In Memoriam (por Pedro Benengeli)

In Memoriam

La madrugada de tu muerte soñé con mujeres que se me entregaban apasionadamente, a continuación soñé con sangrientas batallas al arma blanca donde se amontonaban los cadáveres con la ferocidad de una muerte rabiosa. Erigí una pira funeraria en tu honor. Me desperté llorando, y descubrí que tengo alma. Te lo debo a ti, amigo Julio, que me abriste los ojos.

Apenas nos diste tiempo para la despedida, te fuiste con prisa y con el sarcasmo en la mirada, con la dignidad del hombre hecho, dueño de tu destino hasta el final; te fuiste con las botas puestas. Y nos dejaste aquí, huérfanos de la verdadera amistad. No de esa trufada de conveniencias e hipocresías, de intereses o vanas apariencias, sino de la amistad que nace del corazón.

No me permitiste siquiera enseñarte mi mundo, mostrarte el lado bueno y malo de la libertad, hablar de horizontes, cenar en paz y concordia con un balcón abierto a la noche de verano. Por poco la muerte, celosa, impidió que nos reencontráramos acompañados de tu mujer y de tus hijos, para reconciliarnos frente al mundo y prepararnos en plenitud para lo inevitable. Me volviste a engañar, Julio.

Y a pesar de mi tristeza o, mejor dicho, acompañando a este dolor que me sorprende, viene la alegría de haberte conocido. Porque, verdaderamente, tú salvaste mi vida, hiciste de mí un hombre cabal que, aunque herido por largos años de encierro y aislamiento, recuperó la confianza en el mundo. Fe por cierto que aún no he perdido en medio de los avatares de esta vida que a ti y a mi, querido amigo, tanto nos ha castigado últimamente.

Quizás por eso decidiste marchar, rápida y silenciosamente tomaste las de Villadiego dejándonos, entre otras cosas, sin los juegos de palabras y las ingeniosas bromas de doble sentido que sabías urdir para desarmarnos, para hacernos tocar tierra en la implacable verdad cuando el barco escoraba demasiado hacia el lado de la mentira. Nunca fuiste amigo de los miserables y de lo políticamente correcto.

Y para apoyarnos en ese sólido pilar, el del amor que sostiene el mundo, llenábamos nuestras horas con risas y nuestras copas con el dulce néctar de los dioses, acompañados también por el humo de interminables tabacos que alumbraban el aire y nos quemaban por dentro. A ti te quemó la vida, amigo Julio, pero aún sabiéndolo continuaste siendo el mismo hasta el final, fiel a ti mismo y a convicciones inquebrantables que habían nacido, sobre todo, de lo mejor que se esconde en el ser humano.

Todo eso que alumbramos con muchos días y noches de equívocos, francachelas y fumeteos, acompañados de hembras que nos amaron en algún momento de nuestras vidas y que luego se fueron, dejando cicatrices y el rastro de algunos hijos. Tuvimos suerte de vivir esos tiempos; un mundo en paz, un mundo de entusiasmos y convicción, un mundo entregado que desde luego no era este que acabas de dejar. Tal vez por eso te largaste, amigo mío; te dejé abandonado frente al fuego de la chimenea donde solíamos contemplar las brasas hasta bien tarde, conversando de todo lo divino y humano hasta que te quedabas plácidamente dormido en el sillón que sacabas al porche de tu casa, frente al valle y bajo las estrellas.

Dónde estarás ahora que tanta falta me haces, yo tan egoísta que no pienso en los otros, en los otros muchos que también has dejado vacíos de tu presencia y de tu extraordinario sentido del humor. Ayer, sabes, me llamó llorando uno de la pandilla de juventud; y el otro viejo amigo, que solo habla de sus hijos enarbolándolos como una bandera, y se ha endurecido por dentro como si fraguara de cemento y despecho, puede que también se duela. Falta Lucas, que se mató tan joven, y el Tamames, al que tú solo conociste en la adolescencia y te introdujo en el arte de las mujeres. Seductor impenitente, tantas te amaron o te odiaron que eras la envidia de todos nosotros, porque siempre te mantuviste en el lugar que le correspondía a tu hombría de bien, nunca te rebajaste a la indignidad o a la cobardía.

Tantas cosas que ya no podré compartir contigo, tantos recuerdos que solo quedan para mis horas de insomnio, para mi juventud hallada y perdida, para la luz que alumbraste en este camino de piedras. Pues si de algo sirve la juventud es para insuflar la fe ciega que nos lleva adelante en una vida necesariamente abocada al fracaso. La muerte te robó, hermano, o quizás te fuiste con ella contento, entregado a la última y única amante que te fue fiel y que siempre, siempre, nos espera.

Pedro Benengeli

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