Ernesto Bustos Garrido
Toda esta “carne humana” formaba la clientela del Programa “Brilla el Sol”. La mayoría estaba allí por orden judicial, pero también había muchos que entraban a ese espacio de caridad por un plato de comida caliente. Iván les tenía lástima; a algunos había llegado a entenderlos. Entendía sus dramas y sus defectos. La mayoría era lo que se llama “casos perdidos”, que por mucho que se les ayudara a salir de ese submundo de golpes, amenazas, y delaciones, seguirían, inexorablemente, su sendero ya previsto hacia la noche total, hacia el derrumbe y hacia el ocaso de sus vidas, con una bala entre ojo y ojo por «soplón» o simplemente por «flaite».
Cuento de Ernesto Bustos Garrido ¡Ya, tío, tírese al suelo!
Tendido en el suelo, con la boca sobre el pavimento sucio y helado, sintiendo los sabores del dolor y del miedo, y sentenciado a no mirar hacia ningún lado, si no le pegaban de verdad un tiro en la cabeza, Iván advirtió, claramente, que los individuos que lo habían asaltado montaban en la camioneta de su trabajo y partían a toda velocidad sin rumbo conocido.
Eran poco más de la siete de la mañana, y por supuesto que nadie vería nada. La calle a esa hora aún guardaba en aquel rincón del barrio Estación Central de Santiago el silencio apagado y cómplice de la noche, y sólo tres perros vagabundos, propiedad de todos y de nadie, ricos en pulgas y garrapatas, hurgaban, despreocupados, entre los tarros y bolsas de la basura, en procura de su alimento de la mañana.
El asalto había durado apenas un poco más de un minuto. En ese tiempo de vértigo, Iván captó detalles que lo estremecieron. La pierna le dolía, salvajemente. Uno de los delincuentes –el del tic nervioso que lo llevaba a tocarse todo el tiempo los genitales en la entrepierna de su pantalón– le había pegado el balazo a solo tres metros de distancia. ¿Por qué?, se preguntaba sumido todavía en el shock causado por la agresión. Era inexplicable, porque, a pesar de ser un atraco, él nunca opuso resistencia; por el contrario, siempre colaboró.
Desde la incómoda posición en que se encontraba sobre el pavimento con olor a petróleo, con una de sus manos trató de alcanzar hasta la herida. Cuando sus dedos tocaron el orificio, a través del pantalón, se dio cuenta de que fluía sangre, mucha. Presionó la herida y pensó en un tapón o en hacerse un torniquete. Pero los dos individuos le habían ordenado, al partir, que no se moviera, ni gritara, ni pidiera auxilio, al menos durante tres minutos. En esos momentos sintió desamparo y desesperación. Quiso que pasara alguien; que un microbús parara en la otra esquina, que se bajara gente, y que alguna operaria o algún obrero caminara hasta donde él estaba, tirado en el suelo, herido a bala, humillado y lleno de preguntas.
El día anterior Iván Ortega se había llevado la camioneta de su trabajo para su casa, después de retirar del Servicio Nacional de Menores (Sename) unas cajas con material clasificado. Tenía autorización para hacerlo. Al día siguiente, a eso de las diez de la mañana, debía ir a buscar a una población ubicada detrás del Estadio Nacional, a cinco muchachos que estaban en proceso de rehabilitación. Antes, pasaría a dejar a su trabajo las cajas retiradas del Sename el día anterior. Eran carpetas y fichas con los casos de drogadicción que su grupo de rehabilitación y él atendían. Contenían información crucial para entender y conocer la forma cómo estos niños y jóvenes entraban al mundo de la droga y del delito. Por lo mismo esa mañana del asalto llegó a su oficina con anticipación. No quería andar con esa carga “explosiva”, paseándose por las calles de Santiago.
Hacía dos años que el Tío Iván, como le decían los muchachos, trabajaba como sicólogo en ese centro de ayuda para rehabilitar a jóvenes en riesgo social. A diario se codeaba con una gama amplia y extendida de delincuentes juveniles. Formando parte de este “zoológico humano” aparecían frente a sus ojos castaños asaltantes implacables de «portonazos, ladrones de cajeros automáticos expertos en la técnica del oxicorte proxenetas, explotadores de homosexuales, chiquillas menores de 14 años involucradas en asaltos de bancos y robos con escalamiento, niñas todas pintarreajadas que oficiaban ya de prostitutas, soldados de varios “capos” narco, cogoteros, carteristas, y drogadictos.
Toda esta “carne humana” formaba la clientela del Programa “Brilla el Sol”. La mayoría estaba allí por orden judicial, pero también había muchos que entraban a ese espacio de caridad por un plato de comida caliente. Iván les tenía lástima; a algunos había llegado a entenderlos. Entendía sus dramas y sus defectos. La mayoría era lo que se llama “casos perdidos”, que por mucho que se les ayudara a salir de ese submundo de golpes, amenazas, y delaciones, seguirían, inexorablemente, su sendero ya previsto hacia la noche total, hacia el derrumbe y hacia el ocaso de sus vidas, con una bala entre ojo y ojo por «soplón» o simplemente por «flaite».
Su jefe siempre le advertía de que tuviera cuidado, que no les diera confianza, que se limitara a cumplir con los protocolos del programa, que cuidara sus pertenencias. Algunos eran ladrones incorregibles, capaces de robarle a su propia madre con tal de disponer de algunas monedas para el “pocho”, es decir la dosis de “crack” que la mayoría fumaba cuatro y hasta cinco veces al día.
Sin embargo, Iván creía en la bondad y en el cariño como herramientas esenciales para ablandar los corazones duros y enderezar entuertos, como le peroraba el Quijote a Sancho Panza cada vez que las cosas no les salían bien. Les hablaba él de sus tiempos de basquetbolista, campeón de Chile infantil y juvenil, de sus viajes a Argentina y Brasil, jugando por la Católica; también de su padre profesor universitario, de un hermano mayor destacado periodista en música e hincha de Racing de Argentina, y de su hermana Fernanda, antropóloga y experta en salud intercultural, que a base de su propio esfuerzo, y sin padrinos políticos, realizaba en Brasil un doctorado. Les hablaba, asimismo, de su madre, una mujer con tres corazones, generosa hasta el error, alegre, pura risa, generosa, y que lo había sacado de todos los hoyos en que él cayera siendo un adolescente como ellos.
Los muchachos y chiquillas del programa lo escuchaban, a veces con atención, a veces respeto, pero en otras ocasiones vituperaban sus palabras con insultos y pachotadas; se burlaban de él; les daba lo mismo.
–El gueón nos quiere vender la pomá –le decía un cabro que ya tenía una condena por robo con violencia, a otro que estaba acusado de haber puesto sobre la línea del tren, en la población José María Caro, a un rival de amores, que le había levantado a su novia de toda la vida.
Y uno flaco, espinillento, medio tatarita, que era muy confianzudo le decía:
–Ya, tío, pásese unas lucas para ir a comprar dos pitos; uno pa’mi y otro pa’ mi ril, aquí presente. ¿No me ve cómo nos tiritan las manos?
Iván los escuchaba, pacientemente, sin alterarse ni recriminar a ninguno. Les pasaba a veces plata, pero para que se compraran, ante sus ojos, un “superocho” o pan amasado “calientito” que vendían en las esquinas, al paso de la van que los llevaba al programa.
Siempre trataba de mostrarles la otra cara de la vida. En el centro de rehabilitación existía una cocina para el personal, y allí él mismo les cocinaba comida casera, esa que esos muchachos nunca habían conocido ni probado en años. Y a veces, también, se sacaba unas lucas del bolsillo para ir a comprar un pedazo de carne a la esquina, y hacerles un asado al carbón, en el patio del recinto.
–Tío –le decían–, rájese ahora con unas monedas para ir a comprar un cartoné.
–Estamos en zona seca, cabritos –les respondía Iván–, así es que pura bebida no más…
Cuando no estaban muy alterados por la droga, aceptaban el vaso de bebida, pero cuando su sangre estaba saturada de alfenoles y alcaloides, tiraban los platos lejos y salían despotricando contra la comida, contra el sistema, contra el programa y contra todos los tíos y tías chuchas de su madre, incluido el tío Iván Ortega.
Dentro del vehículo –una camioneta tipo station, alemana, con cuatro corridas de asientos, aire acondicionado, y hasta lector de CD’s y televisión–, cuando los iba a buscar o a dejar a sus domicilios, Iván los escuchaba hablar de sus vidas. Entre ellos y en el enrevesado lenguaje de los bajos fondos, comentaban con crudeza sus andanzas y fechorías. Las contaban como “hazañas”, como chorezas dignas de aplauso o un toque de la diosa blanca, nombre dado eufemísticamente a la cocaína. Todos confesaban, a quien los quisiera escuchar, que a veces preferían estar en cana, presos, que andar vagando por las calles de Santiago, expuestos a un balazo de otras pandillas, cagados de hambre, muertos de frío, y enfermos de sueño por el uso excesivo de las drogas. Todos sabían manejar mejor el cuchillo que el lápiz de escribir o el cepillo de dientes.
Ni hablar de la vida sexual de las mujeres. Cada episodio referido por ellas constituían historias de abandono, acoso, violación, incluso de padres y hermanos. Con singular crudeza la “Mariuca”, una cabrita flacuchenta de sólo 14 años, comentaba sus experiencias de cama y velador.
–¡Que sea grande o chico, me da lo mismo! –decía muerta de la risa. Y agregaba–: Lo que vale es que sea juguetón. Otras, ya a los doce años, se habían prostituido, y todo por conseguir algo de plata para droga y comprarse la chaqueta de cuero que le habían visto en la tele a la Shakira.
El centro de rehabilitación estaba emplazado en el sector de la “Pila del Ganso”, llamado de esa forma porque en el pasado existió allí un abrevadero para bestias de carga. Los encargados del programa lo habían escogido porque era más cercano a la realidad de esos niños y niñas provenientes de hogares mal constituidos y que porfiaban por seguir con sus vicios. En ese sector de Villa Francia y Pajaritos reinaban los “patos malos”. Allí el atraco con arma blanca, el cogoteo, y hasta el crimen aleve por quitar cincuenta pesos eran causa y efecto. En ese sector de cités y covachas malolientes, la institución de caridad donde trabajaba Iván parecía una isla en medio de tanta gangrena y otros azotes de esta sociedad injusta y consumista. La casona tenía la fachada cubierta de grafitis, groserías, dibujos inmundos y consignas anti-sistema. Las puertas del recinto se abrían alrededor de las ocho; nunca antes; por eso, cuando ocurrió el robo de la camioneta, nadie vio nada.
Además, todo fue tan rápido como una noticia inesperada o un “tate’ quieto” a la maleta. Iván se había quedado un rato en el vehículo a la espera de que el viejo Porfirio abriera las puertas. Pero faltaban todavía varios minutos. Pensó entonces en su mujer, que a esa hora dormiría con pausa y con sosiego, cubierta apenas con una camiseta suya que ella usaba como pijama. Se habían casado hacía un año y aún estaban en la etapa de adaptación a esa nueva vida. Ella era mucho más joven que él y bastante celosa. Él, mal genio y con poca paciencia para soportar los berrinches de su esposa. Pensaba en eso cuando dos tipos con pasamontaña, uno por cada lado del vehículo, la apuntaron con pistolas, urgiéndolo a salir.
A partir de ese momento, los hechos tomaron una velocidad in crescendo. Sólo una vez en sus treinta años de vida se había visto enfrentado antes a una situación límite. También fue un robo, pero arriba de un microbús de la locomoción colectiva. Tres muchachones marihuaneros, en menos que canta un gallo, subieron por la puerta trasera y mostrando cuchillas hicieron una rápida colecta entre los pasajeros. A él le llevaron un personal stero y su reloj digital. Ahora era diferente porque estaba solo; eran dos, y tenían armas de fuego. Sin duda querían el vehículo; qué más. Las cajas con las fichas debajo de los asientos, nadie sabía de ellas, ¿o sí? Se bajó con las llaves en la mano. Uno de ellos que olía a cerveza le dio un manotón y se apoderó de ellas. El otro se quedó a la expectativa mirando hacia todos lados. No eran profesionales del robo a mano armada; se notaba; además, ninguno de los dos hablaba. Todo lo suyo eran gestos y una creciente actitud agresiva. Lo tenían todo estudiado, al parecer. El que había tomado las llaves lo apuntó con su pistola obligándolo a alejarse de la camioneta un par de metros. Con el arma le hizo un gesto a su compañero y éste metió medio cuerpo en el vehículo. Al hacerlo, se le subió la chaqueta del buzo que vestía. Así Iván alcanzó a ver una camiseta del «Barza». El asaltante hurgó en el interior de la camioneta y ubicó la mochila del sicólogo del programa que estaba debajo de un asiento. Con la mano libre la sacó del vehículo y la alzó para que su cómplice la viera.
Entonces Iván habló:
–Porfa’, chiquillos –sabía que eran adolescentes, como los del program–, llévense todo lo que quieren, pero adentro de la mochila hay un pendrive donde tengo las fotos de mi matrimonio.
Los dos malandras se miraron a través de las mirillas que tenían los pasa montaña. La petición del asaltado los desconcertó.
–¿Pen qué? –preguntó el del tufo a cerveza y que hacía de líder.
–Pendrive –contestó Iván, asustado.
–¿Qué es esa guevá? –inquirió el otro que no cesaba de llevarse la mano libre a su zona genital, como si necesitara cada cierto comprobar que allí estaba su otro armamento.
–Es un aparatito que sirve para guardar fotos, documentos e información.
–Nos sirve, dijo el que tenía la camiseta del «Barza” debajo de su ropa.
–Es que a ustedes eso no les sirve de nada –argumentó la víctima del atraco.
Entonces recordó que pronto abrirían la puerta del centro y que dentro de la camioneta, en un compartimento secreto, debajo de la tercera corridas de asientos, estaban las cajas con toda la información de los casos más relevantes de delincuencia y drogadicción y que él había traído el día anterior desde el Sename y que esa mañana debía entregar en su oficina. Evaluó su importancia y concluyó que era material tremendamente valioso porque allí estaban los nombres de un grupo de funcionarios y policías corruptos que obligaban a los muchachos a trasladar droga y a las mujeres a prostituirse con clientes que eran grandes consumidores de cocaína y que ellos mismos les vendían.
–Sirve –afirmó el que lo apuntaba–. Con dos lucas que nos den, alcanza pa’l vicio. Ya, nos vamos, sentenció el jefe.
Entonces el de la camiseta del «Barza», a quien Iván había reconocido como el “Chambao” Muñoz, de la población Rosita Renard, detrás del Estadio Nacional y que era de los que él tenía que ir a buscar a su casa, a eso de las diez de la mañana, se le fue encima, le dio un pechazo y le dijo:
–Ya, tío, tírese al suelo…
Iván entendió clarito y dando por perdida su mochila con una cámara digital, su computador y el “pendrive” adentro, se acostó de cúbito abdominal sobre el pavimiento. Desde esa posición vio que el otro asaltante se ponía al volante y le daba arranque al motor. Era el Lucho Urrutia, también de la Rosita Renard. En el programa aparecía como el más renuente a dejar la droga. Decían que era “soldado”, de un narco llamado Juan Diógenes Verdugo, el “Bicicleta”.
Iván recordó que precisamente ese día el Lucho debía llevar una tarea al programa: debía escribir en diez líneas qué podía hacer él para ayudar a que su padre saliera de la cárcel. ¡Bonita manera de ser solidario con su progenitor!, pensó el sicólogo
Desde el suelo Iván escuchó cómo el Urrutia aceleraba el motor de la camioneta como si se prepara para realizar algunos piques de prueba en la pista de Las Vizcachas. Recordó que le apasionaban los autos y sobre todo esa camioneta, de un modelo diferente a todo lo que había en el mercado, y que tenía incluso un bar con tele debajo del piso, entre el primer y el segundo asiento.
–Vamos –le gritó el Urrutia, al que le decían el “Chambao” que se entretenía mucho trajinando la mochila, mientras blandía torpemente su pistola marca Walther de 9 milímetros, y que esa madrugada le habían pasado Gutiérrez y Cereceda, dos de los tiras que aparecían citados más veces en las fichas secretas del centro de rehabilitación.
–Güeno, compañero –respondió tratando de falsear la voz para no ser reconocido–. Tenimos que hallar unas cajitas que deben andar por ahí. Querimos verlas. Nos decís dónde están y chao pescao.
Iván entendió recién por qué el robo de la camioneta. Estaban dateados, pero de quién… Rápidamente paró sus elucubraciones. Mejor decirles que están debajo de la tercera corrida de asientos. Con la mano les indicó dónde. El «Chambao» expulsó de su sucia garganta una risa mefistofélica. Se asomó debajo del asiento, dijo «yastá”. Pero antes de montar en la camioneta se acercó al asaltado y sin titubear y le disparó un tiro a dos o tres pasos de distancia.
–No te movai –le ordenó. Enseguida le dio la espalda, caminó con agilidad de gato montés, se arregló el paquete de su entrepierna, y de un asalto trepó en el vehículo robado.
–¿Y pa’qué le disparaste gueón? –le gritó el Urrutia, indignado, al borde de sacar la suya y pegarle dos balazos en las bolas.
–P’a salvarlo poh Luchito; no vis que después pueden decir que este compadre es yunta de nosotros y que él mismo no dió el dato de las cajas……. Por eso le pegué un «tunazo».
Fin
Nota: En este cuento se ha utilizado parte del lenguaje de los bajos fondos chilenos. Por ejemplo, el «portonazo» es el robo con violencia de un vehículo quitado a la fuerza cuando el dueño ingresa a su casa. Oxicorte es la acción de usar un soplete para sacar un cajero automático de sus anclajes. Una «luca» son mil pesos chilenos (un dólar y 30 centavos). «Vender la pomá o la pomada», es un discurso de educadores, policías, jueces y políticos para convencer de algo a alguien. La «Bicicleta» es un método de especular con dinero ajeno. El estafador reúne o capta dinero de clientes o prestamitas y lo va usando para pagar deudas o comprar insumos de sus negocios, recupera la inversión, paga, y así queda con el crédito habilitado. «Ril» es el compadre y el amigo de andanzas. «Cartoné» es el vino en caja, barato y al alcance todo el mundo. «Tiras» se les dice a los detectives de la policía civil. En capicúa delincuencial se les dice «ratis» también. «Soldado» se les llama a los delincuentes que protegen a los narcos importantes. Andan armados y vigilan las calles, las esquinas o están atentos a cualquier movimiento que les resulte sospecho en las imediaciones de la guarida del capo mafioso. Matan y recien drogas como paga. «Un tate’ quieto a la maleta», golpe de puño en la cara, sorpresivo, que generalmente inmoviliza a la víctima de un atraco. «Estar en cana», es estar preso. «Chao pescado, es una frase coloquial para expresar que una orden o un encargo está cumplido y que sobre ese asunto no hay nada más que hablar. «Yastá» es un vocablo que comprime la frase «Ya está», que significa: okey, está todo bien, tal cual usted lo ordenó. El «tunazo» es un balazo, a quemarropa, muchas veces el tiro letal para eliminar a un enemigo o rival.
