Nada significa nada

El escritor e historiador José Luis Ibáñez Salas reseña para Narrativa Breve la novela de Michael Chabon, El sindicato de policía yiddish, traducida al castellano por Javier Calvo.

Chabon, de ascendencia judía, es uno de los autores estadounidenses más aclamados por crítica y público en los últimos años. En 2001 ganó el Pulitzer por su novela Las asombrosas aventuras de Cavalier y Clay.

Nada significa nada

José Luis Ibáñez Salas

Publicada por primera vez en 2007, espléndidamente traducida al español por Javier Calvo un año después, El sindicato de policía yiddish (cuyo título original es The Yiddish Policemen’s Union) es la sexta novela (su noveno libro de ficción) del escritor estadounidense Michael Chabon.

El sindicato de policía Yiddish (Literatura Random House)
  • Used Book in Good Condition
  • Chabon, Michael (Autor)

Hacía mucho tiempo que tenía contraída una deuda con este literato magnífico, de quien hace muchos años, más o menos cuando los publicó en castellano, yo había leído la espléndida Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay (de 2000 y traducida asimismo por Javier Calvo en 2002), su tercera novela, y su excelente libro de relatos Jóvenes hombres lobo  (originalmente editado en 1999 y traducido a mi idioma seis años después también por Calvo).

Unas semanas atrás decidí poner fin a este tiempo enorme sin Chabon, sin la literatura deslumbrantemente pop de este escritor tan moderno, tan increíblemente cercano pese a escribir desde la lejanía de aquel país que tan bien conocemos gracias a su extrema habilidad para hacernos creer que la cultura es sobre todo un asunto salido del caletre de sus artistas.

He disfrutado El sindicato de policía yiddish como recuerdo haber sacado todo el provecho lector a los otros libros de Chabon que gocé con la emoción satisfecha de quien busca en la lectura el auténtico placer del sueño literario vertido por los verdaderos artistas sobre quienes leemos.

“Tiene la memoria de un convicto, las pelotas de un bombero y la vista de un desvalijador de casas. Cuando hay crímenes que combatir, Landsman se lanza por Sitka como si tuviera la pernera del pantalón enganchada a un cohete. Es como si detrás de él sonara la música de una película, toda llena de castañuelas”.

En El sindicato de policía yiddish volvemos a saber que hay personas, nosotros a veces incluso, que tienen “esa fe estúpida del coyote [de los dibujos animados] que te mantiene en el aire siempre y cuando no dejes de engañarte a ti mismo y decir que puedes volar”.

El sindicato de policía yiddish es una novela policiaca, una novela policiaca ensartada en una ucronía. Su protagonista es un policía, el detective Meyer Landsman, que “cobra por y vive para percibir aquello en que no se fija la gente normal”:

“Landsman es un tipo duro, a su manera, con tendencia a hacer apuestas arriesgadas. Lo han llamado tipo duro e insensato, lo han llamado momzer y chiflado hijo de puta. Se ha enfrentado a shtarkers y a psicópatas, le han disparado, le han dado palizas, lo han congelado y lo han quemado. Ha perseguido a sospechosos entre murallas centelleantes de tiroteos urbanos y en las profundidades de bosques infestados de osos. Alturas, multitudes, serpientes, casas en llamas, perros entrenados para odiar el olor de los policías, todo se lo ha quitado de encima sin esfuerzo o bien ha actuado pese a ello. Pero cuando se encuentra a sí mismo en espacios sin luz o cerrados, algo en el alma animal de Meyer Landsman se retuerce. Solo lo sabe su ex mujer, pero el detective Meyer Landsman le tiene miedo a la oscuridad”.

Michael Chabon, yiddish, novela, policía

Landsman, que en su arrebatada congoja ciclotímica de inquieto ser humano lleno del sentido del deber, del sentido del deber ayudar a quien lo necesita, a rectificar las injusticias, afirma y se afirma a sí mismo sentencias como esa que dice “nada significa nada”. Landsman, que es capaz de pensar, eso nos dice el narrador de la novela “que desde el punto de vista de, por ejemplo, Dios, toda confianza humana es una ilusión y toda intención, un chiste”.

Otro personaje significativo de El sindicato de policía yiddish, en esa misma onda de pesimismo existencialista, muy a tono con el ambiente algo claustrofóbico de esta ucronía de desesperanza y ruido, en la que los protagonistas han visto en el cine El corazón de las tinieblas, de Orson Welles, dice/escribe:

            “El hombre hace planes y Dios se ríe”.

El poli judío Meyes Landsman, que “desearía detener, aunque fuera solamente por un año, una década, un siglo, la marea del exilio judío”. Cuyo corazón es un acordeón que a menudo “suelta un resuello nostálgico”.

La literatura de Chabon se muestra en esta novela con la brillantez juvenil que yo le recordaba de sus otros libros. Una muestra:

“El rabino Heskel Shpilman es una montaña deforme, un postre gigante en ruinas, una casa de dibujos animados con las ventanas cerradas a cal y canto y el grifo del fregadero abierto. Lo armó torpemente un niño, una banda de niños, huérfanos ciegos que nunca habían visto un hombre en su vida. Pegaron la masa de cocinar de sus brazos y piernas a la masa de cocinar de su cuerpo y luego le encajaron la cabeza encima de todo. Con la cantidad de seda y terciopelo negros y finos que se ha empleado para hacer la levita y pantalones del rabino, le bastaría a un millonario para cubrir todo su Rolls-Royce. Haría falta la fuerza cerebral de los dieciocho sabios más grandes de la historia para elucubrar los argumentos a favor y en contra de clasificar el gigantesco trasero del rabino bien como una criatura del abismo, como una estructura construida por el hombre o como un acto inevitable de Dios”.

Una brillantez deslumbrante de la decrepitud, a veces:

“La tarde de sábado en Sitka yace muerta como un Mesías fracasado y envuelto en su harapo retorcido de nieve. En la acera no había nadie, y por la calle apenas pasaban coches. Pero aquí dentro de Mabuhay Donuts hay tres o cuatro desechos, solitarios y borrachos entre una curda y la siguiente, apoyados en el mostrador centelleante de resina, sorbiendo el té de sus shtekelehs y trabajando en los cálculos de sus siguientes equivocaciones”.

Para algunos de los personajes de la novela de Chabon, inundados de judaísmo aprendido, asimilado, ensimismado, el mundo es un déficit, el que hay entre el mandamiento divino y la observancia, entre el paraíso y la tierra: un déficit que solamente con la llegada del (auténtico) Mesías, como el que transita este libro magnífico, “se cerraría esta brecha, y “se colapsarían todas las separaciones, distinciones y distancias. Hasta entonces, gracias a Su Nombre, únicamente podían saltar chispas, chispas brillantes, de un lado a otro del vacío, como las chispas que saltan entre postes de electricidad. Y teníamos que dar gracias por su luz momentánea”.

Hay mucho Dios en esta novela. Aunque sus protagonistas eluden lo que su comunidad, la judía, elucubra alrededor de su necesidad de divinidad (y prefieren sentirse bajo “el infinito peso gansteril de Dios”), lo divinal hace constante acto de presencia en esta trepidante narración (en la que uno de sus personajes admite que “corren tiempos extraños para ser judío”):

            “Al viento no le importa si una bandera es roja o azul”.

Berko Shemets, compañero y primo de Landsman, puede ser muy explícito cuando habla de los judíos (él es judío):

“Lo que quiero decir es que los judíos son sinónimo de patrañas. Un millar de capas laminadas de política y mentiras pulidas hasta quedar bien relucientes”.

A todos los judíos, al nacer, dice el narrador, les entregan una “radio a galena sintonizada para recibir transmisiones del Mesías””.

La verdad, ese objetivo también policial, tan protagónico en tantas novelas, puede aparecer desangeladamente. Y lo hace, en ocasiones, como cuando otro policía les dice a Berko y a Meyer:

“Aquí no se trata de descubrir la verdad. No se trata de llegar a entender la historia. Porque vosotros y yo sabemos, caballeros, que la historia es lo que nosotros decidamos que es, y que por muy pulcra y ordenada que la pongamos, al final la historia les va a seguir sudando la polla a los muertos. Lo que tú quieres, Landsman, es vengarte de esos cabrones.

Chabon, como uno de sus personajes, “consigue darle al asunto una apariencia lo bastante descabellada para que resulte creíble”.

“–Pero no estamos contando una historia.

–¿No?

–Pues no. La historia, detective Landsman, nos está contando a nosotros. Tal como ha sucedido desde el principio. Nosotros somos partes de la historia. Usted. Yo”.

“Mi patria la llevo en mi sombrero. Está en el bolso de mi ex mujer”, dice Landsman (el extraordinario personaje que es Bina Gelbfish, ex esposa y en la novela jefa de Landsman).

Una novela, ya digo, magnífica, con su literatura a veces incluso conmovedora:

“A las 12.03 el sol ya ha fichado a la salida del trabajo. Al hundirse, mancha los adoquines y el estuco de la plaza con una vibración de luz color violín que habría que ser una piedra para no encontrar conmovedora”.

José Luis Ibáñez Salas es escritor e historiador. Visita su blog Insurrección

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