Miguel A. Zapata es autor de libros de narrativa breve como Esquina inferior del cuadro o Voces para un tímpano muerto y de las novelas Las manos y Arquitectura secreta de las ruinas. Ha ganado varios premios literarios y resultó finalista del Premio Setenil, el Premio Andalucía de la Crítica y el Festival du Premier Roman de Chambéry-Savoie.
Algunos de sus cuentos han aparecido en publicaciones como Ficción Sur, Perturbaciones, Por favor sea breve 2, Velas al viento y EntreRíos, y también en este blog, donde publicamos en su día la narración (entonces inédita) «El progreso«.
Hoy comparte con nosotros dos de sus narraciones breves: «Mudar la piel» y «La cuerda».
Relato corto de Miguel A. Zapata: Mudar la piel
Siempre lo supe: no existe la metamorfosis, ni la evolución, ni la progresión. Solo es posible la sustitución de una cosa por otra. Por esa misma causa, y quizá también como aplicación del método científico al orden familiar, observábamos los dos el crecimiento de nuestros hijos con la misma devoción con que un amante de la filatelia rastrea, lupa en mano, las más breves marcas de tinta sobre la superficie del sello.
No sabría decir si se trató de la primera vez que notamos un abandono de ciertos juguetes que hasta ese momento habían sido imprescindibles en la diversión sin grietas de alguno de nuestros hijos: los niños no hurtan un solo segundo de sus horas al juego y la invención, que fluyen como un único aire a su paso, una sola forma de respiración fuera de la cual la vida no es posible. Tampoco podría afirmar que fuese una apenas perceptible mueca de hastío en sus caras, antes siempre dispuestas a la sorpresa o la vigilancia de las cosas minúsculas del mundo. ¿Quizá el instante en que parecieron negar por vez primera la existencia de algo que mereciese la categoría de “maravilloso”? ¿Un abandono espontáneo de la exclusiva satisfacción de sus deseos por alguna forma de obligación impuesta por otro? ¿Una fisura en su idea del mundo como representación teatral, cuando fingían ser siempre otros, cuando simulaban que existe lo inaudito, transitando sin pausa otros mundos?
Ser niño es vestir una piel única: el trofeo de los días que no pueden repetirse ni calcarse a sí mismos, la captura de seres imposibles en astros que nadie más puede sumergir en sus ojos. Esa epidermis se ajusta a su ser como un traje de neopreno, evitando cualquier fuga de su esencia infantil a la vida discontinua de aquí fuera.
Por eso obramos hace tiempo, ella y yo, al constatar en cada uno de nuestros chicos y chicas el fin de etapa, como se habría esperado de taxidermistas de lo inefable: desollando su piel, esquilando esa lana purísima de su carcasa protectora de niño, permitiendo al púber que ya latía dentro salir al exterior de la crisálida, a este mundo imperfecto y corrompible en el que podrán mostrar sin reparos su naturaleza decadente.
Románticos como somos, hemos habilitado una sala especial que visitamos solo en fechas señaladas, una suerte de museo de inocencias en el que se muestran las pieles de nuestros hijos primigenios embutidas en otros tantos maniquíes que se prestan a dar cuerpo a la hermosa cáscara de lo que fue redondo.
Nuestros hijos, hoy, adolescentes encantados con su nueva piel, que consideran única e intemporal, observan a los maniquíes con el gesto de quien percibe algo que se siente obligado a considerar un prodigio pero que le resulta extraño y ajeno, un pariente lejano al que solo se conoce de oídas.
Nosotros nos emocionamos un poco, lanzamos un beso discretísimo a los maniquíes sobre sus peanas y salimos de la habitación retomando de nuevo nuestro amor familiar de plástico, como el que finge afecto por alguien desconocido, apenas una presencia incómoda que la costumbre permite soportar.
- Capuchón por presión
- Con detalles cromados
- Con estuche para regalo
- Incluye carga de roller de tinta negra
Narración breve de Miguel A. Zapata: Cuerda
Pasear una tarde por las calles de la ciudad, entre la marea humana que decrece a medida que te alejas del centro, y descubrir, al doblar una esquina, una cuerda que pende a medio metro de tu cabeza desde algún punto perdido allá en las alturas, en las nubes o en el espacio entre dos estrellas.
Si saltas un poco, apenas un palmo desde el suelo, rozas sus hebras finas y percibes su leve penduleo juguetón hasta volver a la severa verticalidad originaria. La mayoría de los peatones aceleran el paso al llegar hasta este cabo flotante de cuerda. Otros pocos la miran durante un microinstante y siguen su camino. Parece que algunos te escrutan con cierta conmiseración, o que observan la cuerda con nostalgia de algo imposible, o que cabecean a punto de lágrimas, o que sonríen burlones. Pero quizá nada de esto ocurre.
Podrías saltar con ímpetu y amarrar fácilmente esa cuerda entre tus dedos. Vista así, colgante desde una cúpula celeste con tendencia a la oxidación que cabría considerar de altura infinita, pudiera ser el tirador cósmico de algún ingenio mecánico abstruso. Fantaseas entonces con tirar de él y promover el gran apagón de la lámpara universal, o un cambio de decorado en la tramoya del mundo, o el sonido de la campana que anuncia el apocalipsis, o la llamada a tu servicio del gran mayordomo que traiga en bandeja dorada un racimo de planetas hasta tus manos.
Y en fin, amagas el salto, temes dañarte un tobillo, te demoras sopesando posibilidades, dejas a tu cerebro planificar una lista de la compra casi innecesaria, el grito de un niño en el parque te despista. Finalmente (siempre, siempre un final), un último vistazo a la cuerda, al tirador, pura nostalgia tú también.
Y tu vista, ya, de nuevo al frente, o abrocharte un botón del abrigo, claro, ensayar quizá la próxima mirada coñona o melancólica o desolada a ese otro paseante que se aproxima inocente a ti y que ya alza la vista sorprendido, antes de encarar tú la calle abajo, con más prisa que nunca.
Miguel A. Zapata comenta uno de sus libros en Pliego Suelto.
«Semos malos», cuento de Salarrué, recomendado por Miguel A. Zapata.
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