Vivimos tiempos difíciles, sometidos como estamos a la tiranía del coronavirus, que se cobra nuevas vidas día a día, sin que dispongamos (todavía) de una vacuna que pueda frenarlo. Mientras dure la epidemia, poco podemos hacer los escritores más allá de escribir y compartir nuestros textos.
Y eso es lo que hacemos en esta sección: compartir con los lectores de Narrativa Breve relatos cortos que nos hagan más llevadero el retiro por culpa de la pandemia. Iremos publicando estos cuentos hasta que se levante el estado de alarma.
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Un saludo
- Oro chapado resorte de acero inoxidable
- Eje de resina preciosa
- clip de metal dorado
- Con ventana de tinta
- Primavera en el paso
RELATOS CORTOS
(Varios autores)
Coronafiestas
Carlos Coto
Cuenta la historia que un día se encuentran dos coronavirus responsables de la COVID-19, y el uno le dice al otro:
–¿Sabías que los humanos son considerados animales gregarios, que soportan poco el aislamiento, por lo que son dados con frecuencia a hacer fiestas aun cuando están prohibidas, y tienen la necesidad de reunirse en grupo como una forma de socializar?
A lo cual el otro le responde:
–En verdad no lo sabía y nunca me imaginé que una parte de la sociedad fuera tan insensata, egoísta, irresponsable, temeraria y poco o nada solidaria con sus semejantes en estos momentos tan difíciles debido a la pandemia que están viviendo. Te agradezco los comentarios, y he de ser honesto: mucho me satisface la información que me haz dado, pues esa actitud fiestera me ayudará a sobrevivir. De inmediato buscaré los medios de transporte más asequibles para dirigirme a las fiestas que comentas, allí contagiaré al mayor número posible de personas, lo cual me permitirá continuar contaminando a la población en general, me replicaré, mutaré y adaptaré a mis anchas. Con estas fiestas lo que lograrán es contagiar con COVID-19 a gran parte de la población, llenar de enfermos los hospitales y demás centros de atención, infectaré a las personas con mayor riesgo, unas quedarán graves, otras mejorarán, y otras fallecerán, las cuales no tenían absolutamente nada que ver con las fiestas…
»Para finalizar te comento, hermano Coronavirus, que si un sector de la población no cambia de actitud y continúa haciendo fiestas en estos momentos de pandemia, nos veremos obligados a seguir contagiando de COVID-19 a toda la población por tiempo indefinido, sin ser enteramente culpa nuestra. Se cumplirá lo que dicen de nosotros, que llegamos para quedarnos, a pesar de las medidas sanitarias y la vacunación. Ya veremos qué pasa.
Taziturnia
Francisco Rodríguez Criado
Para compensar que soy un bicho raro que no bebe alcohol, me aficioné, hace muchos años, a tomar café en las cafeterías, un lugar que en muchas ocasiones he reconvertido en mi lugar de trabajo.
No haber podido mantener esta costumbre durante el confinamiento no es ningún drama, desde luego, pero será una alegría cuando pueda volver a sentarme a una mesa de un establecimiento público y pedirle al camarero una taza de café con la leche bien caliente.
El que me estoy tomando ahora mismo, en la cocina de casa, está bien rico, pero le falta el aroma de la calle, el ruido de las tazas, el murmullo de la vida, el sabor ligeramente amargo de la nueva normalidad…
Taziturnos, la web de los amantes del café.
Cuarentena
Pedro Benengeli
Tenemos que tomarnos la cuarentena con calma, hay gente que se está volviendo realmente loca al estar encerrada. Justo lo estaba comentando hace un rato con el microondas y la tostadora mientras me tomaba el café, y los tres estábamos de acuerdo. El único cool de verdad es el refrigerador, con ese ronroneo que emite de vez en cuando, de gato satisfecho. Ya no me hablo con la lavadora, a todo le da vueltas, es como esas que hablan y hablan sin decir realmente nada, sin llegar a ninguna conclusión. Aunque la conclusión de la lavadora puede que sea la ropa lavada y escurrida, cuando el balanceo se hace tan frenético que desemboca en el centrifugado y luego, como un suspiro, el colapso. Algo que de pronto me sugiere el acto amoroso, ¿en qué estaría yo pensando? ¿Y tú, como estás, cómo llevas la cuarentena, aguantas bien la soledad? El lavavajillas en cambio se porta como un caballero: razona sesudamente mientras regurgita la vajilla y dice que no me preocupe. ¿Cómo que no me preocupe con lo que nos manda el gobierno, con toda esa gente llena de virus que se te pueden pegar en cuanto salgas a la calle? Este exprimidor es un pobre diablo que no tiene nada que decir, solo obedecer a la presión de mi mano para producir cada mañana el jugo de naranja. Se queja, como no, de vez en cuando emite un gruñido que me obliga a levantar la mano… Tendría que aprender de la licuadora, que tiene más clase, mira cómo se da ese aire de dignidad, clase media tenía que ser, claro que aspiraría a ser robot pero eso ya es otro nivel maribel. El exprimidor se está haciendo viejo, como tú. Jaja, claro que me interesas como amigo. ¿Que por eso acudo a ti, porque con los otros no tengo nada que hablar pero me dan aquello? Qué gracioso eres, mira cómo se ríe la cacerola donde he puesto el agua a hervir. Voy a hacer sancocho. ¿Cómo, que qué es un sancocho? Cómo puedes ser tan español… Te estaba contando lo preocupada que me encuentro, cómo me tosió esta mañana la cafetera cuando quise preparar el café, le subió tanto la temperatura que al final tuve que ponerla bajo el chorro de agua fría, a ver si bajaba la fiebre. El fregadero tan servicial y dispuesto siempre, no como tú, que eres un machista. Sí, hijo, sí, ¿y sabes una cosa? Creo que este virus es también machista, ¿cómo si no se le ocurre infectarnos a nosotras, pobres mujeres que nunca hemos hecho mal a nadie, víctimas de la dominación patriarcal desde tiempos inmemoriales? ¿Cómo, que no me lo tome así, que me tranquilice? ¿Pero no oyes lo que chillan día y noche en la televisión, que la culpa de todo la tienen los hombres? Y si lo dice la televisión debe de ser cierto, porque detrás de la televisión hay un gobierno y sin gobierno no podríamos vivir. ¿Cómo que eso dice Saramago, y quién es ese? No me cuentes milongas sobre la ceguera, que lo que tenemos aquí es una epidemia gravísima… Aunque últimamente le he dicho que se calle, ¿cómo que a quién, a la televisión a quién si no? La pobre habla demasiado a tontas y a locas, y como no quería callar la he castigado al modo silencioso, ¿se dice así? Ya tengo bastante. Como te iba diciendo, ese virus debe de ser tan amarillo como el presidente chino, siempre tan sonriente que parece que nunca ha roto un plato, en cambio ese Trump debe haber roto toda la vajilla, se le nota demasiado, y el tupé parece postizo, ¿si ese hombre será de verdad? Seguramente que tiranizan a sus esposas, igual que Putin, lo que pasa es que en Rusia o en China las mujeres tienen miedo a salirse del tiesto. ¿Que no te dejo hablar, que tú también tienes algo que decir? Pero, hijo, si no paras. Ves, la sartén donde preparo el guiso me da la razón. Umm que olor más rico, espera, espera, voy a poner el extractor a todo volumen para que te baje los humos. Ay, qué gracia, ahora no te escucho nada de nada. En fin, que tengo aquí una conversación pendiente con toda esta gente en casa. ¿Sabes una cosa? El horno está empezando a calentarse de verdad.
Otros textos de Pedro Benengeli
Escaleras
Luis R. Míguez
Con esta gaita del confinamiento, apenas camino nada. Todo el día metido en casa y trabajando en lo que me gusta frente al ordenador. Además, con las lesiones de mi edad, quizá es lo mejor para mí.
Pero una de estas noches, al irme a acostar, me he visto los pies hinchados y me he asustado. He tirado de enciclopedia mental y he recordado que con el propio apoyo de los pies al caminar, la compresión que hacemos contra el suelo, regula la sangre y los líquidos del cuerpo, que son reenviados al torrente circulatorio. Bueno, más o menos.
Así que me he impuesto una rutina. Como vivo en zona rural, en lo que se llama una vivienda unifamiliar, y tengo escaleras interiores en casa, he decidido subirlas y bajarlas, y de paso tonifico la musculatura inferior, incluidas las nalgas.
Me he propuesto subir doce veces los escalones, que son treinta y dos los que hay en casa. Pero como se me hacían pocos apoyos, he pensado que estaría bien llegar a los mil. La cuenta ha sido sencilla. Si hago tres series de doce repeticiones, estaré haciendo… pues treinta y dos escalones por doce repeticiones y por tres series, un total de más de mil cien apoyos.
Si me lo propongo sé que podría hacerlos en dos tandas, e incluso en una, pero no sería de recibo emplear media hora en subir escaleras (una serie de doce ascensos y descensos me lleva unos diez minutos) y luego tirarme doce horas sentado, bien escribiendo al ordenador, bien leyendo, bien jugando un solitario… A mi mujer no le puedo quitar de reordenar cajones y armarios, que la chifla (apago modo ironía). Carecería de sentido hacer todo el esfuerzo para luego seguir sentado: me temo que mis pies estarían igual de hinchados al final del día.
Así que hago tres tandas espaciadas, digamos que seis horas entre serie y serie, para que esos apoyos compresivos acaben por deshincharme los pies.
Y lo hago. Subo las escaleras de una en una, y las bajo de igual modo. Pero…
Mientras subo y bajo maquinalmente, la cabeza me baila aquí y allí, y mi mente se queda enganchada en algunas ideas que luego quiero emplear, y en la primera serie que hice ya perdí la cuenta. Bueno, hacer uno o dos ascensos de más me beneficiará, pero se me queda cara de tontolaba no siendo capaz de recordar el numerito por el que voy.
Claro, claro, cuando voy por dos o tres es fácil, pero cuando supero la media docena ya no sé si llevo seis o siete, nueve u ocho.
Así que me he buscado un sistema. Le he cogido a mi mujer seis pinzas. De las de plástico. Una de cada color. Y he dispuesto un cordelito arriba, en la planta alta. Cojo una pinza abajo, tiro escaleras arriba con ella, y la cuelgo del cordel. Bajo a por otra y repito la operación. Cuando tengo las seis arriba, bajo de nuevo y recomienzo a subir a por ellas, pisando las escaleras de una en una. Así, cuando no quedan pinzas arriba, sé que he terminado mis doce series.

He notado un beneficio. Al no pensar en el número de subidas que llevo, no me agobio pensando en las que me quedan, que pensar que me quedan cinco, o cuatro, me genera ansiedad cuando ya el aire comienza a faltarme. Subo una pinza y bajo a por otra sin pensar en las que llevo y en las que me quedan. Y cuando abajo recojo la última pinza, sé que tras colgarla en el cordel, he de bajar para a continuación subir de vacío a por la primera pinza y descender con ella. Subo, cojo una pinza arriba, y la repongo a su cestillo abajo. Cuando agarro la última de arriba sé que es mi último viaje. Mientras tanto puedo estar a mis ideas y mantener el hilo de mis pensamientos, que no me olvido de coger una pinza.
Y yo creo que hasta voy más rápido. Será por el hábito que impone la rutina mantenida. Y la mejora de mis mermadas capacidades físicas. Incluso ya no resoplo tanto ni termino próximo al punto de romper a sudar.
Así que he decidido dar un paso más en esta rutina gimnástica. Y duplico las series; sólo es cuestión de voluntad. Ahora subo seis pinzas, las bajo, y cuando he terminado con ellas, repito el proceso. Así pues, mi nueva rutina son treinta y dos escalones por veinticuatro ascensos por tres veces al día, un total de dos mil trescientos apoyos, más cuatro.
Pero hoy, cuando ha terminado el día, he visto que tengo las rodillas hinchadas.
A puerta cerrada
Miguel Bravo Vadillo
Las puertas de acceso al teatro han sido cerradas. El público ya ocupa sus asientos. Las luces de la sala se apagan. En escena aparece un hombre. Los allí presentes suponemos que se trata de un actor, pues no hay razón para pensar algo distinto. Debo darles una mala noticia, comienza; sé que a nadie le gusta recibir malas noticias, pero debo hacerlo si quiero ser sincero. Después de todo, en este venerable recinto la mentira está fuera de lugar. Acabo de enterarme (y no me pregunten cómo) de que nosotros, los aquí presentes –actores y distinguido público– somos los últimos habitantes del planeta. Es más, parece ser que el planeta entero ha desaparecido junto con el resto del universo. Por supuesto, nuestra querida ciudad –con sus calles y edificios, con sus plazas y parques– se ha desvanecido como sumida en la impenetrable oscuridad de un sueño. Lo mismo cabe decir de los familiares y amigos que no se hallan aquí, entre nosotros. Nada subsiste del mundo que hemos conocido hasta hoy, salvo lo que ustedes pueden ver en estos momentos y lo que aún conservan en su memoria. Ahora, nuestro amado teatro vaga por la nada eterna; y con él, nosotros: los últimos miembros de eso que hemos convenido en llamar la especie humana. Fuera de estos muros ni siquiera hay aire que podamos respirar. Es posible que consigamos sobrevivir durante un par de horas (quizá algo más) con el aire que aún queda en la sala. Pero deben saber que estamos desahuciados sin remedio. No sé si tienen algo que decir, alguna pregunta que hacer. Si no desean comentar nada ni quieren hacer otra cosa durante el poco tiempo que nos resta de vida, mis compañeros y yo estaremos encantados de representar la obra que estaba programada para esta noche (ya conocen nuestro lema: el espectáculo debe seguir). Les aseguro que pasarán dos horas muy agradables, llenas de ingenio y diversión. Pero si creen que, dadas las circunstancias, eso sería perder el tiempo, entonces pueden hacer cualquier otra cosa que estimen oportuna o que consideren más importante. Ustedes deciden, son libres para emplear su valioso tiempo como mejor les plazca.
Focus
Alexander Drake
Parece que se ha mitificado en exceso la asociación entre alcoholismo y literatura. Es verdad que algunos de los grandes escritores del pasado eran unos jodidos borrachos; sí, es cierto. Pero su adicción al alcohol no hizo que su forma de escribir fuera mejor. Sólo consiguieron pasarse media vida dando tumbos y con resaca y morir varios años antes de lo que les tocaba. Lo digo porque hay gente muy impresionable y muy poco crítica con respecto a sus supuestos “héroes”. Algunos leen las biografías de sus autores favoritos y cómo éstos acostumbraban a vivir y escribir y tratan de seguir su ejemplo creyendo que de esta manera llegarán al mismo punto de inspiración. Conocí a un tipo que decidió empezar a escribir de pie porque había oído que era así como lo hacía Hemingway. El resultado al cabo de unos meses fue el de piernas cansadas y principio de varices; y por supuesto su escritura no se vio recompensada. Otro se gastó más de 2.000 euros en insonorizar con corcho toda su habitación porque había leído que Proust hizo lo mismo para aislarse de cualquier posible ruido. Lo único que consiguió fue empequeñecer aún más su triste alcoba y sentirse como un demente en la celda de un manicomio con paredes acolchadas. Luego están algunos autores consagrados, aún vivos, que recomiendan encarecidamente a los jóvenes escritores leer y estudiar a los clásicos literarios como si aquélla fuera una fórmula infalible para alcanzar la iluminación. Pero ese consejo en realidad resultaba tan estúpido como recomendar a una nueva banda de death metal que escuchase a Mozart para aprender cómo debían tocar. ¿Os imagináis a alguien hoy en día escribiendo como Cervantes? Sería realmente insoportable. Algo de lo más ridículo. Hay un viejo proverbio chino que dice: “Cuando el filósofo señala la Luna, el necio se fija en el dedo”. En realidad, todo se trata de un problema de enfoque.
Alexander Drake. Incluido en Ignominia.
Libros de Alexander Drake en Amazon
Al final de todo
Antonio Flores Schroeder
María pensó en levantarse, caminar por esos pasillos llenos de tierra y escuchar cómo suenan las hojas secas de los árboles cuando se pisan. Tal vez confundir algún pensamiento con un graznido mientras el mundo se toma el primer café del día. A esa hora los automovilistas inician con su marcha de colores sobre el asfalto, y a ella le gusta caminar por las banquetas y sentir cómo se despierta la ciudad. Imaginó llegar al edificio donde vive. Subir por las escaleras y encontrarse a don Julio, quien es el encargado de la limpieza de los apartamentos. Preguntarle cómo iba la salud de su esposa y darle un abrazo por el adiós inesperado de sus pequeñas. Luego ideó tocar la puerta de Pedro, como casi siempre, con tres golpes, pero sabía que nadie le iba a abrir. María quería seguir su paso por las escaleras para llegar a su hogar, y decirle a su esposo e hijo que no pasaba nada, que todo era una confusión. Pensó en su familia convertida en polvo, en cómo cada segundo el Universo se expandía y después sonrió porque no podía regresar el tiempo. Ese virus era real, tan real como el frío que sentía en todo el cuerpo dentro de ese ataúd.
Otros textos de Antonio Flores Schroeder
Andrés
Silvio Cavini Benedetti
Aunque esta sea la historia de Andrés, es muy poco lo que se puede decir acerca de él: nunca se casó y trabajó siempre en el mismo lugar, una librería del centro donde, además de llevar la contabilidad, atendía a los clientes en horas de pico.
Vivía en un pueblecito no muy lejano de la ciudad, por lo que todas las mañanas tomaba el mismo tren para ir a trabajar. El andén de la estación estaba siempre vacío a excepción de la chica que tomaba el mismo tren. Pasaron los años sin que hubiera cambio alguno sino por la relación, si así se puede llamar, entre ellos. Al principio se ignoraron y solo mucho después empezaron a dar señales de reconocimiento con casi imperceptibles movimientos de la cabeza. Tuvieron que pasar treinta años para que empezaran a sonreírse, pero sin dirigirse nunca la palabra.

Cuando el tren paraba, Andrés hacía pasar antes a la chica y él la seguía: se sentaba siempre en el mismo asiento, que quedaba en el lado del pasillo a mitad del vagón, mientras que la chica cruzaba al siguiente vagón y Andrés no la volvía a ver.
Cuando Andrés se jubiló, después de treinta y cinco años de trabajo, sus compañeros lo invitaron a un almuerzo y los dueños le regalaron un reloj. Y al día siguiente se despertó muerto.
Que algo no iba bien lo dedujo porque, al llegar a la estación, el andén estaba desierto. Se sentó en el lugar de siempre y bajó en su estación habitual, donde lo esperaba la chica que con una gran sonrisa le dijo: “Por fin llegaste” y, felices, salieron de la estación tomados de la mano.
- Criado, Francisco Rodríguez (Autor)
Clave dicotómica para clasificar aterrizajes
Paz Monserrat Revillo
Últimamente mi casa actúa como un auténtico imán para seres con alas. Acuden directamente a mi vivienda, no tengo noticias de que le esté pasando a nadie más en el vecindario. Ignoro si el hecho de que yo sea ornitóloga es relevante o una mera coincidencia, pero en dos semanas hemos recogido tres “seres alados”. Lo único que nos falta es que descienda un ángel por la chimenea.
El caso es que los acontecimientos recientes han provocado que tenga que revisar con frecuencia las fronteras exteriores de mi vivienda para comprobar si algún pájaro ha quedado enredado en una planta trepadora de mi terraza o ha tomado el suelo del patio interior por una pista de aterrizaje.
Esto último es lo que sucedió la primera vez, con el vencejo. Lo encontré por casualidad cuando fui a cambiar la bombona de butano vacía por una que tengo de reserva cubierta con una funda con cremallera que parece el vestido de una señora sin cintura. Estaba tendido en el suelo, con las alas totalmente desplegadas, como si fuera una mariposa clavada en el corcho de un entomólogo. Se diría que había tropezado con sus propias alas, desproporcionadas y excesivas para un cuerpo y un cerebro con tan poca autoridad.
Era un viernes por la tarde. Las niñas acababan de llegar del colegio.
Antes de seguir, he de puntualizar que el amor que mis hijas profesan por los animales lo llevan grabado en los genes, además de que probablemente lo recibieran a raudales a través del cordón umbilical y lo bebieran con la leche materna durante los trabajos de campo que realicé mientras se formaban dentro y fuera de mí. De otra forma no podría explicar esa pasión sin medida que muestran hacia cualquier ser vivo que se mueva. Si además el animal desprende calor y está cubierto por algo suave como plumas o pelo, el amor es incondicional e implacable.
Las niñas miraron al vencejo desde todos los ángulos, lo cogieron, sintieron su corazón desbocado y vieron el pánico en sus ojos. Lo intentaron echar a volar y lo recogieron cuando volvió a caer torpemente en el patio. No lo tuvieron mucho rato en sus manos por miedo a que el negro rotundísimo de su cuerpo destiñera. A continuación me miraron con gesto interrogante y preocupado. Todas las experiencias previas con gorriones caídos del nido, que habíamos tratado de criar a base de pan mojado, no servían para este animal salvaje que se alimentaba de insectos y que no comprendía que la ingravidez habitual del aire se hubiera convertido en este sumidero plano en el que se encontraba. Después de cazar una mosca despistada y metérsela en el pico, se dirigieron las dos a la tienda de mascotas y volvieron al rato con un pienso especial para animales insectívoros. Durante la noche nos levantamos cada tres horas para embuchar al pájaro. Comprobamos con inquietud la ansiedad creciente del animal y su ala derecha descolgada.
Por la mañana no tuve más remedio que intervenir para evitar la muerte del animal y la desesperación de mis hijas. Una llamada telefónica al centro de recuperación de aves y en dos horas tuvimos en casa un guardia forestal con una jaula. Las dos madrinas de Negret —que así lo habían bautizado— lo despidieron con esa solidaridad que rezuman hacia todo lo vivo y con la promesa de llamar por teléfono para enterarse de su destino. Si se quedaba en el centro irían a verlo. Esa tarde no pudieron hacer los deberes de la emoción.
La segunda vez fue por la noche. Estaba tumbada en el sofá leyendo cuando lo vi. Agarrándose a la tela que cubría el sofá se acercaba a mí algo negro y anguloso. ¿Una tarántula? ¿Otro vencejo? Me costó darme cuenta de que tenía un murciélago a dos palmos de mis gafas. No estaba preparada para ver unas alas sin plumas, un ratón apoyándose en una especie de muletas que actuaban como palancas para escalar el sofá.

Un grito tremendo salió de mi garganta. Víscera pura. Registros tonales de soprano desconocidos previamente por mí. Esencia de susto atravesando la laringe. La niña del exorcista era una estrecha introvertida a mi lado. Salté por encima del sofá. Al instante siguiente estaba muy enfadada conmigo misma por semejante reacción. Todos salieron de sus habitaciones y en un momento se montó un consejo de sabios para decidir qué hacíamos con aquello que parecía un ave pero no lo era (enseguida quedó claro que, como no pertenecía a mi especialidad, yo no tenía más autoridad para opinar al respecto que ellos). Siguiendo el esquema habitual, empezamos por los primeros auxilios: una sesión en la que intentamos inyectar leche y agua en su boca de ratita enfadada. Después, el retorno al medio: lo dejamos en la terraza, con la seguridad de que durante la noche regresaría a patrullar el aire con los de su especie. Cuál fue nuestra sorpresa al verlo a la mañana siguiente trepando por la pared, completamente exhausto y deshidratado.
No tuve más remedio que reactivar mi base de datos mentales sobre recursos para la protección de animales. Yo que pensaba que lo más complicado y estresante que había realizado en mi vida había sido mi tesis sobre “Dispersión juvenil y cuidado maternal en la avutarda (Otis tarda)”. Lo intenté de nuevo en el centro de recuperación de aves, cuidándome mucho de que no se me escapase que yo era ornitóloga. Me dijeron que aunque no fuera un ave, también recogerían al murciélago pues se trataba de una especie protegida.
Alivio general. Despedida memorable. Los guardias forestales últimamente se movían por mi casa como amigos íntimos: cervezas y patatas chips para todos. Otro día con excusa para no estudiar.
Parecerá que me lo invento —si fuera un relato de ficción no añadiría este dato por temor a pecar de demasiado fantasiosa— pero lo que voy a contar a continuación ocurrió de verdad. El fin de semana siguiente fuimos de excusión con las niñas a una zona de bosque, y cuando estábamos bajo un roble en la mitad del picnic aterrizó sobre el mantel de cuadros una cría de mochuelo. Mis hijas lo recibieron como un regalo caído del cielo, una maravilla redonda y aturdida, forrada de plumón blanco. La mejor experiencia que pudieran haber deseado, pues en este caso bastaba con marcharse- tras un largo rato de contemplación extasiada- y dejar que la naturaleza hiciera lo que debía.
Pero todavía nos esperaba un último aterrizaje -hasta el día que escribo esto, para dejar constancia de que la realidad a veces le da cien patadas a la ficción- ante el cual los demás no fueron sino el preludio, una preparación insulsa para que por fin las niñas (y yo) aprendiéramos un par de lecciones cruciales sobre cómo funcionan las cosas entre las especies.
En una de mis justificadas exploraciones de la terraza, oí un batir de alas desesperado. Me costó localizar a la pobre paloma enredada en la hiedra de la pared. Con un ala rota por el esfuerzo al tratar de desligarse de los zarcillos de la enredadera, la paloma se debatía incómoda y confundida. Cuando la tomé entre mis manos, noté su cuerpo palpitando, su cansancio y su desconcierto. No la pude esconder de las niñas, que insistieron en activar el protocolo de salvamento.
—¿Cómo voy a llamar al centro de recuperación para que vengan a buscar a una paloma?
—¡¡Porfi, porfi, porfi!!
—Las palomas son una plaga. Se hacen redadas para matarlas porque hay demasiadas.
—Porfiiiii.
Llamé al ayuntamiento, y por supuesto me dijeron que lo mejor sería dejarla o matarla. Mis hijas me miraban esperanzadas mientras yo escuchaba esto y percibía la sonrisa despectiva de mi interlocutor a través del teléfono.
—No pueden hacer nada. No hay ningún servicio que haga estas cosas.
—Pues la llevamos al veterinario. Vaaa, no la vamos a dejar morir, está sufriendo mucho. Mami, no nos falles, tú eres ornitóloga.
—Pero qué cosas dices, Nuria. Yo solo sé clasificar a los pájaros, no curarlos. Ningún veterinario querrá atender a una paloma. No puede ser. Punto final.
Las niñas continuaron toda la tarde con la paloma, dándole de comer, acariciándola, cantándole nanas. Y sin hacer los deberes.
Yo acabé olvidándome del tema porque tuve que atender y controlar al grupo de jardineros que vinieron a hacer la poda de los árboles del jardín. Ayudé al que podaba el limonero, recogiendo los limones maduros y olorosos en un cesto.
Entonces vi cómo mis hijas entraban en el jardín empujando un cochecito de muñecas y lo llenaban con los limones.
Cuando me enteré del plan ya era demasiado tarde para evitarlo.
Ellas delante. Yo, controlándolas disimuladamente una manzana más atrás. Quién se podría resistir a dar un euro por tres limones a dos niñas que paseaban a una paloma enferma dentro de una caja en un cochecito lleno de limones.
Mis hijas enseñaban a la paciente y les explicaban a las señoras que necesitaban dinero para llevarla al veterinario. Una pequeña pancarta con el dibujo de una paloma triste con una muleta ayudaba a la comprensión de la emergencia.
Volvieron a casa con trece euros y una sonrisa que no me atreví a mancillar. Llamé a la veterinaria y le expliqué el caso. Me dijo que fuéramos inmediatamente.
El ritual fue impecable: la veterinaria entablilló el ala de la paloma y se la devolvió a las niñas, con el pedido de que la cuidaran bien esa noche y al día siguiente se la llevaran para que ella se hiciera cargo de su recuperación. Las niñas no vieron el guiño que la especialista me dedicó mientras daba las instrucciones. Ellas saltaban de alegría. Por lo visto aún no les había llegado el momento de enterarse que existen categorías, incluso entre las aves.
Cumplieron su cometido a la perfección. Estaban felices de haber salvado a otro ser vivo. Yo me sentía razonablemente satisfecha, aunque me rondaba una vaga tristeza que no supe a qué obedecía.
Esa semana tuve reunión con la tutora de Nuria. No se explicaba cómo había podido suspender el examen de biología, si era su asignatura favorita.
Publicado en Hormonautas (Nazarí, 2015).
Este cuento pertenece a la hormona Oxitocina: Segregada por la hipófisis, su tejido diana es el útero. Produce las contracciones del parto e interviene durante la crianza. Se podría decir que es la causante del apego característico del instinto maternal.
Sueño y vida
Francisco Rodríguez Criado
La gente duerme muy poco. Necesitan estar despiertos para trabajar, enamorarse o hacer planes para el futuro. Si hay algo de los demás que no envidio es el exceso de actividad. Tampoco comparto la teoría de que dormir es desperdiciar la vida; más bien diría que vivir es desperdiciar el sueño. Ocho horas de sueño y dieciséis en pie me parecen excesivas. Las dieciséis, quiero decir.
Cuando era niño aún albergaba cierto espíritu aventurero que me mantenía despabilado de vez en cuando. Ya como adulto mis tres aspiraciones primordiales han sido dormir, dormir y dormir. A veces consigo una buena racha y me despierto un jueves después de haberme acostado un domingo. Pero estos logros son inusuales. Tengo que conformarme con un promedio de doce horas de sueño al día, lo cual me obliga a torear con la realidad durante las otras doce. La realidad me asusta, debí haberlo dicho desde el principio. Por eso duermo tanto, para evadirme. Hay otras fórmulas de evasión: la lectura, el cine, la contemplación de las estrellas o incluso la escritura. Fórmulas un tanto exóticas que muy pocos practican. Al cine, al libro o a las estrellas hay que acudir a solas, porque si hay suerte y en ese momento te entra la modorra es mejor que no haya nadie cerca que pueda tocar el trombón o hacer explotar un globo. Con la escritura, sin embargo, hay que estar bien despierto para no adormecer al sufrido lector.
La cotidianidad es difícil, tienes que tratar a diario con personas muy avispadas que te miran con mala cara. La mía no les gusta: siempre tengo ojeras porque siempre estoy recién levantado. Años atrás estuve trabajando en un hostal en horario de doce de la noche a ocho de la mañana. Mis únicas tareas eran entregar las llaves y despertar a los clientes. No tardaron en despedirme porque eran los clientes quienes tenían que despertarme a mí. Y además, decían, roncaba.
No tengo solución. El único tipo que duerme más que yo es mi amigo Gandía. Cuando nos cierran la librería El Buscón solemos ir al bar La Metralleta a tomar unas cervezas, y a los cinco minutos de entrar ya tenemos a Gandía pernoctado sobre la barra. Respetamos su descanso y por eso no le dirigimos la palabra hasta que llega el momento de pagar. Le sale rentable el asunto: mientras los demás tomamos cinco o seis consumiciones él no pasa de la primera. Curiosamente tiene aspecto de bebedor empedernido, pero le puede más el sueño que el vicio. Aquí no sabría decir si se está malogrando una vida o tan sólo se arruinan unas horas de sueño. Hay que conocer muy bien a Gandía para saber, cuando hablas con él, si está despierto o dormido. Los amigos le tenemos mucho afecto: lo recordamos como ese ser querido que ha pasado a “mejor estado” aunque todavía le sobren energías para tomarse una cerveza con nosotros. De cualquier modo, nunca lo he visto triste, y eso refuerza mi teoría de que trabajar, enamorarse o hacer planes para el futuro dan más problemas que una buena siesta.
El aburrimiento
Mireya Maldonado Hualde
Menudo coñazo. Sólo son las 9.30 y ya estoy asqueado. En estos tres primeros días de aislamiento ya he terminado mis deberes, me he pasado todas las pantallas del último juego de la Play, he agotado todos los memes con mis amigos, he discutido con mis padres, me he comido todos los filipinos que descubrí, con sorpresa, en un cajón del recibidor y tengo racionado el uso de papel de wc.
Dentro de media hora está programada en el salón la clase de gimnasia diaria que mi madre, a modo de Jane Fonda, ha decidido impartir cada mañana. Merece la pena sólo por ver a mi padre sin su habitual traje, usando de chándal un pijama viejo y duro como una tabla. Con lo que se ha burlado de mi obsesión por el gimnasio y de mi estilo “poligonero” me dan ganas de decirle: “qué, ¿ahora quién es el ridículo?”

Mi hermana parece llevarlo mejor. Creo que ha descubierto su vocación de diva porque cada tarde, cuando suena la alarma para salir a aplaudir, ella lo hace vestida como si fuera a ir a la ópera, ¡ayer hasta llevaba pestañas postizas y todo! Es un momento raro porque mi madre aplaude mientras llora, mi hermana mientras sonríe al infinito y mi padre de forma descompasada, ¡no tiene ritmo ni para eso!
Las comidas son agotadoras, y no sólo porque ahora comamos a todas horas sino, sobre todo, porque ahora todos se han convertido en expertos en gestión de pandemias y tienen clarísimo lo que habría que hacer para que durante este encierro lo único que se paralice sea la propagación del virus y no la economía. Me pregunto por qué, con tanto derroche de ingenio, no se habrán dedicado a la política o la medicina.
Las tardes las llevo mejor porque todo el mundo se recluye dentro de la reclusión. Mis padres hacen siestas infinitas que me hacen pensar si es posible tener tanto sueño acumulado o si no nos dirán dentro de nueve meses: “¡Sorpresa!”. Y mi hermana se encierra en su habitación para hacerse selfies, lo sé porque su instagram ronda las siete foto-frases diarias: “Sigo aquí”, “Os quiero”, “Gracias por tanto”, “Sois lo mejor”…
El mejor momento del día, sin duda, son las diez de la noche, cuando una vecina del bloque de enfrente, a la que he conocido en este encierro, sale a pasear a su perro y yo a sacar la basura. Lo malo es que este momento empieza a peligrar porque mientras en su familia ha aumentado de manera exponencial el sentimiento animalista, en la mía se cotiza al alza la basura.
En fin, os tengo que dejar porque acabo de escuchar el silbato de mi madre, lo que significa que ya nos está esperando en el salón con una cinta en la cabeza. Por el pasillo veo pasar a mi padre con su pijama viejo y algo nervioso. Hoy toca zumba.
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- Maldonado Hualde, Mireya (Autor)
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