El escritor Saki (seudónimo con el que firmaba sus libros Hector Hugh Munro) no es ni mucho menos un desconocido para los lectores de Narrativa Breve. Ya hemos publicado cuentos suyos, como «Los lobos de Cernogratz» o «Tobermory», donde nos deja pinceladas de su habitual ironía, mordacidad y sentido del humor.
En este nuevo relato, muy pertinente pues estamos en el preámbulo de las Navidades, podemos leer un relato «muy Saki» en el que narra una cena de Navidad.
Cuento de Saki: La fiesta de Navidad de Reginald
Una historia navideña
–Dicen –dijo Reginald– que no hay nada más triste que la victoria, excepto la derrota. Si usted ha estado alguna vez con gente aburrida durante lo que se considera la estación festiva, probablemente puede modificar ese hecho. Nunca olvidaré haber pasado una Navidad con los Babwold. Mrs. Babwold es una parienta de mi padre –una especie de persona dejada de lado hasta que se le adopta como prima–, y eso fue considerado una razón suficiente para que yo tuviera que aceptar su invitación formulada por sexta vez; aunque por qué los pecados de un padre deben ser asumidos por sus hijos, usted no encontrará ningún papel en ese cajón; ahí es en donde guardo viejos menús y programas de estrenos.
Mrs. Babwold asume una personalidad más bien solemne y nunca se la ha visto sonreír, aun cuando dice cosas desagradables a sus amigos o prepara la lista de compras. Toma sus placeres con tristeza. Un elefante del Estado en Durban nos produce una impresión muy similar. Su marido se dedica al jardín en todas las estaciones. Cuando un hombre sale en medio de la lluvia para sacar las orugas de los rosales, generalmente me imagino que su vida puertas adentro deja algo que desear; de todos modos, debe ser muy perturbador para las orugas.
Por supuesto había otras personas allí. Había cierto mayor que había cazado cosas en Laponia, u otro lugar de esa clase: no me acuerdo de qué cosas eran pero no porque no me lo recordaran. Las traía a colación, frías, con cada comida, y estaba continuamente dándonos detalles de lo que medían de punta a punta, como si pensara que íbamos a hacerles ropa interior abrigada para el invierno. Solía escucharlo absorto de una manera que creía adecuada, hasta que un día modestamente mencioné las dimensiones de un okapi, que había cazado en los pantanos de Lincolnshire. El mayor se puso de un hermoso color escarlata (recuerdo haber pensado en ese momento que me gustaría pintar mi baño de ese color), y creo que instantáneamente sintió en su corazón disgusto por mí. Mrs. Babwold adoptó una expresión de “primeros auxilios a los heridos” y le preguntó por qué no publicaba un libro sobre sus memorias deportivas, que sería tan interesante. No recordó hasta más tarde que le había regalado dos gruesos volúmenes sobre el tema con su retrato y su autógrafo como portada y un apéndice sobre los hábitos del mejillón ártico.
Al atardecer poníamos a un lado as preocupaciones y distracciones del día y realmente vivíamos. Se consideraba que las cartas eran una manera muy frívola y vacía de pasar el tiempo, de modo que la mayoría jugaban a lo que llamaban un juego de libros. Uno se iba al hall, supongo que para inspirarse, luego volvía con una bufanda atada alrededor del cuello, y se suponía que los otros debían adivinar que uno era Wee Macgreegor. Soporté la necedad hasta que pude, pero finalmente, en un rapto de afabilidad, consentí en hacerme pasar por un libro, sólo que les advertí que me llevaría cierto tiempo. Esperaron alrededor de cuarenta minutos mientras yo jugaba a los bolos con copas de vino con el paje de la despensa: se juega con un corcho de champagne, y el que voltea más copas sin romperlas gana. Yo gané, con cuatro no rotas sobre siete. Creo que William estaba demasiado ansioso. En el salón estaban más bien furiosos porque yo no había vuelto, y no se pacificaron en absoluto cuando les dije que yo era At the end of the passage.
“Nunca me gustó Kipling”, fue el comentario de Mrs. Babwold, cuando comprendió la situación. “Nunca encontré nada ingenioso en Earthworms out of Tuscany, ¿o ese es de Darwin?”.
Por supuesto, estos juegos son muy educativos, pero personalmente prefiero el bridge.
La noche de Navidad se suponía que debíamos estar especialmente joviales, a la antigua manera inglesa. El hall estaba terriblemente expuesto a corrientes de aire, pero parecía ser el lugar adecuado para festejar, y estaba decorado con abanicos japoneses y linternas chinas, que le daban un aire “muy vieja Inglaterra”. Una joven con voz confidencial nos brindó un largo recitado acerca de una niña pequeña que murió o hizo algo igualmente trillado, y luego el mayor nos hizo un relato gráfico de la lucha que tuvo con un oso herido. Yo deseaba privadamente que alguna vez los osos ganaran en esas ocasiones; al menos no fanfarronearían sobre ello luego. Antes de que tuviéramos tiempo de recuperar nuestro ánimo, fuimos entretenidos con la lectura telepática de un joven, de quien se sabía instintivamente que tenía una buena madre y un sastre indiferente, el tipo de joven que habla incansablemente a través de la sopa más espesa y alisa su pelo vagamente como si pesara que podía devolverle el golpe. La lectura telepática tuvo cierto éxito: anunció que la anfitriona estaba pensando en poesía, y ella admitió que su mente estaba meditando sobre una de las odas de Austin, lo que era bastante aproximado. Me imagino que realmente estaba pensando si un cogote de cordero y un budín de ciruela sería suficiente para la cena de la cocina del día siguiente. Como suprema disipación, todos se sentaron a jugar halma progresivo, con chocolate con leche como premio. He sido correctamente educado, y no me gusta jugar juegos de ingenio por chocolate con leche, de modo que inventé un dolor de cabeza y me retiré. Había sido precedido unos minutos antes por Miss Langshan-Smith, una dama más bien formidable, que siempre se levantaba a alguna hora incómoda por la mañana y daba la impresión de haber estado en comunicación con gran parte del Gobierno Europeo antes del desayuno. Una oportunidad tal no se presenta dos veces en la vida. Cubrí todo, excepto la firma, con otra nota, advirtiendo que antes de que estas palabras fueran leídas, habría terminado una vida malgastada, lamentaba la molestia que ocasionaba y le gustaría un funeral militar. Unos minutos después hice estallar una bolsa llena de aire en el rellano y emití un gemido teatral que podía ser oído hasta en el sótano. Luego, siguiendo mi intención inicial, me fui a la cama. El ruido que hizo esa gente para forzar la puerta de la buena señora era positivamente indecoroso; ella se resistió galantemente, pero creo que buscaron balas por alrededor de un cuarto de hora, como si ella hubiera sido un histórico campo de batalla.
Odio viajar el 26 de diciembre, pero ocasionalmente debemos hacer cosas que nos desagradan.
- Saki (Autor)
- Saki, H. H. Munro (Autor)
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