Hace ya algún tiempo publiqué en esta sección un relato de David Solana González titulado “Un puñal, una bala, una flecha”, en el que se narra el desencuentro de un adolescente con la chica de sus sueños. Era un texto fresco, sincero, directo, conciso y convincente. Ahora me envía, con su correspondiente –y muy interesante– comentario, este nuevo relato que nada tiene que ver con aquel en cuanto la temática, el tono y los procedimientos literarios.
Es un texto, para mi gusto, digno de figurar en cualquier exigente compilación de cuentos muy breves. La historia es completa en su brevedad, la concisión, la sugerencia y la precisión extrema del lenguaje al servicio de la trama sorprendente son evidentes e incluso el título no es superfluo o vano pues forma parte esencial de la historia, ya que la pica, con la insistente pregunta: “¿Es que no le había dicho nada?” –por cierto, un ejemplo de técnica narrativa de intriga, de pequeño suspense o de elipsis significativa, que no se aclarará hasta el final–, conforman el leitmotiv de este sorprendente relato.
Amigos seguidores de esta sección, lean ustedes y juzguen.
LA PICA
David Solana González (España, 1994)
La cabeza del supremo Dictador Lancieri, recién separada de su cuerpo, pensativa, baja rodando las escaleras del patíbulo. ¿Dónde están las picas?, se pregunta.
Ve el cielo, ve a la turba en la plaza, ve los escalones, ve al verdugo junto a la guillotina. Pero no ve las picas. ¿Es que no le había dicho nada?
Le habían llevado hasta la plaza a través de la calle de La Morte y había corrido desnudo entre la muchedumbre. Recuerda a las fulanas de pechos al descubierto gritándole ¡Arrivederci, Lancieri!, riéndose de odio, enseñando sus bocas desdentadas, escupiéndole. Recuerda el impacto de las piedras afiladas, la fruta podrida y los excrementos de animal que los niños harapientos recogían del suelo para lanzárselos. Recuerda a los hombres, borrachos y sucios de su propio vómito, golpeándole de todas las formas posibles. Recuerda el sabor de su propia sangre. Recuerda el olor a orín. Recuerda el tacto del barro frío en las plantas de sus pies. Recuerda a los soldados de mirada impasible evitando que el gentío le matase a palos, posponiendo su muerte unos minutos más, hasta que la enorme cuchilla le separase la cabeza del cuerpo.
Pero no recuerda las picas. No las había visto. ¿Es que no le había dicho nada? ¿O es que se le había olvidado mencionar lo de la pica? ¿Había sido una ensoñación?
¿Es que no le había dicho nada?
Ve las nubes en el cielo, ve a su pueblo en la plaza, ve los escalones manchados de sangre, ve su cuerpo inerte arrodillado ante el verdugo. Pero no ve las picas.
Al menos le habían decapitado. Y sonaban las campanas, sí, eso le reconfortaba. Su cuerpo le daba igual, pero ¿y su cabeza? ¿Es que no le iban a dar el trato adecuado? ¿Es que no le había dicho nada?
Por fin llega al suelo de la plaza. Vuelve a sentir el tacto del barro frío, esta vez en la mejilla. La gente comienza a acercarse y, entre las piernas mugrientas, ve a dos perros peleándose por algo, tirando en direcciones opuestas. Es la cabeza del general D’Agostino.
Le había visto por última vez hacía dos días, en la fiesta de su mansión. Solía celebrar fiestas allí. Todos los altos cargos acudían. Comían, bebían y disfrutaban de bellas mujeres. Recuerda que en esa última el general D’Agostino se lo pasó especialmente bien. Tuvo toda la noche a una jovencita de unos diez años sentada en el regazo y él, el muy pervertido, se dedicaba a meter su mano regordeta por debajo de la blusa de la niña. Adoraba a ese viejo. Siempre le fue leal.
Por fin lo recuerda. Sí, fue esa misma noche, la de la fiesta. Fue al mismo general D’Agostino a quien se lo dijo. Pobre hombre. Normal que no le hayan hecho caso si está ahí, a unos metros de él.
D’Agostino, después de pasarle la lengua por el cuello a la jovencita y acomodarla en su entrepierna, le había dicho:
–Líder Lancieri, no hay fiestas mejores en esta tierra que las que usted celebra. Si mañana muriese, moriría feliz. No anhelaría nada más. Si me permite la osadía –dijo el maldito–, ¿cuál sería su último deseo si muriese usted mañana?
Lancieri había reído y, levantando su copa, y con tono de pregonero, dijo:
–Yo, el supremo Dictador de la República, ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado y la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas a vuelo.
Comentario
La creación de este relato responde a una de las propuestas del taller de escritura creativa al que voy. En este caso, el reto en cuestión era que debíamos terminar el relato que escribiésemos con cualquiera de las siguientes frases:
1) La nuestra es una era esencialmente trágica, por lo que nos negamos a tomárnosla trágicamente.
2) Tan profundamente estaba instalada en mi conciencia que durante el primer año de escuela yo creía que cada una de mis maestras era mi madre disfrazada.
3) Yo, el supremo Dictador de la República, ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas a vuelo.
4) Alguien debe de haber calumniado a Joseph K., porque sin haber hecho nada malo fue arrestado una buena mañana.
5) ―Cuatro ―dijo el Jaguar.
6) ¿Encontraría a la Maga?
Cada una de ellas es, respectivamente, el comienzo de las siguientes novelas: El amante de Lady Chatterley , de D.H. Lawrence, El lamento de Portnoy , de Philip Roth, Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, El proceso, de Kafka, La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, y Rayuela, de Julio Cortázar. Además, como añadido a la propuesta, nuestro personaje protagonista debía atravesar un lugar caótico durante el transcurso de la historia.
El hecho de comenzar un relato por el final es algo que hago casi siempre, puesto que me resulta más fácil imaginar una escena que me parezca más o menos potente y escribir todo el relato sabiendo hacia dónde me dirijo. Sin embargo, este caso era especial, puesto que la imagen me la daban, no se me había ocurrido a mí. Por lo tanto, la labor imaginativa consistía en crear un conflicto que llevase a una de esas situaciones finales. Cabe decir que nuestro relato no tenía por qué guardar similitud alguna con los libros de donde están sacadas las frases.
En un principio, la frase que más me gustaba era la de “–Cuatro –dijo el Jaguar” y toda mi línea de pensamiento iba dirigida a buscar una situación en la que al decir eso se resolviese el conflicto del relato, finalizándolo. Ninguna de mis ideas me convencía.
Más tarde, repasando las diferentes frases, al leer la de Yo el Supremo, pensé que sería curioso escribir un relato empezando con la decapitación del protagonista. De este modo, la cabeza, todavía consciente, emprendería dos viajes: uno bajando los escalones del patíbulo observando su entorno y otro atrás en el tiempo, recordando lo ocurrido hasta llegar allí. El deseo de acabar ensartado en una pica y la incertidumbre de no saber si había expresado ese deseo serían el hilo conductor del relato, dando sentido a que terminase con esa frase tan peculiar. Al ser un cuento tan corto, una vez conocida la estructura que iba a tener, lo demás era relativamente fácil. Dar nombre a los dos personajes que aparecen, algunos trazos de sus personalidades y la creación de un escenario inventado pero que podría ser real es lo que menos tiempo llevó. Casi todo el trabajo de este relato fue saber cómo iba a llegar a donde quería. Una vez que lo supe, lo escribí de una sentada.
David Solana
Grandes comienzos de obras literarias
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