor, pude entrever, ¡ah!… la ascensión de un “rubor verde”. ¿Sería la savia o la sangre? Si era esta última: ¿la clorofila de las células periféricas le prestaría un ilusorio aspecto verdoso?… No sé, pero me parece que cada día soy menos hombre.

…Frente a ese antiguo cementerio me iba transformando en una tuna solitaria en la que probarían sus cortaplumas los muchachos ociosos. Yo, con esas manazas enguantadas y carnosas que tienen las tunas, les palmearía las espaldas sudorosas y les tomaría con fruición “su olor humano”. ¿Su olor?, para entonces, ¿con qué?, si ya se me va aminorando en progresión geométrica la agudeza de todos los sentidos.

Así como el ruido tan variado y agudo de los goznes de las puertas no llegará nunca a ser música, mi tumultuosidad de animal, estridencia en la creación, no se avenía con la actividad callada y serena de los vegetales, con su serio reposo. Y lo único que comprendía es precisamente lo que estos últimos no saben: que son elementos del Paisaje.

Su tranquilidad e inocencia, su posible éxtasis, quizás equivalen a la intuición de belleza que ofrece al hombre la escena” de su conjunto.

…Por mucho que se valore la actividad, el cambio, la traslación de humanos, en la mayoría de los casos el hombre se mueve, anda, va y viene en un calabozo filiforme, prolongado. El que tiene por horizonte las cuatro paredes bien sabidas y palpadas no difiere mucho del que recorre las mismas rutas a diario para cumplir tareas siempre iguales, en circunstancias no muy diferentes. Todo este fatigarse no vale lo que el beso mutuo, y ni siquiera pactado, entre el vegetal y el sol.

…Pero todo esto no es más que sofisma. Cada vez muero más como hombre y esa muerte me cubre de espinas y capas clorofiladas.

… Y ahora, frente al cementerio polvoriento, frente a la ruina anónima, la tuna “a que pertenezco” se disgrega cortado su tronco por un hachazo. ¡Venga el polvo igualitario! ¿Neutro? No sé, pero, ¡tendría que tener ganas el fermento que se ponga de nuevo a laborar con materia o cosa como “la mía”, tan trabajada de decepciones y derrumbamientos!

Retrato de Santiago Dabove, por Manuel Lozano.


Una historia corta de Andrés Rivera: En la mecedora

El neurólogo dice esto: dos años atrás, me leyó las conclusiones del informe añadido a una polisomnografía nocturna a la que, le consta, me sometí desdeñoso y resignado.

El neurólogo que se parece, demasiado, a un caballero inglés –algo así como un jugador de polo vestido, de los hombros a los tobillos, con una bata blanca, y rubio, atildado, de estatura y edad medianas y ojos fríos y claros–, me pregunta, no muy ansioso, como fatigado, si recuerdo algo de aquella lectura.

Me alzo de hombros y miro sus ojos claros y fríos, su cabello rubio y el nudo irreprochable de su corbata, y su devoción por el Martín Fierro, de la que me hizo partícipe, en una lejana tarde de verano, cuando se abandonó, displicente e inescrutable, a la celebración de los silencios de la pampa.

El neurólogo dice –y el tono de su voz es algo más fuerte que un susurro– que el informe elaborado a partir de esa polisomnografía nocturna (a la que me entregué, repite, dócil y abstraído), corresponde a una persona normal, salvo por una observación que él, el neurólogo, omitió mencionar en mi última visita, por razones obvias.

Yo miro el humo del cigarrillo que sube, leve y lento, y blanquísimo, hacia una ventana por la que entra la luz de la tarde. ¿Es una luz de otoño? ¿Mansa? ¿Dónde se refugió la luz del verano, mientras yo, por razones obvias, encendía un cigarrillo?

El neurólogo dice, sin ningún énfasis, tal vez retraído: la observación que acompaña a la polisomnografía nocturna indica que yo, persona sana, vivo una tristeza profunda.

¿Entiendo esa observación, incluida en el informe que acompaña a la polisomnografía nocturna?

¿Es mansa la luz del otoño?

¿Hacia dónde huyó la luz del verano?

¿Le digo, al neurólogo, que lo que yo deba entender de la observación que aparece en el informe agregado a la polisomnografía nocturna ha dejado de importarme?

¿Le digo que alguien escribió: la vejez, única enfermedad que me conozco, será breve, será cruel, será letal? ¿Y que escribió, también, que prefería olvidar las diez o doce imágenes que conservaba de su infancia?

Enciendo otro cigarrillo.

El neurólogo, las manos cruzadas sobre su escritorio, contempla el cenicero, y dice que no demore mi próxima visita, que vuelva cuando yo lo desee.

Me pongo de pie, y le pregunto al neurólogo si hay alguna otra cosa que yo deba saber.

El neurólogo que es, casi, un caballero inglés, sea lo que sea un caballero inglés, me abre la puerta de su consultorio.

Cuando llego a casa, prendo la luz de una lámpara de pie, siento a Tristeza Profunda en la mecedora, y la mecedora se mueve de atrás para delante, lenta y en calma, y pasea a Tristeza Profunda por el silencio que ocupa la pieza de paredes pintadas a la cal.

En la muerte de Andrés Rivera, El Universal

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