Dos relatos cortos sobre la pelota de trapo

Ernesto Bustos Garrido nos presenta dos cuentos con la pelota de trapo como protagonista. Uno de ellos es del gran Felisberto Hernández. El otro, de Emilio Machado.

Antes de los relatos, a modo de introducción, Ernesto comparte con los lectores momentos de su infancia, en la que no faltó una pelota de trapo, y que tan buenos ratos les dio a él y a sus amigos.

Juegos infantiles o el arte de soñar

Ernesto Bustos Garrido

Cuando somos niños, la fantasía hormiguea en nuestras mentes. Solo hay que jugar; no importa si no hay con qué. De pronto sale por ahí un palo de escoba y en un dos por tres se transforma en un caballito de madera; el cojín viejo y destartalado perdido en el entretecho toma forma, raudamente, de un osito de felpa; el papel de envolver se transforma por obra de gracia en un hermoso volatín (cometa) y con un vidrio quebrado y tiznado con humo, lo convertíamos en lentes para mirar el eclipse de sol.

¿Y las medias de la abuela y los calcetines viejos del papá? ¿Para qué servirían?

¡Una pelota de trapo!

Ningún instrumento me pone más nostálgico que una pelota de trapo. ¿Qué niño no ha tenido una? Nos habla de inocencia, de candidez; de sueños. Mi amigo Alfonso quería ser como el arquero Daniel Chiriños de Audax Italiano y yo como el tocopillano Manuel “Colo Colo” Muñoz. A veces también me duele, y a veces me habla de estrechez económica, de sitios baldíos, de escapadas sin permiso de los padres y de rasmilladuras en las rodillas.

Yo tuve una pelota de trapo, propiedad a medias, con mi amigo Alfonso, “el Chupao”, que estaba tan bien hecha, que hasta daba botes. Nos había demandado toda una tarde su confección. El relleno lo hicimos con «huaipe» que le robamos al maestro mecánico Laplachaede. Luego fuimos envolviendo ese pequeño “moño de tiras aceitosas y enmarañadas” con una y otra calceta, de las viejas y las más remendadas…. Cuando estuvo lista, Alfonso, me dijo “¡Espera!”, y entró a su casa, por unos segundos, erguido buscando garrupias.

Regresó con una aguja de coser enhebrada con hilo azul y cosió la pelota para que no se «destripara» tan fácilmente.

Después nos fuimos a la canchita de tierra, en medio de unos terrenos municipales, a juntarnos con el Peyuco, el tío Negro, el Alcaíno y el «Perro»Aguilar.

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Relato corto de Felisberto Hernández: La pelota

Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que yo no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita –pronto para correr– yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo, ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo es que ella me decía que la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi cómo ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio, el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo.

escritor y músico Felisberto Hernández
Felisberto Hernández

Después de haberle dado las más furiosas “patadas” me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de esas veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección alguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera, pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella volvió a negármela, pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo.)

En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó y quise pegarle una “patada” bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado; pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle pegarle un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me paré para seguir jugando y la encontré más ridícula que nunca; había quedado chata como una torta. Al principio me dio gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda.

Cuando me volvió el cansancio y la angustia, le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota; que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.

El autor

Felisberto Hernández (Uruguay, 1902-1963) fue, además de escritor, un músico notable. Aunque también escribió novelas, se lo considera un maestro en el género del relato breve. Este texto fue tomado de ✅ Primeras invenciones » (Arca, Montevideo, 1969). Otro texto de este autor: ✅ Nadie encendía las lámparas .

Relato corto de Emilio Machado: Pelota de trapo

Entramos corriendo a nuestro hogar, mirando hacia atrás, con el ocaso de fondo y la magna noche cayendo a nuestras espaldas, implacable. El sonido infernal de la sirena me agobia y deprime. Es el “toque de queda”.

Debemos entrar a casa, llamo a mis hermanas menores. Es peligroso quedarse afuera, las patrullas arrasan con el lugar, no importando las consecuencias, no les interesa la parte humana, llegan, devastan, rompen, allanan, secuestran… se van. Arrasan. Matan. Te llevan y es solo un viaje de ida.

Tomo la mano de mi madre, ella la aprieta con fuerza.

–Trae tu pelota, entra rápido.

Obedezco. Las “chanchitas azules” se ven en el horizonte. Se respira un ambiente pesado, estresante, repulsivo. La represión y la depresión ganan terreno y el terror se apodera de familias enteras, familias las cuales sólo sobrevivirán en el recuerdo de algunos pocos… “In memoriam”.

Se remueve la tierra cuando pateo esa pelota hechas con medias rasgadas, ya gastadas de mi “vieja” y mis hermanas; no hay para una de cuero, es lo más parecido. El juego y la risa entre mis amigos es lo que me evita ver una cruda realidad que azota a un país entero. Se disfruta ese mínimo momento, ya que no sabremos si lo volveremos a tener. Cruda realidad. La violencia está instalada en cada metro de mi ciudad, y mi polvorienta calle no se salva de ella. Levantamos la tierra cuando suena la bendita sirena, a las 19 horas, puntual. Polvo por salir corriendo para refugiarnos en nuestro hogar. ¿Libertad? No, eso era antes. Sólo queda el sentimiento de, la sensación.

–Todos adentro –grita mi madre. Grita sí. Su voz es un eterno alarido de desesperación y miedo… ya son muchos desaparecidos.

–Nos vamos –susurra mi padre a mi madre, en la comida, en la cena. Sus palabras cortan el aire–. Mañana nos vamos, conseguí los boletos de avión. –Perplejidad, duda, atención, quizá esperanza–. A España, la madre tierra, ahí empezaremos de nuevo, más posibilidades, otras oportunidades, mucho más tranquilo.

Mi madre asiente.

En la maleta se esconde la pelota vieja de trapo; quizá esa misma circule por varias calles de esa tal “Patria” a la que vamos. No sé qué lugar será, pero sé que es un gran cambio. Una lágrima corre por mi mejilla; soy chico, pero sé lo que pierdo al irme, pero también soy grande, sé lo que gano al irme, al irnos.

Mi calle ya no es segura. No me dejan más estar solo, afuera, para, simplemente, ser niño.

Suena la sirena. Aturde, eriza… estremece. Las pupilas se dilatan y los nervios crecen; veo el miedo en los ojos de mis padres, soy grande para entenderlo y chico para también sentirlo. Afuera rugen los motores cual leones hambrientos; las patrullas sorprenden al barrio. Ruido de sirenas, frenadas, corridas, gritos, balazos… silencio.

Lo peor es el silencio. Te envuelve, te lleva. Te despierta a mitad de la noche, sudando, con la respiración entrecortada, gritando. Miedo.

Una lágrima surca mi rostro, llega hasta mi mandíbula. Cae. Aprieto con fuerza mi propia mano dentro de mi bolsillo. Cierro los ojos y me apoyo contra la pared.

***

–¿Señor? ¿Se encuentra bien?

–¿Eh? Ah, sí. Gracias. Son muchos recuerdos que… –Me quiebro.

Un llanto ahogado hace temblar todo mi cuerpo; una sensación gélida recorre mi columna. Hacía mucho tiempo que no la percibía. Nunca me olvidé de ella. Inspiro profundo, expiro de a poco. Levanto mi rostro ya viejo hacia el sol, me quedo dos segundos, respiro lento. Los recuerdos me agobian.

En aquella esquina se llevaron a mi padre, nunca más lo vi. Nunca llegó al avión. En este cordón de la vereda mi madre se sentó, cabeza entre las rodillas… buscaba el pedacito de corazón roto. Un charco de lágrimas quedó entre sus pies. Hoy descansa, sí, al fin descansa.

–La pavimentaron –comenté en susurros.

–Hace años, sí –me contesta el hombre a mi lado.

–Quedó bien.

–Después de la Dictadura cambiaron muchas cosas.

–Puede ser, pero el corazón tiene memoria.

Saco de mi mochila la vieja pelota de trapo, y la hago correr por esa calle la cual antes era de tierra, ahora pavimentada. Dejo una flor en ese cordón. Dejo un trozo de mi vida.

Abro los ojos y reveo por última vez ese lugar que me vio crecer, y también me vio morir. Me doy media vuelta y vuelvo por mis pasos. Vuelvo a la que ahora es mi “Patria”. Por el rabillo del ojo miro a esa cuadra, parte de mi infancia que me parte al medio. Muchos recuerdos. Me voy con mi madre… y mi padre. Estén donde estén. La pelota de trapo continúa su trayecto en la bajada.

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El cine y la infancia

Elogio a la infancia en “El pantano de las mariposas”

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