Juan Rulfo. Las sombras y los murmullos del mundo rural mexicano

A continuación, os presentamos un ensayo de lo más valioso sobre uno de los grandes autores latinoamericanos del pasado siglo: Juan Rulfo. Su autor, nuestro viejo profesor, Miguel Díez R, lo ha titulado «Rulfo. Las sombras y los murmullos del mundo rural mexicano». Se trata de un texto largo, donde no falta ni sobra nada, que será todo un regalo para los amantes de la obra de Rulfo, y también, claro está, para profesores y estudiantes de todo el mundo.

Os invitamos a leer este fantástico ensayo de Miguel Díez sobre ese hombre taciturno y excelente escritor que fue Juan Rulfo.

 Me llamo Juan Nepomuceno Pérez Rulfo Vizcaíno, me apilaron todos los nombres de mis antepasados maternos y paternos como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque siento preferencia por el verbo arracimar me hubiera gustado un nombre más sencillo.

 Juan Rulfo (Apulco, Jalisco, 1917-México, D.F., 1986) nació en la casa familiar de la hacienda de Apulco, pequeño lugar dependiente administrativamente de Sayula, donde fue registrado su nacimiento el 16 de mayo de 1917, pero realmente pasó los años decisivos de su niñez en otra población cercana llamada San Gabriel, un pueblo que había sido próspero, pero que, como a tantos otros, lo arruinó la Revolución.

El sur (“Los Bajos”) del estado de Jalisco, al que pertenecen estos lugares de la infancia de Rulfo, estaba en aquel tiempo muy aislado, empobrecido, abandonado y sumido en la anarquía. Cronológicamente hay que situarse a finales de la Revolución mexicana (1910-1920) y en medio de la Rebelión de los Cristeros (1926-1928), la violenta reacción de los sectores católicos tradicionales contra el laicismo revolucionario.

 “Rulfo niño vio pasar a los cristeros por las faldas del cerro, y su mamá le tapaba los ojos para que no se le quedara grabado el siniestro monigote de un ahorcado o la marioneta de hilos rotos que los soldados llevan a empujones hasta el paredón de fusilamiento”.

(Elena Poniatowska, Ida y vuelta. Entrevistas, México D. F., Ediciones Era, 2017)

 Era raro que no viéramos colgado de los pies algunos de los nuestros en cualquier palo de algún camino. Allí duraban hasta que se hacían viejos y se arriscaban como pellejos sin curtir. Los zopilotes se los comían por dentro, sacándoles las tripas, hasta dejar la pura cáscara. Y como los dejaban en alto, allá se estaban campaneándose al soplo del aire muchos días, a veces meses, a veces ya nada más la pura tilanga de los pantalones bulléndose con el viento como si alguien los hubiera puesto a secar allí.

 (Elena Poniatowska, o.c.)

 La infancia de Rulfo estuvo, pues, jalonada por revueltas campesinas, bandolerismo, saqueos, incendios, matanzas y protestas sociales. Precisamente, como resultado del fanatismo y de la violencia de aquella época y de aquel territorio “devastado”, su padre fue asesinado, como también lo fueron varios de sus tíos. La pronta muerte de su madre, cuando él tenía diez años, vino a colmar el vaso de las desgracias familiares; en palabras suyas, “de 1922 a 1930 solo conocí la muerte”.

  Estaba lleno de bandidos por allí, resabios de gente que se metió en la Revolución y a quienes les quedaron ganas de seguir peleando y saqueando. A nuestra hacienda de San Pedro la quemaron como cuatro veces, cuando todavía vivía mi papá. A mi tío lo asesinaron, a mi abuelo lo colgaron de los dedos gordos y los perdió. Era mucha violencia y todos morían a los treinta años. (…) Yo tuve una infancia muy dura, muy difícil. Una familia que se desintegró muy fácilmente en un lugar que fue totalmente destruido. Desde mi padre y mi madre, inclusive todos los hermanos de mi padre fueron asesinados. Entonces viví en una zona de devastación. No solo de devastación humana, sino devastación geográfica. Nunca encontré ni he encontrado hasta la fecha la lógica de todo esto. (…) No se puede atribuir a la Revolución. Fue más bien una cosa atávica, una cosa de destino, una cosa ilógica. Hasta hoy no he encontrado el punto de apoyo que me muestre por qué en esta familia mía sucedieron en esa forma, y tan sistemáticamente, esa serie de asesinatos y crueldades.

Desde los diez a los catorce años estuvo internado en un orfanato de Guadalajara, capital del estado de Jalisco:

 Me mandaron con mis hermanos a Guadalajara a un orfanato, una especie de prisión horrible. De hecho, en ese tiempo los orfanatos eran como correccionales porque la gente rica de Guadalajara mandaba allí a sus hijos para castigarlos cuando se portaban mal, allí los archivaban.

(Elena Poniatowska o.c.)

De aquel triste lugar le quedó como recuerdo la dureza de la disciplina propia de un sistema carcelario y, como resultado, una propensión a padecer profundas depresiones, que nunca le abandonaron. En palabras suyas: “Fue una de las épocas en que me encontré más solo y donde conseguí un estado depresivo que todavía no se me puede curar”.

Posteriormente, tras el intento fracasado de estudios en la capital, trabajó en diversos empleos, lo que le permitió recorrer y conocer todo el país casi estado por estado, como inspector del servicio de inmigración, recaudador de rentas y viajante de comercio. Las dos últimas décadas de su vida las dedicó Rulfo al trabajo en el departamento de Antropología Social del Instituto Nacional Indigenista de México, desde donde dirigió la edición de más de 235 libros, dedicados a medio centenar de comunidades indígenas del país.

En 1980, seis años antes de su muerte, Juan Rulfo terminó por aceptar —casi a regañadientes— la propuesta de realizar una exposición de las fotografías que había tomado durante sus años viajeros por el país. De más de seis mil negativos seleccionó cien para mostrar al público. Desde entonces, y como si fuera poca su gloria de escritor universal, se consolidó además como uno de los más grandes fotógrafos mexicanos. Sus fotos muestran la cara dramática y sufriente del México indígena y campesino. Los personajes son generalmente seres anónimos, gente sencilla y humilde que posa ante su cámara con naturalidad y enorme dignidad.

 La realidad que Rulfo busca y encuentra en sus fotografías es la misma que la de su literatura. Tiene su misma temperatura, sus sombras, sus silencios, su magia y su melancolía. Es como si el mundo de Pedro Páramo, con todos sus fantasmas, volviera a la vida. Es como si los personajes de la novela de Juan Rulfo resucitaran por un instante, apenas un corto instante, el necesario para que la cámara fotográfica haga click: la cámara de Rulfo.

(Comentario del libro México visto por la lente de Juan Rulfo, El Espectador, Bogotá, 10-10-2001).

 Mi vida no me interesa en absoluto porque es gris, tan apagada que no tendría ninguna razón para escribir sobre ella. Mi vida no me interesa. Lo que me apasiona es la vida de los otros. Quiero oír otras voces, no la mía.

 Rulfo fue un hombre sencillo, reservado, tímido, introvertido, triste, asustadizo, de pocas palabras, huraño, extremadamente celoso de su intimidad y siempre reacio a enfrentarse con el público, con los halagos y con el aplauso.

Oye, Juan, y ¿cuál es el momento de tu vida en que has sido más feliz?
–Yo creo que nunca he tenido ningún momento.
–¡Ay, a poco! ¿Ni cuando haces el amor eres feliz?
–Bueno, asegún. Todo tiene sus asegunes
.

 (Elena Poniatowska, o.c.)

 También fue remiso a manifestar sus simpatías y aversiones literarias. Parece ser que no le gustaba Octavio Paz, que fue amigo de Juan Carlos Onetti y que admiraba a Julio Cortázar, a quien le dedica este texto: “Por eso queremos tanto a Julio”:

Julio Cortázar, Juan Rulfo
Julio Cortázar

 Lo queremos porque es bondadoso. Es bondadoso como ser humano y muy bueno como escritor. Tiene un corazón tan grande que Dios necesitó fabricar un cuerpo también grande para acomodar ese corazón suyo. Luego mezcló los sentimientos con el espíritu de Julio. De allí resultó que Julio no solo fuera un hombre bueno, sino justo. Todos sabemos cuánto se ha sacrificado por la justicia. Por las causas justas y porque haya concordia entre todos los seres humanos.

Así que Julio es triplemente bueno. Por eso lo queremos. Lo queremos tanto sus amigos, sus admiradores y sus hermanos. En realidad, él es nuestro hermano mayor. Nos ha enseñado con sus consejos y a través de los libros que escribió para nosotros lo hermoso de la vida, a pesar del sufrimiento, a pesar del agobio y la desesperanza. Él no desea esas calamidades para nadie. Menos para quienes sabe que, más que sus prójimos, somos sus hermanos. Por eso queremos tanto a Julio.

 (Queremos tanto a Julio: 20 autores para Cortázar, Editorial Nueva Imagen, Xalapa, México, 1984, es un libro en el que 20 conocidos autores latinoamericanos escriben una serie de textos como homenaje a Cortázar, parafraseando su libro de cuentos Queremos tanto a Glenda, 1980)

 “Rulfo tiene mucho de ánima en pena, y solo hablaba a sus horas, en esas horas de escritor serio y callado, tan distinto de todos aquellos que no dejan escapar la menor oportunidad de mostrarse como inteligentes. A Rulfo no le gustaba hablar de sí mismo porque se ha dado por entero a la voz de su pueblo, a los murmullos de Comala que todos los días se abren paso en él, trabajosa y torpemente, apenas les ayuda a expresarse, los tira a media calle a ver si logran atravesarla, los avienta en un petate, los ataranta de calor hasta que dan la última bocanada”.

(Elena Poniatowska, o.c.)

 Y según su mujer, Clara Aparicio:

 Había algo en él que nunca pude entender, aún a estas fechas, a 17 años de su ausencia: nunca tocamos el tema de sus padres, sobre todo el de su madre. Tal vez en su amor triste él sufría en silencio. Muchas veces le llegué a preguntar: ¿qué te pasa, Juan? Dime… Mas nunca tuve una respuesta: solo su mirada que se perdía en el espacio. Llevaba a cuestas una inmensa tristeza. Decían que posiblemente la había heredado justamente de su madre, María. Hay tantas incógnitas en la vida de Juan, que indagar en ella es entrar en un mundo de suposiciones y zonas inseguras, que refuerzan lo que él mismo escribió: ‘Nadie ha recorrido el corazón de un hombre.

2. La obra literaria de Juan Rulfo.

  Desgraciadamente yo no tuve quien me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí, completamente; uno es un extranjero ahí. Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: “Hoy parece que por ahí vienen las nubes…”. En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.

 Los 17 relatos de El llano en llamas (1953) y la novela corta Pedro Páramo (1955) son las únicas obras literarias definitivas del autor mexicano Juan Rulfo (1918-1986); entre las dos no llegan a las cuatrocientas páginas. Con este ligero equipaje literario Rulfo está unánimemente considerado como uno de los grandes autores literarios hispánicos de los siglos XX y XXI. Más aún, muchos críticos literarios incluyen la novela Pedro Páramo en la lista canónica de las mejores novelas en español iniciada por la obra maestra universal, El Quijote (1605, 1615), con títulos tan indiscutibles como La Regenta (1884,1885) de Leopoldo “Alas” Clarín, Fortunata y Jacinta (1887) de Benito Pérez Galdós, Tirano Banderas (1926) de Ramón del Valle-Inclán o Cien años de soledad (1967) del colombiano Gabriel García Márquez

Como libro de cuentos, El llano en llamas puede codearse, por su extraordinaria calidad, con cualquiera de las grandes obras cuentísticas de nuestra lengua. La extraordinaria categoría literaria de estas dos obras explica la difusión y el éxito universal que han tenido. Solamente un dato: a comienzos del siglo XXI las dos se habían traducido a más de 40 lenguas.

No hay en ellas muestras de aprendizaje ni de titubeo, ambas son piezas tan magistrales que, seguramente, paralizaron a su autor como creador y lo redujeron a un casi completo silencio literario que duró hasta su muerte.  

Esta breve, pero tan intensa creación narrativa, está poblada de campos áridos, paisajes desolados, clima abrasador, pueblos yermos y deshabitados, diálogos de muertos en el mundo fantasmal de un pueblo muerto, violencia y revolución, venganza y muerte; y, en fin, la degradación humana, el odio, la culpa y el fanatismo.

El pesimismo y el fatalismo inundan toda la obra literaria de Rulfo sin que nadie pueda escapar del destino que les persigue despiadada e inexorablemente. Pero esta terrible y concreta realidad es trascendida al convertirse en profunda meditación sobre los grandes temas humanos universales: la muerte y la incomunicación, el dolor, la violencia y el destino y, en definitiva, la soledad del hombre y la desolación del mundo en el que ha sido arrojado. Como escribió Donald K. Gordon, la faz adversa de la naturaleza y las emociones humanas quedan tan bien retratadas que tienen validez donde quiera que vivan los desheredados de la tierra.

(“Juan Rulfo, cuentista”, en Cuadernos Americanos, VI, 1967).

Aunque Rulfo trataba temas mexicanos y presentaba situaciones sociales reconocibles para la mayoría, no eran exactamente narraciones tradicionales de las que la novela de la Revolución Mexicana había popularizado. Esta es la gran novedad que traía su obra: el fin de la novela revolucionaria como crónica y con una posición o juicio histórico claramente establecidos. El autor da un giro decisivo a todas esas tradiciones literarias cuyos consabidos referentes eran la tierra, el campesino-víctima, el caciquismo feudal, la historia sangrienta de sus luchas, para someterlos a una inflexión universal, mítica y simbólica. La dolorosa historia reciente de México late en los libros de Rulfo, pero no hay una sola fecha en ellos, ni una mención a personas reales: todo ha sido profundamente ficcionalizado, gracias a técnicas narrativas que nunca antes habían sido aplicadas a esos asuntos.

(José Miguel Oviedo, Historia de la Literatura Hispanoamericana, 4. De Borges al presente, Madrid, Alianza, 2001, pág. 69).

El estilo de desnuda sobriedad del autor mexicano se basa en el lenguaje popular de los campesinos de Jalisco; lenguaje parco y preciso, exacto y expresivo, hecho con frases cortas y pocos adjetivos, conocido y aprendido por Rulfo desde su infancia.

Juan Rulfo, ensayo
Juan Rulfo

Cuando, al comenzar a escribir, necesitó de una forma lingüística convincente y apropiada a los temas de sus cuentos y de su novela, la encontró en aquel lenguaje del pueblo. Pero fue mucho más allá de una calcada y exacta reproducción literal, porque, entendida la esencia del habla popular –su tono, la música fascinante lograda mediante pausas y continuas reiteraciones–, el narrador jalisciense le añadió, o mejor, la envolvió con su propia sensibilidad hasta conseguir el característico ritmo poético de su prosa, la plasticidad y el acercamiento sensorial a lo narrado: un lenguaje sugerente, recreado y elevado al más alto nivel literario, que no se corresponde con el realmente hablado, pero sin que nunca se pueda perder de vista su origen, su procedencia, y, por otra parte, vigorosamente opuesto al rebuscamiento y la redundancia barroca, característica de muchos escritores hispanoamericanos; pues, como afirmaba García Márquez, la frondosidad retórica era el vicio más acentuado de la ficción latinoamericana.

Rulfo estaba familiarizado con esa región del país, donde había pasado la infancia, y tenía muy ahondadas esas situaciones. Pero no encontraba formas de expresarlas.

 Entonces, simplemente lo intenté hacer con el lenguaje que yo había oído de mi gente, de la gente de mi pueblo. Había hecho otros intentos –de tipo lingüístico– que habían fracasado porque me resultaban un poco académicos y más o menos falsos. Eran incomprensibles en el contexto del ambiente donde yo me había desarrollado. Entonces el sistema aplicado finalmente, primero en los cuentos, después en la novela, fue utilizar el lenguaje del pueblo, el lenguaje hablado que yo había oído de mis mayores, y que sigue vivo hasta hoy

(Joseph Sommers: Los muertos no tienen tiempo ni espacio. Un diálogo con Juan Rulfo, Siempre. La cultura en México, 1.051 (15-VIII-1973).

Carlos Blanco Aguinaga declaraba que lo que más le impactó en la lectura de Rulfo fue el “tono”, la intensidad de la contención verbal, la angustia, la desolación, la precisión, la hondura. El secreto de ese impacto residía en que uno como lector se daba cuenta de que estaba ante una obra “perfecta” por la relación profunda de todos los elementos: lenguaje, temas, personajes, estructura, espacios y tiempos.

(Roberto García Bonilla: «Un paradigma de la crítica sobre Rulfo medio siglo después. Entrevista con Carlos Aguinaga».

http//www.ucm.es/info/especulo/numero 31/cblanco.html

Después de publicar sus dos obras, Rulfo entró en una crisis emocional y en un silencio literario que se prolongó hasta su muerte. Nada más se conservaron algunos relatos sueltos y El gallo de oro (1980), una novela corta que, antes de su publicación, sirvió de base para un guion cinematográfico. Se cuenta que en 1974 destruyó el original esbozado e inconcluso de una novela, La cordillera, en la que había trabajado infructuosamente durante más de una década. Ante la insistencia de sus amigos y fervorosos lectores para que escribiese más, siempre contestaba socarronamente lo mismo: Ya no puedo. Se murió mi tío, el que me contaba las historias; y ya en serio, argumentaba:

 Un escritor es un hombre como cualquier otro. Cuando cree que tiene algo que decir, lo dice. Si puede, lo escribe. Yo tenía algo que decir y lo dije; ahora no creo tener más que decir, entonces, sencillamente, no escribo.

3. El llano en llamas

La acción de los cuentos de El llano en llamas –quince cuentos en la edición de 1953 publicada en México, D. F. por el Fondo de Cultura Económica, algunos de ellos publicados en revistas y otros inéditos, a los que posteriormente, en 1970, se añadieron dos más, “El día del derrumbe” y “La herencia de Matilde Arcángel”, para así quedar la edición definitiva formada por los 17 cuentos ya considerados canónicos– se desarrolla en los límites de la parte sureste del estado de Jalisco, desde el lago de Chapala hasta la frontera con los estados de Colima y Michoacán, una geografía cálida, desolada y muy empobrecida, una zona deprimida que azotan las sequías y los incendios. Las revoluciones, las malas cosechas y la erosión del suelo han ido desalojando de a poco la población, que en gran parte se ha desplazado hacia Tijuana, con la esperanza de cruzar la frontera como braceros. Es una población constituida principalmente por criollos huraños y lacónicos –los indios que ocupaban la región antes de la conquista no tardaron en ser exterminados– cuyos antepasados llegaron de Castilla y Extremadura, las partes más áridas de España. Son una gente hosca, que apenas subsiste y que sin embargo ha dado al país un alto porcentaje de sus pintores y compositores, para no mencionar su música popular. Jalisco es la cuna de la ranchera y el mariachi.

 (Luis Hars: “Juan Rulfo, o la pena sin nombre”, en Recopilación de textos sobre Juan Rulfo, La Habana, Centro de Investigaciones Literarias Casa de las Américas / Madrid, SSAG, 1995, pág. 119).

 Algunos de los cuentos se sitúan históricamente en la época de la Revolución (1910-1917) –una revolución fallida porque nunca hubo un cambio real o radical en las leyes o en el gobierno y prevalecieron las ambiciones personales y la lucha por el poder– y la Guerra de los Cristeros (1926-1929), como “El Llano en llamas” y “La noche que lo dejaron solo”, o en el período inmediatamente posterior a estas, como “Paso del Norte”, que trata de la emigración de los campesinos mexicanos a Estados Unidos huyendo de la miseria, o “Nos han dado la tierra”, sobre las consecuencias de la Reforma Agraria; otros relatos se extienden en el tiempo hasta comienzos de los años cincuenta.

El tiempo de la acción está limitado aproximadamente a cuatro décadas, desde la revolución de 1910 hasta comienzos de los años cincuenta. En esta tierra nació y se crio Rulfo, y en ese periodo de tiempo fue consciente de que aquel era un mundo atrasado y extremadamente violento, que él vivió desde dentro y que sufrió en propia carne.

El ambiente, pues, de los cuentos de Rulfo es el de un México –tan bien conocido y padecido por él– rural y profundo, violento, abandonado y desesperanzado, muy lejos de todo progreso histórico. Como dice Hars, “Rulfo escribe el epitafio de estas tierras. El llano en llamas es una áspera oración fúnebre por una región que expira. La cubren como un paño mortuorio las nubes de la fatalidad.

(Luis Hars: Los nuestros, Buenos Aires, Sudamericana, 1968, pág. 316).

El tema general, pues, no podía ser otro que la vida trágica del angustiado y desolado campesinado mexicano de estas tierras, tema que se va centrando recurrentemente en la violencia, la soledad, la degradación, la culpa, el fatalismo y, desde luego, en la muerte, que penetra y está presente en cada cuento como su principal protagonista. Todos ellos son reveladores de un sombrío pesimismo. Rulfo aparece en las letras mexicanas lleno de la angustia, al parecer sin solución, del hombre contemporáneo; aparece sin fe, contemplando tierras secas, caciques, el maíz que no crece, el polvo, el viento sin sentido, las peregrinaciones a Talpa, los crímenes mecánicos y primitivos, la soledad y miseria mudas de los hombres del campo. No queda ya ninguna fe exterior en que apoyarse. En su lugar, la violencia sorda, el fatalismo, y esa angustia lacónica, quieta, que preñan los cuentos y la novela de Rulfo.

(Carlos Blanco Aguinaga: “Realidad y estilo de Juan Rulfo” (1955), en Jorge Lafforgue, Nueva novela latinoamericana 1, Buenos Aires, Paidós, 1969, pág. 87.)

La protesta está presente en toda la obra de Rulfo; en su mundo siempre trágico, en los personajes que, al contarnos sus desdichas, están clamando contra la injusticia. La protesta más que expresada directamente, subyace al mostrar esa humanidad desgarrada por la violencia, la soledad, etc. En ambos casos, tanto cuando la expresa directa como indirectamente, Rulfo está demostrando una voluntad de examinar una realidad que necesita ser transformada, pues, aunque su visión sea totalmente negativa, su misma actitud crítica supone en el fondo una confianza en que tal realidad cambie.

(José Carlos González Boixo: “Lectura temática de la obra de Juan Rulfo», en Juan Rulfo. Toda la obra, ed. Claude Fell, Madrid, ALLCA, 1996, págs. 653- 654)

Los personajes de El llano en llamas, los indios y campesinos desheredados, deambulan por este paisaje hostil, por esta tierra inhóspita del México más profundo en busca de una tierra prometida, pero solo encuentran fatídicamente la miseria, la soledad y la muerte. Son como sombras marcadas por un paisaje y un clima de calor y polvo que, sin estar dibujados al completo, presentan, más bien, contornos y formas borrosas, sin que por eso pierdan viveza y veracidad, al resultar muy cercanos a la más primitiva naturaleza y muy alejados de las convenciones y las complejidades de la civilización urbana. Como bien señala Carlos Blanco Aguinaga, “una sorda quietud, un laconismo monótono y casi onírico, impregna de sabor a tragedia inminente el fatalismo primitivo de estos cuentos en los cuales parece haberse detenido el tiempo”.

(“Realidad y estilo de Juan Rulfo” (1955), en Jorge Lafforgue, Nueva novela latinoamericana 1, Buenos Aires, Paidós, 1969, pág. 88).

Y, sin embargo, hay en este mundo rulfiano, tan trágico y desnudo y tan lacónicamente expresado, un halo poético que aparece en las mínimas intervenciones del narrador, en el lirismo de las descripciones tan bien integradas en la trama de voces que interactúan constantemente mediante diálogos lacónicos y secos como el mismo ambiente que impregna la acción y la hace progresar lentamente sin la clásica fórmula de presentación, núcleo y desenlace.

Como ya hemos observado anteriormente, en todos los cuentos de la colección están presentes las voces campesinas, parcas y a la vez detalladas, reproducidas con toda la riqueza de entonación, con su particular y expresiva cadencia sintáctica, y que, unidas a los diminutivos y a las repeticiones propias de un lenguaje pleonástico, forman el material originario que, recreado y transformado por el autor, se convierte en arte literario.

(José Carlos González Boixo: Historia de la Literatura Latinoamericana, 6. Juan Rulfo, Madrid, Planeta-Agostini, 1985, pág. 96).

El resultado es una peculiar mezcla de habla popular, a la que se añade una especial sensibilidad en el ritmo poético de la prosa, en la plasticidad y acercamiento sensorial a lo narrado y, como resultado, la creación de un lenguaje sugerente que expresa la lírica y sombría visión de un paisaje y de unas gentes desoladas y, en definitiva, la belleza y la profundidad emotiva propia del gran escritor mexicano. Rulfo es consumado maestro en la reproducción del léxico, sintaxis y giros del habla campesina. Trabaja con esa materia bruta como un ceramista con arcilla, y la transforma a la alta temperatura de su arte de modo tal que, sin privarla de su autenticidad viviente, hace que esa habla espontánea, inculta, adquiera extraordinaria plasticidad y expresividad. Se advierte que su maestría, sin embargo, consiste más que en un conocimiento insólito del idioma coloquial, en una comprensión profunda de la mentalidad de quienes lo emplean.

(Hugo Rodríguez-Alcalá: El arte de Juan Rulfo: historias de vivos y difuntos, México, INBA, 1965, pág. 65).

Sin embargo, por la categoría literaria y la universal aceptación de la novela Pedro Páramo, El llano en llamas ha pasado más inadvertido de lo que es justo, siendo como es uno de los mejores libros de cuentos de la literatura hispánica y con alcance sin duda universal.

Aunque nadie pueda negar la raíz mexicana hasta los tuétanos de los relatos de Rulfo, la naturaleza y las emociones humanas quedan tan bien expresadas que –ya lo he señalado– alcanzan validez dondequiera que vivan los desheredados de la tierra. Estos cuentos, con su escueto laconismo, con las elipsis que exigen la ayuda de la imaginación, con una rigurosa economía del diseño narrativo producen un efecto imborrable y serán siempre un grito y un testimonio sobre la condición humana en las más duras situaciones vitales.

Aunque el conjunto de los cuentos de El llano en llamas tiene un altísimo nivel artístico, los titulados “Luvina”, “Diles que no me maten” y “No oyes ladrar los perros” –los preferidos por Rulfo– son considerados por los buenos lectores como obras maestras del género. De los tres se conserva una lectura grabada por el autor, convertida en objeto de culto para los muchos entusiastas de su obra.


4. Luvina

Un cuento debe de alguna manera rebasar los límites de la localización, aunque su tema parezca reducido a un cierto espacio geográfico muy específico. “Luvina”, de Juan Rulfo, no es buen cuento porque plantee la situación particular de un pueblo mexicano abatido por la soledad, sino porque a partir de allí el lector es motivado a intuir una situación similar para cualquier pueblo del mundo en cualquier época”.

(Luis Barrera Linares, “Apuntes para una teoría del cuento”, en Del cuento y sus alrededores -compiladores Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares-, Caracas, Monte Ávila Editores, 1993, pág. 39).

 Parece ser que “Luvina” –escrito entre diciembre de 1952 y enero de 1953– fue el último cuento que Rulfo escribió antes de Pedro Páramo y, desde luego, el autor resaltó insistentemente la estrecha relación que existía entre ese cuento y su famosa novela:

 *«Luvina» creo que es el vínculo, el nexo con Pedro Páramo. La atmósfera creada en el cuento me dio, poco a poco, casi con exactitud, el ambiente en que se iba a desarrollar la novela. El hecho de «Luvina» es casi general en todo el país; hay pueblos miserables y regiones donde no hay esperanza de esperanza. De manera que en «Luvina» tenía ya ciertos antecedentes para fijar los inicios de Pedro Páramo.

 *Es el cuento que más se identifica o tiene parentesco con Pedro Páramo, puesto que los hombres no tienen rostro, la gente no tiene cara, las figuras humanas no se definen. Hay una ambigüedad; yo estaba trabajando con cosas realistas, aparentemente, pero en realidad eran producto de sueños, de fantasías. «Luvina» fue más bien un ejercicio para entrar en un mundo un poco así, sombrío, siniestro más bien, con la atmósfera rara de Pedro Páramo. «Luvina» para mí era importante, porque «Luvina», que se escribe Loobina, significa la raíz de la miseria.

 *Empecé por El llano en llamas: un cuento, “Luvina”, me dio la clave. Tenía los personajes completos de Pedro Páramo, sabía que iba a ubicarlos en un pueblo abandonado, desértico; tenía totalmente elaborada la novela, lo que me faltaban eran ciertas formas para poder decirlo. Y para eso escribí los cuentos: ejercicios sobre diversos temas, a veces poco desarrollados, buscando soltar la mano, encontrar la forma de la novela.

 *Yo andaba con Pedro Páramo en mi cabeza, buscando darle forma, escribiendo mis cuentos, hasta que aquel profesor se va a un pueblo desértico, abandonado, y le cuenta a otro profesor, que va a sustituirlo, lo que es aquello, y toma cerveza –el otro no toma nada– hasta caerse borracho. Aquella era la atmósfera. “Luvina” me dio la clave de Pedro Páramo.

 (Para la mayor parte de las citas anteriores, vid. Juan Rulfo. Toda la obra, ed. Claude Fell, Madrid, ALLCA XX, 1996).

El ambiente de «Luvina», su mundo fantasmagórico, proporciona a Rulfo y anticipa el de Pedro Páramo, porque la desolación y la muerte, el aire, el viento, las sombras, los murmullos y susurros misteriosos de seres que vagan como fantasmas o ánimas en pena, así como el fatalismo, el ensimismamiento y laconismo de los personajes, e incluso la objetividad narrativa son comunes a “Luvina” y a Pedro Páramo.

En «Luvina» desaparecen las fronteras entre lo real y lo irreal como un preámbulo de lo que va a suceder en la novela posterior y, en fin, como se ha dicho, después de «Luvina», un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y donde la muerte es incluso una esperanza solo puede venir Pedro Páramo, el gran diálogo de los muertos.

Manuel Durán los expresó con acierto: Cada cuento de Rulfo, lo sabemos, es distinto a los demás, tiene su ambiente y su ritmo peculiares. Cada uno de ellos es como una habitación –peculiar, inconfundible– de una casa. Pero esta casa tiene dos puertas, y por ambas salimos hacia esta otra mansión –subterránea– que es Pedro Páramo. La puerta principal es, probablemente, el cuento “Luvina”, que describe «un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros… Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza, donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubiera entablado la cara». Esta puerta se abre directamente hacia el reino oscuro de Comala de Pedro Páramo”.

 (Manuel Durán, Tríptico mexicano, México, D. F., Secretaría de Educación Pública (SepSetentas), 1973, p. 49).

 En fin, para terminar la estrecha relación de “Luvina” con Pedro Páramo, véase este texto de Katalin Kulin: “Luvina y Comala son sencillamente el frente y el revés de la misma realidad. Si en la primera encontramos a sus pobladores vivos, a pesar de sobrevivir agarrados apenas con las uñas a la desesperanza, en Comala todos sus habitantes están muertos. San Juan Luvina es el purgatorio, Comala es el infierno.”

 (“Luvina y Comala, dos caras de la misma realidad”, en Acta Litteraria, XIII, fasciculi 3-4, pág. 352).

 Julio Ortega recordaba la siguiente historia que le contó Rulfo, una especie de sueño o pesadilla del propio autor en la que se encontraba perdido en el mundo mágico-onírico de un pueblo que lo mismo podría haber sido Luvina que Comala: 

 Un día llegué de noche a un pueblo. En el centro había un árbol. Cuando me encontré en medio de la plaza, me di cuenta de que aquel pueblo, en apariencia fantasma, en realidad estaba habitado. Me rodearon y se fueron acercando hasta que me amarraron a un árbol y se fueron. Pasé toda la noche ahí. Aunque estaba algo perplejo, no estaba asustado pues ni siquiera tenía ánimo para ello. Amaneció y poco a poco aparecieron los mismos que me habían amarrado. Me soltaron y me dijeron: «Te amarramos porque cuando llegaste vimos que se te había perdido el alma, que tu alma te andaba buscando, y te amarramos para que te encontrara.

(Transcripción hecha por Adolfo Castañón de las palabras de Julio Ortega –en una conferencia dictada en el I Seminario de Crítica Literaria celebrado en Manizales, Colombia, IV-1999–, al referir una anécdota que le había contado Juan Rulfo).

 ¿Quién habla, a quién o con quién, en dónde habla y de qué? Estas son las preguntas suscitadas por este intenso e inolvidable relato.

«Luvina» parece que comienza con una descripción impersonal del autor desde fuera, el narrador omnisciente, pero poco a poco se va revelando que realmente no es él quien habla, cuenta o describe. En verdad, el narrador omnisciente solo interviene muy contadas veces –cuatro– en todo el relato y, además con absoluta parquedad. Se convierte así en testigo de un largo parlamento, casi un monólogo interior, y solo se permite servir de enlace para ir creando el ambiente con breves acotaciones a la voz que domina el relato: El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia fuera… Bebió la cerveza hasta dejar solo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo…

La mayoría de las narraciones de Rulfo están contadas en primera persona por un narrador presencial que además suele ser el protagonista del relato. Es este narrador el que transmite al lector su visión del mundo, de las cosas y de los hechos con una perspectiva casi siempre desoladora. En «Luvina», el narrador o voz que habla es la del personaje protagonista-testigo que monologa absorbentemente en primera persona desde el principio al fin del cuento. Abismado como está en su memoria y posiblemente narcotizado por el abuso del alcohol, no piensa más que en Luvina, en lo triste y devastado del lugar. Se cierne sobre su mente como una abrumadora pesadilla que le impide hablar y de cuando en cuando queda abstraído mirando al exterior de la tienda.

(Ana María López: “Presencia de la naturaleza, muerte y resurrección en El llano en llamas de Juan Rulfo”, Anales de Literatura Hispanoamericana,4, 1975, pág. 183).

Su figura es intencionalmente vaga, ya que no está descrito o caracterizado y ni siquiera tiene nombre ni apariencia. A través de sus palabras, y solo muy aleatoriamente, sabremos que era un maestro rural, casado y con tres hijos, que hace ya quince años pasó un tiempo largo e impreciso en San Juan Luvina (Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina… La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad) y fue aquella una experiencia tan negativa que quedó obsesiva e imborrable en su recuerdo, marcó para siempre su vida y lo dejó derrotado y destruido. Como bien se ha observado, este narrador protagonista del cuento de Rulfo es una transposición del personaje típico de muchas mitologías que regresa del infierno y, a la entrada de este, cuenta, a los incrédulos viajeros que se disponen a emprender el mismo recorrido, las dificultades y los horrores que encontrarán en su destino.

¿Quién es el narratario, el interlocutor u oyente a quien se dirige la voz del narrador? Se trata de un –todavía más– misterioso personaje, también sin nombre, sin rostro, sin palabra –por lo tanto no interlocutor–, y sin acción; un personaje indefinido que abre múltiples posibilidades de interpretación a los lectores. Nada más sabremos, por unas mínimas alusiones del protagonista, que se trata del nuevo maestro destinado al pueblo de Luvina, Como dice Luis Leal, “parece un ser irreal; más que un personaje, es una sombra, más que hombre de carne y hueso parece un desdoblamiento del mismo maestro narrador, quien, en vez de pensar, habla a solas en voz alta, en un monólogo ensimismado”.

(Luis Leal: “El cuento de ambiente: «Luvina». En Helmy F. Giacoman: Homenaje a Juan Rulfo. Variaciones interpretativas en torno a su obra, Madrid, Anaya/Las Américas, 1974, pág. 94).

El escenario desde el cual el narrador relata la historia al misterioso oyente es una cantina o una tienda, como dice el texto, no ubicada geográficamente. Allí el protagonista, además del monólogo continuo, pide cerveza al cantinero –en el cuento solamente aparecen dos nombres propios, el del cantinero, Camilo, y el de la mujer del protagonista, Agripina. El resto de personajes, incluyendo al propio protagonista y sus hijos, al interlocutor silencioso y a la totalidad de los habitantes de San Juan Luvina, permanecen innominados–, se levanta de la mesa, grita a los niños que alborotan fuera, bebe la cerveza tibia que agarra un sabor como a meados de burro, pide unos mezcales y, al final, se queda dormido, semiborracho, derrumbado sobre la mesa.

 El lugar parece alejado de Luvina y todo lo que ella significa. Hay una intencionada contraposición entre dos mundos, el «allá», el «arriba» del pueblo de Luvina, un mundo de pesadilla, subjetivo y fantasmal, el reino de la muerte y el gran escenario de la desolación, donde nunca llueve, nunca aparece la palabra “agua”, nunca brilla el sol y todo es ceniciento, gris, seco, pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; y, en cambio, el «aquí», el «abajo» desde el que el narrador-protagonista cuenta, que es un mundo real, objetivo: la tienda, las cervezas, los mosquitos atraídos por la luz de la lámpara de petróleo y, sobre todo, afuera de la tienda, un lugar con esperanza de vida, como un oasis en que el agua del río, el rumor del aire, los gritos y los juegos de los niños fluyen vitalmente.

 El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia fuera. Hasta ellos llegaban el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines; el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda… Y afuera seguía avanzando la noche.

 Pero vayamos ya al relato propiamente dicho. ¿Qué es lo que cuenta el maestro de aquel pueblo llamado San Juan Luvina? Por cierto, un pueblo que existe realmente en la Sierra Juárez del Estado de Oaxaca, un lugar de encinas y coníferas, de clima frío y lluvioso, caracterizado por su extrema pobreza y duras condiciones de vida. Rulfo había conocido este pueblo, le gustó el nombre y se lo aplicó al pueblo –literariamente recreado– de su cuento.

El título mismo del relato, «Luvina», centra la atención en el pueblo, no en los personajes y menos en la acción que toman un segundo plano, y lo que prevalece es la descripción del espacio. El protagonista es un paraje, un lugar, un pueblo. Porque, hay que decirlo desde el principio, «Luvina» es un cuento de ambiente, descriptivo, apenas sin acción o fábula, sin un punto culminante ni un desenlace sorpresivo y con personajes poco relevantes. El ambiente eclipsa a todos los demás elementos hasta el punto de convertirse en protagonista, en torno al cual se organiza el cuento.

(Luis Leal: “El cuento de ambiente: «Luvina»», en Helmy F. Giacoman: Homenaje a Juan Rulfo. Variaciones interpretativas en torno a su obra, Madrid, Anaya/Las Américas, 1974, pág. 98).

 El motivo que se repite y se convierte en el tema predominante del cuento, que se anuncia ya desde el primer párrafo y se mantiene hasta el final, es la desolación, la tristeza, el desconsuelo, el espanto del pueblo de Luvina que rondan por Luvina todos los días del año y que lo presionan a uno contra el suelo pues son como parte integral de la atmósfera opresiva del pueblo.

En fin, Luvina es un lugar aislado árido, moribundo y fantasmal, en el que casi no se habla ni se trabaja y todo está parado sin movimiento ni tiempo: un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay quien le ladre al silencio… y solo quedan viejos sentados en el umbral de la puerta, esperando fatídicamente la muerte, solos, en aquella soledad de Luvina.

Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la risa, como si a toda la gente le hubieran entablado la boca. Y usted, si quiere puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra el viento, y porque es oprimente como una gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.

Después de la desolación y la tristeza, el otro importante motivo, muy relacionado con aquellas y continuamente repetido como elemento esencial, es el viento, una fuerza que erosiona la tierra y azota inmisericorde a los habitantes de Luvina. Un viento como una pesadilla que amenaza con sus aullidos, y negro como ave de mal agüero; un viento que no deja crecer nada, el cielo nunca es azul, no hay árboles ni plantas. Un viento –ejemplo paradigmático de prosopopeya– que se oye y casi se ve, que actúa como un personaje protagonista, incluso personificado, con sus manos de aire; que rasca como si tuviese uñas, escarba debajo de las puertas y se mete dentro de uno, como un fantasma o un demonio o corre en las noches de luna por las callejuelas del pueblo, llevando a rastras una cobija negra, como si de la misma muerte que escondiera su guadaña se tratase.

Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye a mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted. Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre. ¿No oyen ese viento? –les acabé por decir–. Él acabará con ustedes.

El autor adopta un planteamiento cargado de recurrencias que mantienen un ritmo continuo en la historia y provoca en el lector una sensación de desasosiego y agobio, contagiado por la del propio protagonista narrador, y por la realidad que está describiendo.

Los personajes, los habitantes de Luvina, son sombras borrosas desdibujadas en aquel ambiente fantasmal y asoladas por el clima extremo y la tierra inhóspita, así las mujeres, equiparadas a murciélagos, son un murmullo, una sombra que espera el regreso de un hombre o la partida de un hijo. En fin, toda la narración, las descripciones y los diálogos están impregnados de la desolación, la sequedad, la tristeza y la muerte de aquel lugar maldito que se llama Luvina.

Hay en este relato una crítica social y política puesto que tanto el hombre que va a ir a Luvina como el que regresó de aquel pueblo son maestros rurales llenos de las «ilusiones educativas» propias del gobierno mexicano de los años cincuenta. En esa época tenía yo mis fuerzas… Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plasta encima para plasmarla en todas partes -comenta el maestro protagonista. Rulfo muestra el absurdo de la política educativa de un gobierno que desconoce la extrema pobreza y abandono de muchos de sus gobernados.

 ¿Qué hace la Revolución –se pregunta Claude Louffon– por pueblos como Luvina, con sus viejos escofulosos, sus mayores vestidos de negro y sus peones que no vuelven más que una vez al año para plantar otro hijo en el vientre de sus mujeres?

Las promesas que el gobierno mexicano ha hecho durante mucho tiempo, promesas de prosperidad e igualdad para todos, los habitantes de Luvina ya hace mucho tiempo que no se las pueden creer.

 ¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú conoces al gobierno? Les dije que sí —También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre del Gobierno. Yo les dije que era la Patria… Y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre. —Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese solo se acuerda de ellos cuando alguno de sus muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe.

Como es notorio, el «realismo mágico» es una corriente –no exclusiva pero sí muy significativa– de la novelística hispanoamericana, surgida a mediados del siglo XX y que tiene como máximos representantes las novelas Pedro Páramo de Juan Rulfo y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Consiste en la yuxtaposición de escenas y detalles de gran realismo con situaciones fantásticas. Lo maravilloso, lo asombroso e irreal se introduce en la desnuda realidad sin estridencias y sin diluir sus límites, como algo perfectamente natural y aceptado como real, pero que no deja de producir asombro. En palabras de Pedro Luis Barcia, “El realismo mágico es una aclimatación de lo insólito, percibido como naturalmente inserto en el seno de la realidad; esta presencia no es sentida como anormal o alteradora de un orden, ni como agresiva o escandalosa; es vista como asombrosa y atractiva y no como atemorizante, como ocurre con lo fantástico”.

El autor mágico-realista suele utilizar un estilo muy expresivo y personal, aunque se mantenga, en general, dentro de un tono objetivo, aparentemente sencillo, preciso y poco adornado. Pues bien, como afirmó Seymour Menton, Los cuentos de El llano en llamas, con una sola excepción, son esencialmente realistas. Esa excepción que el mismo Rulfo reconoció, es «Luvina», magnífico ejemplo del realismo mágico. La visión purgatorial de San Juan de Luvina es tan impresionante como la visión infernal de Comala en Pedro Páramo.

(Historia verdadera del realismo mágico, México, FCE, 1998, pág. 206).

Luvina es una ficción literaria pero muy real, un pueblo del México más profundo y pobre, con sus gentes abandonadas, fatalistas, sin ninguna ilusión y sin ninguna esperanza. Pero también es un lugar irreal, mágico, poblado no de cadáveres como la Comala de Pedro Páramo, pero sí de sombras, ruidos y susurros misteriosos, de seres que parecen fantasmas. Un lugar envuelto en una atmósfera de irrealidad por el incesante viento aullador, el viento «negro» que se pasea como un personaje fantástico y amenazador, creando una atmósfera tan desoladora que hará exclamar al narrador-protagonista: ¡En qué país estamos!

Aparte del uso literario del lenguaje popular mexicano que –como arriba se ha dicho– utiliza Rulfo en toda su obra, los más destacados recursos estilísticos de «Luvina», señalados por los principales comentaristas, son lo que se ha llamado “la parquedad y el laconismo esenciales”, la monótona repetición insistente de ideas y palabras en boca del hablante incluso dentro del mismo párrafo que, aparte de ser muy expresivas, crean un ritmo lento que ralentiza el paso del tiempo. Otros recursos son el empleo continuo de los símiles o comparaciones –en un cuento de unas trece páginas, la frase «como si» aparece dieciocho veces y el símil «como», nueve veces– y la plasticidad en el uso de los adjetivos, lo que incrementa el ambiente de desolación y desconsuelo; además de las personificaciones, las alegorías y, desde luego, ese vocabulario popular repetidamente aludido, que, mediante coloquialismos, mexicanismos, expresiones populares y las continuas elipsis, proporciona el colorido recreado del habla local.

Por último, son de notar las imágenes que acercan y confunden a los personajes con los elementos y fenómenos naturales que los rodean y que resaltan por su gran expresividad en boca de este maestro rural, que, más que describir, evoca una realidad muy dura con una forma narrativa de gran belleza.

Claude Couffon insiste en el acierto y la importancia de la imagen sonora en varios de los cuentos de El llano en llamas y, particularmente, en «Luvina»: Cuando Rulfo escribe en “Macario”: las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. ¿Quién puede escapar al eco de esta imagen brutal? Y en “La Cuesta de las Comadres”, ¿quién no oye un ruido extraño cuando el asesino da un puntapié al muerto que retumba como un tronco de árbol seco? ¿Y quién no comparte la angustia de los campesinos de “Nos han dado la tierra” cuando uno lee «Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo», nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. Podríamos multiplicar los ejemplos. Prefiero, para acabar, copiar este pasaje de “Luvina” en el cual la imagen sonora me parece particularmente obsesiva. Vemos al nuevo maestro de la escuela llegar con su mujer y sus tres hijos a un pueblo desierto y, como no encuentran ni una posada, pasan la noche en la iglesia. De repente oye un extraño rumor de alas:

 Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y la vi. Vi a todas las mujeres de Luviva con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.

(“El arte de Juan Rulfo”, en Recopilación de textos sobre Juan Rulfo, La Habana, Centro de Investigaciones Literarias Casa de las Américas/Madrid, SSAG, 1995, pág. 149)

 En fin, como acertadamente comenta Genaro Eduardo Zenteno Bórquez, “Luvina” supone una revolución y un cambio con los relatos de la miseria en el campo escritos con anterioridad. En estos otros cuentos lo terrible se plasma en hechos concretos puntualmente definidos y aislados: asesinatos, violencias de todo tipo, humillaciones, etc. En cambio, en San Juan Luvina la tragedia es más terrible porque es totalizadora e inescapable: puede respirarse y sentirse en el ambiente, en el paisaje, pero sobre todo en las condiciones ancestrales que han marcado las mentes de los habitantes de un pueblo específico, que sin embargo puede ser cualquiera.

(“Luvina” un cuento inusitado (tesis), Universidad de Colima, Facultad de Letras y Comunicaciones, mayo de 1998, pág. 77).

«Luvina» es, tal vez, la más acertada expresión literaria, la más amarga y desolada, que pueda darse de la soledad, resignación e inmovilidad de un pueblo y unas gentes, de un clima y un territorio. Y al finalizar la lectura nos damos cuenta de que todo el abrumador peso del relato cae implacable y únicamente sobre la persona del maestro rural. Las últimas palabras que pronuncia este oscuro protagonista narrador, antes de caer definitivamente derrumbado sobre la mesa de la cantina, son el punto culminante de la tensión, la patética y amarga aceptación del vacío y la destrucción de un hombre que ya no tiene nada a adonde agarrarse. Y esa misma derrota también se apoderará, inexorablemente, de ese otro personaje casi irreal, el nuevo maestro que se dirige a Luvina.

San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que ahí sopla no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo…

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 Como ya se ha indicado, los más valorados cuentos de El Llano en llamas, además y después de “Luvina” –para mí su mejor cuento y uno de los más impresionantes relatos en español que he tenido el placer de leer– son “¡Diles que no me maten!” y “No oyes ladrar los perros. Terminamos con unos breves comentarios sobre ellos.

El escritor búlgaro Elias Canetti (1905-1994), Premio Nobel de Literatura en 1981, valoró con estas palabras el cuento “¡Diles que no me maten!”: “No he conocido cuento más perfectamente construido, más conmovedor y más entrañable. Es difícil encontrar un cuento en donde la emoción, la inteligencia y la expresión se junten y constituyan un heroísmo literario”.

Rulfo proyecta en este cuento algunos recuerdos familiares. Su padre, Juan Nepomuceno Rulfo —don Chano— tuvo unas palabras recriminatorias con un vecino suyo, llamado Guadalupe Nava Palacios por haber metido el ganado en las tierras de aquel y le exigió que no volviera a hacerlo. A Lupe Nava, que era un jovenzuelo borracho y pendenciero, pero un tanto creído por ser hijo del presidente municipal de Tolimán, aquellas enérgicas palabras le parecieron humillantes y, sin más motivo, asesinó a don Chano, disparándole por la espalda, un día del año 1923. Por cierto, el asesino nunca fue detenido.

En el relato se advierten tan curiosas coincidencias con el suceso familiar descrito, que no se puede dudar de que Rulfo lo tuvo muy presente al escribir el cuento. Don Lupe Terreros es asesinado por Juvencio Nava, porque aquel le negó el pasto para los ganados y le mató un novillo que había entrado en sus tierras. Así pues, el suceso histórico fue muy parecido e incluso el nombre y apellido del asesino real se mantiene, aunque bifurcado en los dos protagonistas del cuento.

Se trata de una dramática historia de muerte, culpa y venganza. El ahora viejo y derrotado Juvencio tuvo que matar entonces a don Lupe Terreros “porque siendo su compadre, le negó el pasto para sus animales”. El coronel Guadalupe Terreros tiene que matar ahora al asesino de su padre. Y Justino, el hijo del viejo Juvencio, no podrá hacer nada por su padre, solo llevar, echado sobre el burro, su cuerpo muerto, acribillado a balazos.

El relato está construido mediante cinco partes con marca de separación en el texto. La primera es un diálogo sin ningún preámbulo entre Juvencio y Justino. La segunda es una descripción narrativa en tercera persona, y en la que se comienza a explicar, desde el presente, el suceso desencadenante. La tercera es un monólogo en primera persona del propio Juvencio en el que sigue narrando lo sucedido, monólogo que deja paso sin solución de continuidad a una larga narración en tercera persona, que completa la historia antigua. La cuarta parte, en presente, es un diálogo entre el coronel, un soldado y Juvencio, pero sin que el primero se digne dirigirse directamente al asesino de su padre. Y, por fin, la última parte es una narración con la que el autor omnisciente deja cerrada la historia. Las cinco separaciones son partes aparentemente dislocadas o fraccionadas pero que el lector recompone y completa fácilmente en la lectura de la historia. La primera parte, en un orden cronológico o lineal, ocuparía la cuarta o penúltima.

El título del cuento, que sintetiza el aspecto dramático del relato, es el ruego angustioso de Juvencio repetido como leitmotiv dos veces, en la primera parte dirigido a su hijo y en la cuarta al coronel.

La focalización o punto de vista, el monólogo interior, el perfecto ensamblaje entre narración y diálogo, los recursos de retroalimentación o flash-back, la estructura de final cerrado, además del logrado análisis del protagonista y la acertada incorporación del habla popular mexicana, característica siempre patente en la narrativa rulfiana, todo ello organizado e integrado con originalidad y acierto, da como resultado un relato en estado puro al que nada le sobra ni nada le falta.

 “El extraordinario cuento “No oyes ladrar los perros” brinda un ejemplo paradigmático del arte de Rulfo. Se trata de una conmovedora parábola de amor paternal en la que vemos a un viejo cargando sobre sus hombros el cuerpo herido del hijo bandolero y tratando de salvarle la vida, mientras reniega de él por la vergüenza que le causa. La enorme concentración dramática que alcanza el texto no solo se debe a su brevedad, sino a la forma austera de su composición; los sucesos son mínimos, pues todo se reduce a la contemplación de esa terrible imagen física de dos cuerpos entrelazados en su penosa marcha nocturna, cada uno con su propia agonía, pero con un doloroso lazo común; el del padre e hijo. El narrador se coloca, en un arranque in medias res, ante una situación que prácticamente no cambia —solo empeora— y que es intolerable.

Al principio no entendemos bien lo que está pasando y menos la razón por la cual el padre lleva sobre sí al hijo adulto. Pero la imagen es poderosa y lo dice todo: los dos hombres forman un solo cuerpo, una figura contrahecha en la que el que va “arriba” no puede caminar y el que va “abajo” no puede ver. El desolado y hostil paisaje, que parece dibujado con tintas expresionistas, también divide el mundo en dos partes: la espectral luz de la luna allá arriba, la tierra envuelta en sombras allá abajo.

Se diría que la imagen del padre y el hijo físicamente soldados expresa la más intensa piedad, pero el diálogo —filoso, lleno de rencores y distancias— nos revela que ese amor está rodeado de repudio; por eso el padre no vacila en añadir a la agonía del hijo las duras palabras que tiene que decirle. En su descargo cabe advertir que no hay otra salida: el hijo está muriendo y tiene que escuchar al padre ahora. El monstruoso —y humanísimo— ser que crean acoplados es la más patética objetivación que pueda pensarse de la relación paterno-filial y, en este caso, de su ambivalencia. El lugar común de que los hijos son una “carga” para los padres está aquí concretado en una alegoría sin duda trágica y desgarradora que reencontraremos en Pedro Páramo. Pero el simbolismo del cuento evoca también otras alegorías de origen mitológico, bíblico o estético: la oveja descarriada del Evangelio que el pastor lleva sobre sus hombros, el Viacrucis de Cristo y su clamor al sentirse abandonado por el Padre, “La Pietá” de Miguel Ángel, el verso de Vallejo que dice: “Un cojo pasa dando el brazo a un niño”, etc. Agreguemos que el final nos niega la certeza de la muerte del hijo: el narrador no nos dice que las gotas que caen sobre el viejo son de sangre; Solo que eran “gruesas gotas como lágrimas”

 (José Miguel Oviedo, Historia de la literatura hispanoamericana. 4. De Borges al presente. Madrid, Alianza, 2001, págs. 71-72).

 Antes, en los pueblos, apagaban la luz a las once de la noche y uno no sabía dónde andaba nadie en la oscuridad, si la gente estaba afuera o adentro de sus casas, y solo por los perros, por los ladridos de los perros, localizaba a los cristianos, sabía uno que allí vivía gente.

  (Elena Poniatowska,o.c.)

5. Pedro Páramo

 En lo más íntimo, Pedro Páramo nació de una imagen y fue la búsqueda de un ideal que llamé Susana San Juan, a la que soñé a partir de una muchachita que conocí a los 13 años; ella nunca lo supo y no la volví a ver jamás en la vida.

 Lo más difícil que tuve que salvar para escribir el Pedro Páramo, fue eliminarme a mí mismo, matar al autor, quien es, por cierto, el primer muerto del libro. Es cierto: lo más difícil fue eliminarme a mí mismo de la historia. Primero reuní unas trescientas páginas. Llegué a hacer cuatro versiones, y conforme pasaba a máquina un nuevo original, iba destruyendo hojas, iba eliminando divagaciones… me borré completamente. Primero la había escrito en secuencia, pero advertí que la vida no es una secuencia; pueden pasar los años sin que nada ocurra y de pronto se desencadenan los hechos muy espaciados, roto el esquema del tiempo y el espacio, por eso los personajes están muertos, no están dentro del tiempo o el espacio. Lo que ignoro es de dónde salieron las intuiciones a las que debo su forma: fue como si alguien me dictara. Aquí en los pueblos de México existe la idea de que las ánimas en pena visitan a los vivos. En los caminos, todavía hoy, donde hay un muerto la gente arroja una piedra sobre la sepultura; esa piedra equivale a un Padre Nuestro para la salvación del ánima del difunto. En la novela, todos están muertos. Ya desde que Juan Preciado llega al pueblo con el arriero está muerto. La historia del pueblo se la cuentan los habitantes muertos. Así, el pueblo vuelve a vivir una vez más. Ese ha sido mi propósito, darle vida a un pueblo muerto.

(Mariana Frenk, “Pedro Páramo” en La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica. Compilador Federico Campbell. México D.F., Ediciones Era, 2003).

Lo elaboré durante años, pero no había escrito una sola página. Me daba vueltas y vueltas en la cabeza. Cuando regresé al pueblo de mi niñez, 30 años después, y lo encontré deshabitado, fue cuando obtuve la clave que me indicó que debía comenzar a escribir la novela. Mi pueblo tenía unos ocho mil habitantes, y solo quedaban unos 150 vecinos; en tres décadas la gente se había ido, así simplemente. Está este pueblo al pie de la Sierra Madre, donde sopla mucho viento; a alguien se le había ocurrido sembrar de casuarinas las calles, y, esa noche que me quedé allí, en medio de toda esa soledad, el viento en las casuarinas mugía, aullaba, en ese pueblo vacío… entonces supe que estaba en Comala, el lugar ese… comprendí, entonces, que era hora de escribir y nació Pedro Páramo, que es la historia de un pueblo que va muriendo por sí mismo, nadie lo mata, nadie, solo va muriendo por sí mismo.

 Pedro Páramo tuvo una larga gestación. Rulfo sostuvo que la primera idea de la novela la concibió antes de cumplir los treinta años, y, en una carta de junio del año 1947, le confiesa a su novia Clara Aparicio:

 No he hecho sino leer un poquito y querer escribir algo que no se ha podido, y que si lo llego a escribir se llamará Una estrella junto a la luna.

 Parece ser que, ya al final de la escritura de esta obra, cambió el título por el de Los Murmullos, título, como se ha dicho, no desacertado porque eso es lo que se oye en toda la novela, Ruidos, voces, murmullos: un rumor de ánimas en pena que vagan por las calles de Comala. Sin embargo, poco antes de la publicación, se decidió por el contundente e inolvidable nombre de su personaje principal, Pedro Páramo, aunque Rulfo siempre quiso dejar muy claro que:

 Se trata de una novela en que el personaje central es el pueblo. Hay que notar que algunos críticos toman como personaje central a Pedro Páramo. En realidad, es el pueblo. Es un pueblo muerto donde no viven más que ánimas, donde todos los personajes están muertos, y aun quien narra está muerto. Entonces no hay un límite entre el espacio y el tiempo. Los muertos no tienen tiempo ni espacio. No se mueven en el tiempo ni en el espacio. Entonces así como aparecen, se desvanecen. Y dentro de este confuso mundo, se supone que los únicos que regresan a la tierra (es una creencia muy popular) son las ánimas, las ánimas de aquellos muertos que murieron en pecado. Y como era un pueblo en que casi todos morían en pecado, pues regresaban en su mayor parte. Habitaban nuevamente el pueblo, pero eran ánimas, no eran seres vivos.

 (http://foro.elaleph.com/viewtopic.php?t=14556)

 Gracias a una beca del Centro Mexicano de Escritores pudo concluirla en cinco meses, entre 1953 y 1954. En este último año algunas revistas publicaron fragmentos de la novela y, por fin, en 1955 aparece como libro, editado en México D.F. por el Fondo de Cultura Económica. Algunos críticos se dieron cuenta de que se trataba de una obra maestra, pero muchos lectores, habituados a las formas narrativas de las grandes novelas del siglo XIX, no supieron captar su innovadora estructura y reaccionaron negativamente.

Juan Preciado promete a su madre ir a Comala en busca de su padre, Pedro Páramo, pero encuentra un pueblo, triste y lúgubre, lleno de murmullos y fantasmas, extraños personajes que conversan con él de forma confusa. Se establece una especie de narrador colectivo, un puzle de relatos, sobre el pasado del pueblo y especialmente sobre el protagonista de la novela, el todopoderoso cacique Pedro Páramo y particularmente su vida con Susana San Juan

  La novela está dividida no en capítulos sino en sesenta breves secuencias en las que se van entrelazando las diversas historias, la de Juan Preciado y la de Pedro Páramo. Las secuencias narradas por Juan Preciado aparecen en primera persona y con un cierto orden cronológico, mientras que las secuencias que se refieren a Pedro Páramo se narran en tercera persona y en distintas épocas de su vida. Durante una primera parte de la novela aparece más en primer plano el relato de Juan Preciado con los extraños personajes mediante el cual se reconstruye la historia de su madre y del pueblo, y en una parte posterior predomina la historia de Pedro Páramo con Susana San Juan, hasta el derrumbe final del cacique y de Comala.

 Pero desde el principio se percibe que no existe una narración lineal de la historia sino una narración aparentemente desordenada o desestructurada, muy compleja: los recuerdos están fragmentados, las situaciones y diálogos a veces quedan inconclusos, las historias se entrecruzan, hay una total dislocación del tiempo y del espacio, conectando momentos distintos y trasladando la acción al pasado (flashbacks). Además, hay que anotar la casi total desaparición del narrador, la sustitución de lo descriptivo por la evocación y la alusión, los monólogos interiores de personajes vivos y muertos y, en fin, lo fantástico o fantasmagórico unido a la más cruda realidad, todo entremezclado y confundido en una forma narrativa sorprendente, impregnada por el poso del polvo, de la añoranza y de la muerte.

El lector inteligente se encuentra al principio estupefacto ante este complejo universo narrativo, un aparente rompecabezas que deberá recomponer con cuidado y atención, después de más de una lectura, para que, al final, convertido en lector activo, o, como dijo el propio Rulfo, en “segundo autor de la novela”, sienta el placer de haber comprendido la estructura, la forma y el contenido de esta obra maestra de la narrativa contemporánea.

Se dice que para concluir Pedro Páramo Rulfo sintió que había que quitarle cien páginas para reducir a lo esencial una obra que, según el propio autor, en una primera versión doblaba en páginas a la publicada. De esa buscada y brutal economía de recursos, de ese obsesivo cuidado por no abundar en descripciones y momentos inútiles, se deriva buena parte de la intensidad y también de la complejidad de su prosa.

 En una entrevista de 1977 en el programa español “A fondo”’ (la primera concedida a la TV), Rulfo comentaba:

 Es una novela difícil, pero fue hecha con esa intención, que se necesitara leerla tres veces para entenderla. Mi generación no la entendió ni la consideró interesante y las actuales generaciones la entienden y la aprecian. Está roto el tiempo y el espacio. He trabajado con muertos y eso facilitó no poderlos ubicar en un momento. En realidad, es una novela de fantasmas, que cobran vida y la vuelven a perder. Y sigue siendo complicada. Está estructurada de tal forma que llega a parecer que no tiene estructura.

Pedro Páramo es una sorprendente e indescriptible novela ubicada en un espacio en apariencia real, pero también simbólico: un espacio mítico e imaginario que es Comala (sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno) –nombre derivado de la palabra “comal”, una plancha de barro cocido, muy popular en la cocina tradicional mexicana, que se pone sobre las brasas para calentar las tortillas (quesaditas o gorditas)–, el paraíso añorado de algunos personajes y también el lugar donde reina la violencia y el despotismo del cacique Pedro Páramo, pero es, sobre todo, el ámbito fantasmal de la muerte. Porque la trama de la novela ya desde las primeras líneas del texto comienza con la muerte. El principal narrador de la historia, Juan Preciado, está muerto. En la segunda mitad de la novela el lector descubre que tanto quien ha contado la historia como todos los personajes que participan en ella y que narran lo sucedido en Comala son espíritus, fantasmas, cuerpos sin reposo, un puro vagabundear de ánimas que murieron sin perdón. Todos son muertos que escapan de sus tumbas, hablan con otros muertos y cuentan sus historias porque tienen conciencia y están llenos de recuerdos. Y estos recuerdos, expresados por las voces nocturnas, entrecruzadas, son los que recrean en múltiples perspectivas la vida de Comala y del hombre que la dominó, Pedro Páramo. Lo más sorprendente es que Rulfo nos introduce en esta realidad alucinante sin ninguna estridencia, con total naturalidad gracias al tono de la narración, sustentado en una prosa limpia y tajante, de sabor clásico.

“Comala es un pueblo de residuos: almas sin cuerpos, hojas sin árboles, nombres sin rostros. Esto último resulta decisivo para enrarecer la atmósfera; en otra novela de la misma brevedad sería abrumador que tantos personajes secundarios tuvieran nombre propio. En cambio, el inmenso reparto de Pedro Páramo, los sonoros nombres que Rulfo encontraba en las lápidas de los panteones (Damiana Cisneros, Eduviges Dyada, Fulgor Sedano, Toribio Aldrete) contribuyen a la sensación de asfixia: el pueblo sin nadie está sobrepoblado”.

“Los sentidos más presentes en la novela son la vista y el oído; el olfato es una nostalgia; el tacto y el gusto carecen de oportunidad en un pueblo sin presente. La atmósfera fantasmática dimana de la vaguedad visual y auditiva. Nada se percibe en primera instancia; Juan Preciado ve el entorno filtrado por tinieblas, humo, un crepúsculo que se confunde con el alba, y escucha ecos, pasos, rumores. La imprecisión de la vista y el oído se funde en una expresión cardinal: «el eco de las sombras». El sonido y la imagen son la misma bruma”.

(Juan Villoro, “Lección de arena. «Pedro Páramo»: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/leccion-de-arena-pedro-paramo—0/html/8e41d8c5-e)

Todos los estudiosos de Pedro Páramo hacen hincapié en el rigor estilístico de su autor. Es Rulfo, como dice José Miguel Oviedo, un autor astringente, parco, lacónico, capaz de decir mucho con pocas palabras, y con frecuencia mediante los silencios, lapsos, entrelíneas y sutiles sugerencias de su prosa, que parece tan austera y desnuda como el duro paisaje que describe. Un ejemplo lo encontramos en la misma escena inicial de la novela:

¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? —oí que me preguntaban.

Voy a ver a mi padre —comenté.

¡Ah! —dijo él.

Y volvimos al silencio.

 “En sus cuentos hablaban muchas almas individuales, pero en Pedro Páramo Rulfo puso a hablar a todo un pueblo, las voces se revuelven una contra otra y no se sabe quién es quién. Mas no importa. Las almas comunicantes han formado una sola: vivos y muertos, los hombres de Rulfo entran y salen por nuestra propia alma como Pedro por su casa”.

(Elena Poniatowska o.c.)

 Aunque, como ya lo ha indicado el propio Rulfo, el personaje central es un pueblo –Comala– y el conjunto de personas que integran la narración, todos se agrupan en torno a Pedro Páramo, el amo brutal y despótico al que todos están sometidos en vida y muerte, pero el poderoso señor de la Media Luna es un hombre frustrado por un amor imposible, un amor nunca correspondido, el de Susana San Juan –la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra–, con la que ya soñaba y jugaba de niño y, al desaparecer, Pedro Páramo la buscó durante toda su existencia y, cuando ya de viejo logró casarse con ella, la relación amorosa era imposible.

Susana San Juan es el reverso de todos los demás personajes del libro, una mujer misteriosa e inalcanzable, la única persona que Pedro Páramo no ha podido hacer suya. Cuando finalmente reaparece en Comala, después de treinta años de ausencia, Susana se muestra alucinada; muerta en vida y, perdida la razón, vive en el pasado, sumergida en un mundo propio, impenetrable que imposibilita todo tipo de amor. Con su muerte, al perder todo lo que más quiso, Pedro Páramo se desmorona y con él muere Comala: Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre. Y así lo hizo. En “la pura maldad de su vida” solo ha quedado como algo positivo el amor a Susana, amor que ha arrastrado como una pesada carga pero que es el único aspecto humano y sensible de Pedro Páramo, que le ha permitido algunas hermosas ensoñaciones, los hermosos pasajes líricos de la novela.

Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se me iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. “Ayúdame, Susana”. Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. “Suelta más hilo”. El aire nos hacía reír, juntaba la mirada de nuestros ojos […] Tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío.

Pensaba en ti, Susana. Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada vez que respiraba, cada vez que pensaba, pensaba en ti, Susana.Su

El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo.  Sonreías.

Hace mucho tiempo que te fuiste, Susana. La luz era igual entonces que ahora, no tan bermeja; pero era la misma pobre luz sin hombre envuelta en el paño blanco de la neblina que hay ahora. Era el mismo momento. Yo aquí, junto a la puerta mirando el amanecer y mirando cuando te ibas, siguiendo el camino del Cielo; por donde el Cielo comenzaba a abrirse en luces, alejándote, cada vez más desteñida entre las sombras de la tierra. Fue la última vez que te vi. Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que está en la vereda y te llevaste con tu aire las últimas hojas. Luego desapareciste. Te dije: “¡Regresa, Susana!”.

Ya he comentado el realismo mágico aplicado al cuento “Luvina”, pues bien, como decíamos allí, Pedro Páramo y Cien años de soledad del colombiano Gabriel García Márquez son los dos hitos novelísticos indiscutibles de esta corriente literaria.

En Pedro Páramo Juan Rulfo maneja con tal maestría y acierto la combinación de los dos planos, el real y el fantástico, que supuso la transformación de la narrativa realista de su época al ofrecer una visión mágica de la realidad en su verdad más desolada y desesperanzada.

Pedro Páramoes una novela de fuerte y auténtica originalidad. Una novela que acusa una nueva sensibilidad y, para expresarla, echa mano de los más audaces recursos de la novela moderna. Agreguemos que, gracias a la estructura de la obra, gracias a su enfoque subjetivo y su concepción poética, el tema que trata —que es un tema de la realidad humana en lo general, mexicana en lo particular— cobra un aspecto fantástico, de alucinante irrealidad. Una novela hecha de la materia de que están hechos los sueños”

(Mariana Frenk).

Los testimonios sobre la importancia y la categoría artística de Pedro Páramo son innumerables. Permítaseme espigar unos cuantos:

 *Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura” (Jorge Luis Borges, Argentina, 1899-1986).

*Con solo esta novela, de apenas 150 páginas, la escritura mexicana alcanzó su cota más alta, y México otorgó al arte universal una de sus mejores fábulas. Pedro Páramo es un hito, un resumen, la culminación de toda una literatura. No es de extrañar que desde entonces Juan Rulfo no haya publicado nada más. Rulfo salió del milagro como consumido para siempre” (Rafael Conte, España, 1935-2009).

*La novela de Rulfo no es solo una de las obras maestras de la literatura mundial del siglo XX, sino uno de los libros más influyentes de este mismo siglo” (Susan Sontag, Estados Unidos, 1933-2004).

“Han corrido mares de tinta acerca de la influencia pionera que tuvo para el posterior boom latinoamericano y sobre la impresionante economía literaria de cada frase. Pero, más acá y más allá del análisis, lo cierto es que una vez que uno se asoma a su primer párrafo (uno de los mejores comienzos de la historia de la novela) y acompaña a uno de los hijos del hacendado al reencuentro con su mítico padre, deja de ser el mismo”.

Pedro Perucca, Juan Rulfo: Trescientas páginas eternas. https://www.lahaine.org/est_espanol.php/juan-rulfo-trescientas-paginas-eternas

Es un misterio del arte literario de Rulfo el que una novela corta de 150 páginas –la única de su autor– con un entrelazado aparentemente confuso de voces y recuerdos y en un ambiente onírico e irreal se haya convertido en una obra de arte universal indiscutible

Termino con dos testimonios de Gabriel García Márquez, que siempre se proclamó un entusiasta y apasionado lector de la obra de Rulfo.

 Los cuentos de Rulfo son tan importantes como su novela Pedro Páramo que, lo repito una vez más, es para mí, si no la mejor, sí la más importante, sí la más bella de las novelas que se han escrito jamás en lengua castellana. Si yo hubiera escrito Pedro Páramo no me preocuparía ni volvería nunca a escribir en mi vida”.

La segunda reflexión de García Márquez es un extracto del texto “Asombro por Juan Rulfo” o “Nostalgia de Juan Rulfo”, leído en un programa radiofónico el jueves 18 de septiembre de 2003, fecha en que se cumplió el cincuentenario de la primera edición de El Llano en llamas:

 “Yo había llegado a México el mismo día en que Ernest Hemingway se dio el tiro de la muerte, el 2 de julio de 1961, y no solo no había leído los libros de Juan Rulfo, sino que ni siquiera había oído hablar de él. Yo vivía en un apartamento sin ascensor. Teníamos un colchón doble en el suelo del dormitorio grande, una cuna en el otro cuarto y una mesa de comer y escribir en el salón, con dos sillas únicas que servían para todo.

 “Mi problema grande de novelista era que después de los libros que había publicado me sentía metido en un callejón sin salida y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Conocí bien a los autores buenos y malos que hubieran podido enseñarme el camino y, sin embargo, me sentía girando en círculos concéntricos, no me consideraba agotado; al contrario, sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes, pero no concebía un modo convincente y poético de escribirlos. En esas estaba, cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa: «Lea esa vaina, carajo, para que aprenda»; era Pedro Páramo. Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura; nunca, desde la noche tremenda en que leí La metamorfosis de Kafka, en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá, casi 10 años atrás, había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El Llano en llamas y el asombro permaneció intacto. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.

No había acabado de escapar al deslumbramiento, cuando alguien le dijo a Carlos Velo que yo era capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. La verdad iba más lejos, podía recitar el libro completo al derecho y al revés sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo.

He querido decir todo esto para terminar diciendo que el escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros, y que por eso me era imposible escribir sobre él, sin que todo esto pareciera sobre mí mismo; ahora quiero decir, también, que he vuelto a releerlo completo para escribir estas breves nostalgias y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo asombro de la primera vez; no son más de 300 páginas, pero son casi tantas y creo que tan perdurables como las que conocemos de Sófocles”.

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 BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

-Helmy F. Giacoman: Homenaje a Juan Rulfo. Variaciones interpretativas en torno a su obra, Madrid, Anaya/Las Américas, 1974,

 -José Miguel Oviedo, Historia de la Literatura Hispanoamericana, 4. De Borges al presente, Madrid, Alianza, 2001.

Pedro Perucca, Juan Rulfo: Trescientas páginas eternas. https://www.lahaine.org/est_espanol.php/juan-rulfo-trescientas-paginas-eternas

-Recopilación de textos sobre Juan Rulfo, La Habana, Centro de Investigaciones Literarias Casa de las Américas / Madrid, SSAG, 1995

La ficción de la memoria: Juan Rulfo ante la crítica, selección y prólogo de Federico Campbell, México, Era-UNAM, 2003

-Hugo Rodríguez-Alcalá: El arte de Juan Rulfo: historias de vivos y difuntos, México D.F., INBA, 1965.

-Waldemar Dante, Juan Rulfo, Encuentro Virtual 1998. https://www.escritores.cl/suplementos/encuentro/rulfo.htm

 -Elena Poniatowska, Ida y vuelta. Entrevistas, México D.F., Ediciones Era, 2017

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El autor

Miguel Díez R., profesor de Lengua y Literatura Española de BUP y COU durante 40 años -jubilado a principios de este siglo- publicó en 1985 Antología del cuento literario en la Editorial Alhambra (después Alhambra Longman), uno de los primeros intentos en España de una selección de cuentos muy variados y universales, destinada exclusivamente a estudiantes de Enseñanza Media y que alcanzó una difusión muy amplia en todo el mundo hispánico -más de medio millón de ejemplares vendidos. Hoy descatalogado.

Además de varios manuales de Literatura Española y de comentarios de textos literarios, ha publicado la edición de Jardín Umbrío de Ramón del Valle-Inclán (Madrid, Espasa Calpe, 1993) y la de Días del Desván  de su hermano Luis Mateo Díez (Madrid, Anaya, 2001). Es, así mismo, autor de la Antología de cuentos e historias mínimas (2002) (Madrid, Espasa-Calpe, 2008) y recientemente ha publicado Cómo enseñar a leer en clase. Memorias de un viejo profesor, (Madrid, Reino de Cordelia, 2017).

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En colaboración con su mujer, Paz Díez Taboada, ha publicado Literatura Española. Textos, crítica y relaciones (2 vols. Madrid, Alhambra, 1984), Antología de la poesía española del siglo XX (1991) (Madrid, Istmo, 2004), La memoria de los cuentos (Madrid, Espasa-Calpe -Austral n.º 151-, 1998, reeditado en la misma editorial y colección con el título de Relatos populares del mundo), Antología comentada de la poesía lírica española (Madrid, Cátedra, 8.ª edición, 2017) y Cincuenta cuentos breves. Una antología comentada (Madrid, Cátedra, 2011).

 Este mismo año de 2019, Paz y Miguel sacarán a luz Antología esencial y comentada de la poesía lírica española (Madrid, Reino de Cordelia, 2019), seguramente la primera antología de poesía española en la que todos y cada uno de los poemas –desde las primeras jarchas hasta el llamado Grupo de los 50 o del medio siglo, del XX, claro está– han sido comentados

Los dos colaboran en las más grandes y destacadas plataformas digitales literarias en español: Biblioteca digital Ciudad Seva (Luis López Nieves), en la que Paz presenta una sección titulada Poemas comentados, leída por tantos miles de lectores de todo el mundo hispánico que, si se escribe su título sin más, aparece en primer lugar de Google. Miguel, además de otras colaboraciones en Ciudad Seva, tiene un ensayo titulado El cuento literario o la concentrada intensidad narrativa, también con una posición destacada en Google, al ser leído y comentado por profesores de español en USA, Brasil y miles de lectores de todo el mundo hispánico.

La otra plataforma digital literaria, en la que los dos colaboran asiduamente, es Narrativa Breve.com (un proyecto de Francisco Rodríguez Criado), en la que Miguel Díez presenta una sección denominada Cuentos breves recomendados, donde lleva publicados casi 400 relatos –cuentos literarios universales, mitos, leyendas y cuentos populares–, seleccionados rigurosamente por su belleza y calidad literaria y, en algunos casos, también comentados.

Miguel Díez es uno de aquellos “viejos profesores” de los tiempos añorados de BUP y COU que tenían muy claro que su misión profesoral era conseguir que sus alumnos leyesen y se entusiasmaran con las grandes obras literarias universales. En todas sus clases leía y comentaba un poema, un cuento breve, un texto literario… y estaba convencido de que la lengua se aprende con la buena literatura y que ni Garcilaso, Bécquer, Lorca, Brines, o Joaquín Sabina –pequeños dioses, creadores de hermosas palabras que sostienen y difunden la belleza a manos llenas en un mundo tan necesitados de ella– sabrían analizar morfológica y sintácticamente las oraciones con las se enfrentan, de un modo repetitivo y cansino, los chicos y chicas de Secundaria y Bachillerato en las actuales clases de Lengua Española.

En palabras del escritor Luis Landero, “estamos formando un ejército de pequeños filólogos analfabetos, chicos que distinguen la estructura sintáctica de una frase, pero no comprenden su significado”. Y, como resultado final, nos encontramos que nuestros alumnos de 15 años, según los últimos informes PISA de la OCD, suspenden en compresión lectora –la capacidad de entender, usar y analizar textos.

Decía Borges:

De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.

Autor del ensayo: Miguel Díez R.

Corrección del texto: Francisco Rodríguez Criado

 

 

 

 

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