3 relatos cortos sobre la lluvia (Uslar Pietri, Hemingway, Maugham)

3 relatos cortos sobre la lluvia, 3 relatos cortos protagonizados por matrimonios. El primero de ellos, “La lluvia”, del escritor venezolano Arturo Uslar Pietri, narra la historia de un matrimonio que lucha por sobrevivir de las faenas del campo, pese a que él no parece mostrar apenas coraje para sacar la hacienda adelante y pese a que la sequía amenaza con arruinar, una vez más, las cosechas.

El segundo relato, del norteamericano Ernest Hemingway, “Un gato bajo la lluvia”, narra el tedio de un matrimonio norteamericano alojado en un hotel, donde no conocen a nadie. El hombre, inmerso en la lectura, no presta atención a su mujer, que centra sus desvelos en el deseo por un gato que busca protección bajo la lluvia.

El tercer relato, un cuento muy largo del británico (aunque nacido en la embajada de París, que era considerado territorio británico) William Somerset Maugham (casi podríamos hablar de una novela corta), nos presenta a otro matrimonio que debe compartir alojamiento con un matrimonio de misioneros, en la localidad de Pago Pago, en la Samoa norteamericana. El predicador se presenta como un hombre fanático que pretende redimir a una mujer de vida alegre.

Añado un link en cada narración a páginas externas, para que podáis saber más acerca de cada una de ellas.

Tres relatos, tres cuentos, tres narraciones sobre la lluvia… y sobre la condición humana.

Relato corto de Arturo Úslar Pietri: La lluvia

La luz de la luna entraba por todas las rendijas del rancho y el ruido del viento en el maizal, compacto y menudo como de lluvia. En la sombra acuchillada de láminas claras oscilaba el chinchorro lento del viejo zambo; acompasadamente chirriaba la atadura de la cuerda sobre la madera y se oía la respiración corta y silbosa de la mujer que estaba echada sobre el catre del rincón. La patinadura del aire sobre las hojas secas del maíz y de los árboles sonaba cada vez más a lluvia, poniendo un eco húmedo en el ambiente terroso y sólido.

Se oía en el hondo, como bajo piedra, el latido de la sangre girando ansiosamente.

La mujer sudorosa e insomne prestó oído, entreabrió, trató de adivinar por las rayas luminosas, atisbó un momento, miró un chinchorro quieto y pesado, y llamó con voz agria:

–¡Jesuso!

Calmó la voz esperando respuesta y entretanto, comentó alzadamente:

–Duerme como un palo. Para nada sirve. Si vive como si estuviera muerto…

El dormido salió a la vista con la llamada, desperezose y preguntó con voz cansina:

–¿Qué pasa, Eusebia? ¿Qué escándalo es ése? ¡Ni a la noche puede dejar en paz a la gente!

–Cállate, Jesuso, y oye.

–Qué.

–Está lloviendo, lloviendo, ¡Jesuso! Y ni lo oyes. ¡Hasta sordo te has puesto!

Con esfuerzo, malhumorado, el viejo se incorporó, corrió a la puerta, la abrió violentamente y recibió en la cara y en el cuerpo medio desnudo la plateadura de la luna llena y el soplo ardiente que subía por la ladera del conuco agitando las sombras. Lucían todas las estrellas.

Alargó hacia la intemperie la mano abierta, sin sentir una gota. Dejó caer la mano, aflojó los músculos y recostose en el marco de la puerta.

–¿Ves, vieja loca, tu aguacero? Ganas de trabajar la paciencia.

La mujer quedose con los ojos fijos mirando la gran claridad que entraba por la puerta. Una rápida gota de sudor le cosquilleó la mejilla. El vaho cálido inundaba el recinto.

Jesuso tornó a cerrar, caminó suavemente hasta el chinchorro, estirose y se volvió a oír el crujido de la madera en la mecida. Una mano colgaba hasta el suelo resbalando sobre la tierra del piso.

La tierra estaba seca como una piel áspera, seca hasta el extremo de las raíces, ya como huesos, se sentía flotar sobre ella una fiebre de sed, un jadeo, que torturaba los hombres.

Las nubes oscuras como sombra de árbol se habían ido, se habían perdido tras de los últimos cerros más altos, se habían ido como el sueño, como el reposo. El día era ardiente. La noche era ardiente, encendida de luces fijas y metálicas.

En los cerros y en los valles pelados, llenos de grietas como bocas, los hombres se consumían torpes, obsesionados por el fantasma pulido del agua, mirando señales, escudriñando anuncios…

Sobre los valles y cerros, en cada rancho, pasaban y repasaban las mismas palabras:

–Cantó el carrao. Va a llover.

–¡No lloverá!

Se lo repetían como para fortalecerse en la espera infinita.

–Se callaron las chicharras. Va a llover.

–¡No lloverá!

La luz y el sol eran de cal cegadora y asfixiante.

–Si no llueve, Jesuso, ¿qué va a pasar?

Miró la sombra que se agitaba fatigosa sobre el catre, comprendió su intención de multiplicar el sufrimiento con las palabras, quiso hablar, pero la somnolencia le tenía tomado el cuerpo, cerró los ojos y se sintió entrando en el sueño.

Con la primera luz de la mañana, Jesuso salió al conuco y comenzó a recorrerlo a paso lento. Bajo sus pies descalzos crujían las hojas vidriosas. Miraba a ambos lados las largas hileras del maizal amarillas y tostadas, los escasos árboles desnudos, y en lo alto de la colina, verde y profundo, un cactus vertical. A ratos deteníase, tomaba en la mano una vaina de frijol reseca y triturábala con lentitud haciendo saltar por entre los dedos los granos rugosos y malogrados.

A medida que subía el sol, la sensación y el calor de aridez eran mayores. No se veía nube en el cielo de un azul de llama. Jesuso, como todos los días, iba sin objeto, porque la siembra estaba ya perdida, recorriendo las veredas del conuco, en parte por inconsciente costumbre, en parte para descansar de la hostil murmuración de Usebia.

Todo lo que dominaba del paisaje, desde la colina, era una sola variedad de amarillo sediento sobre valles sedientos y estrechos y cerros calvos, en cuyo flanco una mancha de polvo calcáreo señalaba el camino.

No se observaba ningún movimiento de vida, el viento quieto, la luz fulgurante. Apenas la sombra sí se iba empequeñeciendo. Parecía aguardarse un incendio.

Jesuso marchaba despacio, deteniéndose a ratos como un animal amaestrado, la vista sobre el suelo, y a ratos conversando consigo mismo.

–¡Bendito y alabado! ¿Qué va a ser de la pobre gente con esta sequía? Este año ni una gota de agua y el pasado fue un inviernazo que se pasó de aguado, llovió más de la cuenta, creció el río, acabó con las vegas, se llevó el puente… Está visto que no hay manera… Si no llueve, porque llueve… Si no llueve, porque no llueve…

Pasaba del monólogo a un silencio desierto y a la marcha perezosa, la mirada por tierra, cuando sin ver sintió algo inusitado en el fondo de la vereda y alzó los ojos.

Era el cuerpo de un niño. Delgado, menudo, de espaldas, en cuclillas, fijo y abstraído mirando hacia el suelo.

Jesuso avanzó sin ruido, y sin que el muchacho lo advirtiera, vino a colocársele por detrás, dominando con su estatura lo que hacía. Corría por tierra culebreando un delgado hilo de orina, achatado y turbio de polvo en el extremo, que arrastraba algunas pajas mínimas. En ese instante, de entre sus dedos mugrientos, el niño dejaba caer una hormiga.

–Y se rompió la represa… ya ha venido la corriente… bruum… bruum, y la gente corriendo… y se lo llevó la hacienda de tío sapo… y después el hato de tía tara… y todos los palos grandes… zaas… bruuuum… ya y ahora tía hormiga metida en ese aguazón…

Sintió la mirada, volviose bruscamente, miró con susto la cara rugosa del viejo y se alzó entre colérico y vergonzoso.

Era fino, elástico, las extremidades largas y perfectas, el pecho angosto, por entre el dril pardo la piel dorada y sucia, la cabeza inteligente, móviles los ojos, la nariz vibrante y aguda, la boca femenina. Lo cubría un viejo sombrero de fieltro, ya humando de uso, plegando sobre las orejas como bicornio, que contribuía a darle expresión de roedor, de pequeño animal inquieto y ágil. Jesuso terminó de examinarlo en silencio y sonríe.

–¿De dónde sales, muchacho?

–De por ahí…

–¿De dónde?

–De por ahí…

Y extendió con vaguedad la mano sobre los campos que se alcanzaban.

–Caminando.

La impresión de la respuesta dábale cierto tomo autoritario y alto, que extrañó al hombre.

–¿Cómo te llamas?

–Como me puso el cura.

Jesuso arrugó el gesto, desagradado por la actitud terca y huraña. El niño pareció advertirlo y compensó las palabras con una expresión confiada y familiar.

–No seas malcriado –comenzó el viejo, pero desarmado por la gracia bajó a un tono más íntimo–. ¿Por qué no contestas?

–¿Para qué pregunta? –replicó con candor extraordinario.

–Tú escondes algo.

–No, señor.

Preguntaba casi sin curiosidad, monótonamente, como jugando un juego.

–O has hecho alguna lavativa.

–No, señor.

Jesuso se rascó la cabeza y agregó con sorna:

–O te empezaron a comer las patas y te fuiste, ¿ah, vagabundito?

El muchacho no respondió, se puso a mecerse sobre los pies, los brazos a la espalda, chasqueando la lengua contra el paladar.

–¿Y para dónde vas ahora?

–Para ninguna parte.

–¿Y qué estás haciendo?

–Lo que usted ve.

–¡Buena cochinada!

El viejo Jesuso no halló más que decir; quedaron callados frente a frente, sin que ninguno de los dos se atreviese a mirarse a los ojos. Al rato, molesto por aquel silencio y aquella quietud que no hallaba cómo romper, empezó a caminar lentamente como un animal fantástico, advirtió que lo estaba haciendo, y lo ruborizó pensar que pudiera hacerlo para divertir al niño.

–¿Vienes? –le preguntó simplemente.

Calladamente el muchacho se vino siguiéndolo.

En llegando a la puerta del rancho halló a Usebia atareada encendiendo fuego. Soplaba con fuerza sobre un montoncito de maderas de cajón de papeles amarillos.

–Usebia, mira –llamó con timidez–, mira lo que ha llegado.

–Ujú –gruñó sin tornarse, y continuó soplando.

El viejo tomó al niño y lo colocó ante sí, como presentándolo, las dos manos oscuras y gruesas sobre los hombros finos.

–¡Mira, pues!

Giró agria y brusca y quedó frente al grupo, viendo con esfuerzo por los ojos llorosos de humo.

–¿Ah?

Una vaga dulzura le suavizó lentamente la expresión.

–Ajá. ¿Quién es?

Ya respondía con sonrisa a la sonrisa del niño.

–¿Quién eres?

–Pierdes tu tiempo en preguntarle, porque este sinvergüenza no contesta.

Quedó un rato viéndolo, respirando su aire, sonriéndole, pareciendo comprender algo que escapaba a Jesuso. Luego muy despacio se fue a un rincón, hurgó en el fondo de una bolsa de tela roja y sacó una galleta amarilla, pulida como metal de dura y vieja. La dio al niño y mientras éste mascaba con dificultad la tiesa pasta, continuó contemplándolos, a él y al viejo alternativamente, con aire de asombro, casi de angustia.

Parecía buscar dificultosamente un fino y perdido hilo de recuerdo.

–¿Te acuerdas, Jesuso, de Cacique? El pobre.

La imagen del viejo perro fiel desfiló por sus memorias. Una compungida emoción los acercaba.

–Ca–ci–que… –dijo el viejo como aprendiendo a deletrear.

El niño volvió la cabeza y lo miró con su mirada entera y pura. Miró a su mujer y sonrieron ambos tímidos y sorprendidos.

A medida que el día se hacía grande y profundo, la luz situaba la imagen del muchacho dentro del cuadro familiar y pequeño del rancho. El color de la piel enriquecía el tono moreno de la tierra pisada, y en los ojos la sombra fresca estaba viva y ardiente.

Poco a poco las cosas iban dejando sitio y organizándose para su presencia. Ya la mano corría fácil sobre la lustrosa madera de la mesa, el pie hallaba el desnivel del umbral, el cuerpo se amoldaba exacto al butaque de cuero y los movimientos cabían con gracia en el espacio que los esperaba. Jesuso, entre alegre y nervioso, había salido de nuevo al campo y Usebia se atareaba, procurando evadirse de la soledad frente al ser nuevo. Removía la olla sobre el fuego, iba y venía buscando ingredientes para la comida, y a ratos, mientras le volvía la espalda, miraba de reojo al niño.

Desde donde lo vislumbraba quieto, con las manos entre las piernas, la cabeza doblada mirando los pies golpear el suelo, comenzó a llegarle un silbido menudo y libre que no recordaba: música.

Al rato preguntó casi sin dirigirse a él:

–¿Quién es el grillo que chilla?

Creyó haber hablado muy suave, porque no recibió respuesta sino el silbido, ahora más alegre y parecido a la brusca exaltación del canto de los pájaros.

–¡Cacique! –insinuó casi con vergüenza–. ¡Cacique!

Mucho gusto le produjo al oír el ¡ah! del niño.

–¿Como que te está gustando el nombre?

Una pausa y añadió:

–Yo me llamo Usebia.

Oyó como un eco apagado:

–Velita de sebo…

Sonrió entre sorprendida y disgustada.

–¿Como que te gusta poner nombres?

–Usted fue quien me lo puso a mí.

–Verdad es.

Iba a preguntarle si estaba contento, pero la dura costra que la vida solitaria había acumulado sobre sus sentimientos le hacía difícil, casi dolorosa, la expresión.

Tornó a callar y a moverse mecánicamente en una imaginaria tarea, eludiendo los impulsos que la hacían comunicativa y abierta. El niño recomenzó el silbido. La luz crecía, haciéndose más pesado el silencio. Hubiera querido comenzar a hablar disparatadamente de todo cuanto le pasaba por la cabeza, o huir a la soledad para hallarse de nuevo consigo misma.

Soportó callada aquel vértigo interior hasta el límite de la tortura, y cuando se sorprendió hablando ya no se sentía ella, sino algo que fluía como la sangre de una vena rota.

–Tú vas a ver cómo todo cambiará ahora, Cacique. Yo ya no podía aguantar más a Jesuso…

La visión del viejo oscuro, callado, seco, pasó entre las palabras. Le pareció que el muchacho había dicho “lechuzo”, y sonrió con torpeza, no sabiendo si era la resonancia de sus propias palabras.

–… no sé cómo lo he aguantado por toda la vida. Siempre ha sido malo y mentiroso. Sin ocuparse de mí…

El sabor de la vida amarga y dura se concentraba en el recuerdo de su hombre, cargándolo con las culpas que no podía aceptar.

–… ni el trabajo del campo lo sabe con tantos años. Otros hubieran salido de abajo y nosotros para atrás y para atrás. Y ahora este año, Cacique… Se interrumpió suspirando y continuó con firmeza y la voz alzada, como si quisiera que la oyese alguien más lejos:

–… no ha venido el agua. El verano se ha quedado viejo quemándolo todo. ¡No ha caído ni una gota!

La voz cálida en el aire tórrido trajo una ansia de frescura imperiosa, una angustia de sed. El resplandor de la colina tostada. Las hojas secas, de la tierra agrietada, se hizo presente como otro cuerpo y alejó las demás preocupaciones.

Guardó silencio algún tiempo y luego concluyó con voz dolorosa:

–Cacique, coge esa lata y baja a la quebrada a buscar agua.

Miraba a Usebia atarearse en los preparativos del almuerzo y sentía un contento íntimo como si preparara una ceremonia extraordinaria, como si acaso acabara de descubrir el carácter religioso del alimento.

Todas las cosas usuales se habían endomingado, se veían más hermosas, parecían vivir por primera vez.

–¿Está buena la comida, Usebia?

La respuesta fue extraordinaria como la pregunta.

–Está buena, viejo.

El niño estaba fuera, pero su presencia llegaba hasta ellos de un modo imperceptible y eficaz.

La imagen del pequeño rostro agudo y huroneante les provocaba asociaciones de ideas nuevas. Pensaban con ternura en objetos que antes nunca habían tenido importancia. Alpargaticas menudas, pequeños caballos de madera, carritos hechos con ruedas de limón, metras de vidrio irisado.

El gozo mutuo y callado los unía y hermoseaba. También ambos parecían acabar de conocerse, y tener sueños para la vida venidera. Estaban hermosos hasta sus nombres y se complacían en decirlo solamente.

–Jesuso…

–Usebia…

Ya el tiempo no era un desesperado aguardar, sino una cosa ligera, como fuente que brotaba.

Cuando estuvo lista la mesa, el viejo se levantó, atravesó la puerta y fue a llamar al niño que jugaba afuera, echado por tierra, con una cerbatana.

–¡Cacique, vente a comer!

El niño no lo oía, abstraído en la contemplación del insecto verde y fino como el nervio de una hoja. Con los ojos pegados a la tierra, la veía crecida como si fuese de su mismo tamaño, como un gran animal terrible y monstruoso. La cerbatana se movía apenas, girando sobre sus patas, entre la voz del muchacho, que canturreaba interminablemente:

–“Cerbatana, cerbatanita, ¿de qué tamaño es tu conuquito?”.

El insecto abría acompasadamente las dos patas delanteras, como mensurando vagamente. La cantinela continuaba acompañando el movimiento de la cerbatana, y el niño iba viendo cada vez más diferente e inesperado el aspecto de la bestezuela, hasta hacerla irreconocible en su imaginación.

–Cacique, vente a comer.

Volvió la cara y se alzó con fatiga, como si regresase de un largo viaje. Penetró tras el viejo en el rancho lleno de humo. Usebia servía el almuerzo en platos de peltre desportillados. En el centro de la mesa se destacaba blanco el pan de maíz, frío y rugoso.

Contra su costumbre, que era estarse lo más del día vagando por las siembras y laderas, Jesuso regresó al rancho poco después del almuerzo. Cuando volvía a las horas habituales, le era fácil repetir gestos consuetudinarios, decir las frases acostumbradas y hallar el sitio exacto en que su presencia aparecía como un fruto natural de la hora, pero aquel regreso inusitado representaba una tan formidable alteración del curso de su vida, que entró como avergonzado y comprendió que Usebia debía estar llena de sorpresa. Sin mirarla de frente, se fue al chinchorro y echose a lo largo. Oyó sin extrañeza cómo lo interpelaba.

–¡Ajá! ¿Como que arreció la flojera?

Buscó una excusa.

–¿Y qué voy a hacer en ese cerro achicharrado?

Al rato volvió la voz de Usebia, ya dócil y con más simpatía.

–¡Tanta falta que hace el agua! Si acabara de venir un buen aguacero, largo y bueno. ¡Santo Dios!

–La calor es mucha y el cielo putiro. No se mira venir agua de ningún lado.

–Pero si lloviera se pudiera hacer otra siembra.

–Sí, se podría.

–Y daría más plata, porque se ha secado mucho conuco.

–Sí, daría.

–Con un solo aguacero, se pondría verdecita toda esa falta.

–Y con plata podríamos comprarnos un burro, que nos hace mucha falta. Y unos camisones para ti, Usebia.

Análisis del cuento “La lluvia”, de Arturo Úslar Pietri

Cuento de Ernest Hemingway: El gato bajo la lluvia

Solo dos norteamericanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos.

Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama norteamericana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, justo debajo de la ventana, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

Il piove –expresó la norteamericana. El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Cuando la norteamericana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación.

A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes. Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la norteamericana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la norteamericana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

–¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír–. ¿Un gato bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después–. ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito.

Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la norteamericana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y, a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se ha ido.

–¿Y dónde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista.

La mujer se sentó en la cama.

–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo.

Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

–¡Caramba! Si estás muy bonita –dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

–¿Sí? –dijo George.

–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta.

Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

–Con permiso –dijo la muchacha–, el padrone me encargó que trajera esto para la signora.

Análisis del cuento “El gato bajo la lluvia”, de Ernest Hemingway

  

Relato corto de William Somerset Maugham: Lluvia

Se acercaba la hora de acostarse; cuando despertaran a la mañana siguiente, la tierra estaría a la vista. El doctor Macphail encendió su pipa y, apoyándose en la borda, registró los cielos, buscando la Cruz del Sur. Después de pasar dos años en el frente y de recibir una herida que demoró más de lo necesario en cicatrizar, se sentía satisfecho al pensar en una temporada tranquila en Apia, durante unos doce meses por lo menos, y ya notaba que el viaje le había hecho bien. Como algunos de los pasajeros desembarcaban al día siguiente en Pago-Pago, habían improvisado un baile por la tarde, y aún parecían resonar en sus oídos las duras notas del piano mecánico.

Por fin la cubierta estaba tranquila. A poca distancia vio a su esposa, sentada en un sillón, conversando con los Davidson. Se acercó a ellos. Cuando se sentó bajo la luz, quitándose el sombrero, se podía ver que tenía el pelo muy rojo, con un trecho calvo en la coronilla, y que su piel rosada y pecosa hacía juego con el cabello.

Era un hombre de unos cuarenta años, delgado, de cara fina, precisa, y más bien pedantesca; hablaba con acento escocés en voz muy baja y tranquila.

Entre los Macphail y los Davidson, que eran misioneros, había brotado una intimidad de viaje, debida más bien a la compañía que a una comunidad de gustos. Su lazo principal era la desaprobación que compartían hacia los hombres que pasaban sus días y noches en el salón de fumar, jugando póquer o “bridge” y bebiendo. La señora Macphail se sentía bastante halagada al pensar que ella y su esposo eran las únicas personas del barco con las cuales los Davidson habían querido relacionarse; y hasta el doctor, hombre tímido, pero no tonto, semiinconscientemente reconocía la distinción. Era solo por su espíritu discutidor que en su cabina, en las noches, se permitía argumentar.

–La señora Davidson estaba diciendo que no se imaginaba cómo habrían podido soportar este viaje al no venir nosotros –decía la señora Macphail, mientras se peinaba cuidadosamente–. Me dijo que éramos las únicas personas a bordo que deseaban conocer.

–Nunca habría pensado que un misionero fuera hombre de tanta importancia como para permitirse semejantes exigencias.

–No se trata de exigencias. Comprendo lo que ella quiso decirme. No habría sido muy agradable para los Davidson tener que reunirse con ese grupo del salón de fumar.

–El fundador de su religión no era tan exclusivo –dijo Macphail, riéndose.

–Te he pedido una y otra vez que no hagas bromas acerca de la religión –replicó su esposa–. No me gustaría tener una naturaleza como la tuya. Nunca buscas el lado bueno de las personas.

El doctor lanzó una mirada de reojo con sus ojos azules, pero no contestó. Después de muchos años de vida de casados, se daba cuenta de que para estar tranquilo convenía que su esposa se quedara siempre con la última palabra. Se había desnudado antes que ella y, trepando a la litera superior, se instaló a leer antes de dormir.

Cuando subió a cubierta a la mañana siguiente, estaban cerca de tierra. La miró con ojos llenos de interés. Había una angosta faja de arenas plateadas que subía bruscamente hacia cerros cubiertos de una vegetación lujuriosa. Los cocoteros, espesos y verdes, crecían hasta cerca del agua, y entre ellos se veían las chozas de paja de los samoanos; y aquí y allá, una pequeña iglesia blanca y brillante. La señora Davidson salió, deteniéndose a su lado. Iba vestida de negro y llevaba al cuello una cadenita de oro de la cual colgaba una pequeña cruz. Era una mujer bajita, de cabello pardo muy opaco, peinado en forma complicada, y sus ojos azules estaban protegidos por “pince–nez” casi invisibles. Su rostro era alargado, como el de una oveja, pero no daba impresión de tontería, sino más bien de extremada viveza; y sus movimientos eran rápidos, como los de un pájaro.

Su característica más notable era su voz, alta, metálica y sin inflexiones; llegaba a los oídos con dura monotonía, irritante a los nervios, como el clamor implacable de un barreno neumático.

–Esto debe parecerle a usted el hogar –dijo el doctor Macphail, con su sonrisa débil y vaga.

–Nuestras islas son bajas, usted sabe, no como estas. De coral. Estas son volcánicas. Nos quedan otros diez días de viaje antes de llegar a ellas.

–En estas latitudes, eso es como estar a “una cuadra” de la casa –dijo Macphail, con tono de broma.

–Bueno, esa es una forma exagerada de expresarlo; pero es cierto que en los mares del Sur uno tiene otra idea de las distancias.

–En eso tiene usted razón. El doctor Macphail suspiró vagamente.

–Me alegro de que estemos estacionados aquí –continuó ella–. Dicen que este es un lugar en que es sumamente difícil trabajar. La pasada frecuente de los vapores hace que la gente sea revoltosa, y además está la estación naval. Eso es malo para los nativos. En nuestro distrito no tenemos que luchar con dificultades como esas. Hay uno o dos comerciantes, naturalmente, pero tenemos buen cuidado de que se porten en debida forma, y si no obedecen les provocamos situaciones tan molestas que prefieren irse.

Fijándose los anteojos sobre la nariz, lanzó a las islas una mirada implacable.

–Aquí la tarea de los misioneros es casi imposible. Nunca me cansaré de dar gracias a Dios por no habernos enviado aquí.

El distrito de Davidson consistía en un grupo de islas situadas al norte de Samoa. Estaban estas muy esparcidas y frecuentemente tenía que recorrer largas distancias en canoa. En esas ocasiones su esposa se quedaba en el cuartel general, dirigiendo la misión. El doctor Macphail se sintió deprimido al pensar en la eficiencia con que la dirigiría. Ella le habló de la depravación de los nativos con una voz que nada podía acallar, pero con un horror vehementemente untuoso. Su sentido de delicadeza era extraño. Poco después que se conocieron le había dicho:

–Usted sabe, sus ritos matrimoniales, cuando recién nos establecimos en las islas, eran tan terribles que me sería imposible describírselos. Pero le contaré a la señora Macphail, y ella podrá relatárselos a usted.

Entonces había visto a su esposa y la señora Davidson, sentadas en sillas muy cercanas, conversando seriamente durante un par de horas.

Mientras paseaba delante de ellas, de arriba abajo, por hacer ejercicio, había oído el murmullo agitado de la señora Davidson, como el rugir lejano de un torrente de montaña, y al ver la boca abierta y el rostro pálido de su esposa, diose cuenta de que estaba gozando una experiencia alarmante. En la noche, en su cabina, le repitió, conteniendo el aliento, todo lo que había oído.

–Bueno, ¿qué le había dicho? –exclamó la señora Davidson, satisfecha, a la mañana siguiente–. ¿Ha oído usted alguna vez algo más espantoso? ¿No le sorprende que yo misma no pudiera contárselo, verdad? A pesar de que usted es un doctor.

La señora Davidson le miró fijamente. Sentía una dramática ansiedad por ver si había obtenido el efecto deseado.

–¿Puede uno sorprenderse de que nos sintiéramos desanimados cuando llegamos por primera vez? Le costará creerme cuando le diga que era imposible encontrar una sola muchacha buena en todas las aldeas.

Empleaba la palabra “buena” con un tono severamente técnico.

–El señor Davidson y yo estudiamos el asunto, llegando a la conclusión de que lo primero que debía hacerse era suprimir las danzas. Los nativos parecían locos por el baile.

–Yo también era bastante aficionado cuando joven –dijo el doctor Macphail.

–Me lo imaginé al oír que usted invitaba a la señora Macphail a dar unas vueltas anoche. Opino que no es incorrecto que un hombre baile con su esposa, pero me sentí aliviada al ver que no aceptaba.

En estas circunstancias, me pareció preferible que nos mantuviéramos alejados de los demás.

–¿En qué circunstancias quiere usted decir?

La señora Davidson le lanzó una rápida mirada a través de su “pince–nez”, pero no respondió a su pregunta.

–Entre los blancos no es lo mismo –continuó–, aunque debo decir que estoy de acuerdo con el señor Davidson, que dice que no comprende cómo un marido puede permanecer impasible al ver a su esposa entre los brazos de otro hombre. Yo no he bailado un solo paso desde que me casé. Pero las danzas nativas son algo muy distinto. No solo son inmorales en sí, sino que también conducen a la inmoralidad. Sin embargo, gracias a Dios, pudimos suprimirlas, y creo no equivocarme al decir que en nuestro distrito nadie ha bailado desde hace ocho años.

Ahora llegaban a la boca de la bahía, y la señora Macphail se reunió a ellos. El barco giró casi en redondo y entró lentamente. Era una gran bahía cerrada, en la cual habría cabido fácilmente una escuadra de buques de guerra, y alrededor de ella se erguían por todos lados los cerros verdes. Cerca de la entrada, recibiendo la poca brisa que venía del mar, se alzaba la casa del gobernador, en medio de un jardín. La bandera de Estados Unidos pendía lánguidamente de un mástil. Pasaron frente a dos o tres “bungalows” y a una cancha de tenis, y llegaron al malecón con sus galpones y almacenes. La señora Davidson les mostró la goleta, anclada a trescientas yardas de la playa, que iba a llevarlos a Apia.

Había una multitud de nativos ágiles, ruidosos y alegres, venidos de todas partes de la isla, algunos por curiosidad y otros para negociar con los viajeros que iban de paso a Sydney. Traían piñas y enormes racimos de plátanos, telas de “tapa”, collares de dientes de tiburón, fuentes de “kava” y modelos de canoas de guerra. Marineros norteamericanos, correctos, de rostros francos y bien afeitados, circulaban entre ellos, y también se veía un pequeño grupo de oficiales.

Mientras se desembarcaba su equipaje, los Macphail y la señora Davidson contemplaban la muchedumbre. El doctor Macphail observaba las lastimaduras que sufrían la mayor parte de los niños y muchachos jóvenes: heridas informes como úlceras descuidadas. Sus ojos de profesional brillaron cuando vio por primera vez en su carrera casos de elefantiasis: hombres que presentaban un brazo enorme, pesado, o arrastrando una pierna horriblemente desfigurada. Tanto los hombres como las mujeres vestían el “lavalava”.

–Es un vestido indecente –dijo la señora Davidson–. El señor Davidson piensa que debiera prohibirse por medio de una ley. ¿Cómo puede uno esperar que las gentes sean morales cuando solo llevan una faja de algodón rojo alrededor de la cintura?

–Me parece muy apropiado para el clima –dijo Macphail, enjugándose la transpiración que le corría por la frente.

Ahora que estaban en tierra, el calor, a pesar de ser tan temprano, era ya sofocante. Encerrado por sus cerros, ni un soplo de viento llegaba a Pago–Pago.

–En nuestras islas –continuó la señora Davidson con su aguda voz– hemos abolido prácticamente el “lava–lava”. Todavía lo usan algunos viejos, pero nadie más. Las mujeres han adoptado un traje cerrado y con mangas, y los hombres visten pantalones y camiseta de algodón. Cuando recién iniciábamos nuestras labores, el señor Davidson declaró en uno de sus informes: “Los habitantes de estas islas no se cristianizarán completamente mientras no se obligue a vestir pantalones a todo niño mayor de diez años.”

La señora Davidson había lanzado dos o tres de sus miradas de pájaro a las nubes grises que venían flotando por sobre la entrada de la bahía. Comenzaron a caer unos goterones.

–Sería mejor que nos refugiáramos bajo techo –dijo.

Se dirigieron con la muchedumbre a un gran galpón de fierro acanalado, en momentos en que comenzaba a llover a torrentes. Permanecieron allí algún tiempo, hasta que se les reunió el señor Davidson.

Había demostrado bastante cortesía hacia los Macphail durante el viaje, pero no tenía la sociabilidad de su esposa, y había pasado la mayor parte del tiempo leyendo. Era un hombre lacónico, casi huraño, y uno sentía que su afabilidad era un deber que se imponía cristianamente. Por naturaleza era reservado, y hasta moroso. Su aspecto era muy extraño. Era alto y delgado, con miembros largos y flexibles; mejillas hundidas y pómulos extraordinariamente altos.

Tenía un aire tan cadavérico, que uno se sentía sorprendido al observar lo llenos y sensuales que eran sus labios. Llevaba el cabello muy largo. Sus ojos oscuros, muy hundidos en sus cuencas, eran grandes y trágicos; y sus manos, de dedos largos, eran hermosas y le daban un aspecto de gran fuerza. Pero lo más extraño era la sensación de fuego contenido que solía dar. Era algo impresionante y vagamente turbador. No era un hombre con quien se pudiera llegar a intimar.

Ahora era portador de noticias desagradables. Había una epidemia de alfombrilla, una enfermedad seria y a menudo fatal entre los canacas, en la isla, y se había presentado un caso en la tripulación de la goleta que iba a llevarlos el resto del viaje. El enfermo había sido trasladado a tierra e internado en el hospital de la estación de cuarentena; pero desde Apia se habían enviado instrucciones telegráficas diciendo que no se permitiría a la goleta entrar a la bahía hasta que hubiera completa seguridad de que no había sido afectado ningún otro miembro de la tripulación.

–Eso significa que tendremos que permanecer aquí por lo menos diez días.

–Pero en Apia me necesitan con urgencia –dijo Macphail.

–No hay medio de evitarlo. Si no se presentan nuevos casos a bordo, se permitirá zarpar a la goleta con pasajeros blancos, pero todo tránsito de nativos queda suspendido durante tres meses.

–¿Hay aquí hotel? –preguntó la señora Macphail.

Davidson lanzó una risita baja.

–No lo hay.

–Entonces, ¿qué podemos hacer?

–He estado hablando con el gobernador. Hay un comerciante cerca de la playa que tiene piezas de arriendo, y propongo que apenas amaine la lluvia nos dirijamos allí para ver lo que podamos conseguir. No esperen comodidades. Tendrán que sentirse agradecidos de tener una cama en que dormir y un techo que les cubra.

Pero la lluvia no daba señales de cesar, de modo que al fin, provistos de paraguas e impermeables, se pusieron en marcha. No había pueblo, sino un grupo de edificios oficiales, uno o dos almacenes, y en el fondo, entre los cocoteros y los plantíos, unas cuantas casas de nativos. La casa que buscaban estaba a unos cinco minutos de camino del malecón. Era un edificio de madera, de dos pisos, con amplias verandas y un techo de fierro acanalado. El dueño era un mestizo llamado Horn, casado con una nativa y rodeado de pequeñuelos morenos. En el piso bajo tenía una tienda, donde vendía conservas envasadas y algodones. Las piezas que les mostró estaban casi desprovistas de muebles. En la de los Macphail no había más que una cama vieja y gastada con un mosquitero destrozado, una silla desvencijada y un peinador. Lanzaron una mirada de desaliento. La lluvia caía sin cesar.

–No voy a sacar más que las cosas indispensables –dijo la señora Macphail.

La señora Davidson entró a la pieza en momentos en que aquella abría una maleta. Parecía más viva y despierta que nunca. El triste ambiente en que se encontraba no parecía afectarla.

–Permítame aconsejarle que busque inmediatamente una aguja e hilo y comience a remendar el mosquitero –dijo–. De otro modo no dormirán una pestañada esta noche.

–¿Son muy molestos? –preguntó el doctor Macphail.

–Esta es la estación. Cuando ustedes sean invitados a una fiesta oficial en la casa de gobierno de Apia, notarán que a todas las damas se les entrega una funda de almohada para que se protejan las extremidades inferiores.

–Me gustaría que dejara de llover un momento –dijo la señora Macphail–. Tendría más ánimo para tratar de hacer más cómoda la pieza si brillara el sol.

–¡Oh!, si usted va a esperar eso, tendrá que esperar mucho tiempo. Pago–Pago es, probablemente, el lugar más lluvioso del Pacífico. ¿Ve usted esos cerros y esa bahía? Atraen el agua, y de todos modos uno espera lluvias en esta época del año.

Miró a Macphail y a su esposa, que sin saber qué hacer se hallaban en distintos extremos de la pieza, y frunció los labios. Vio que tendría que hacerse cargo de ambos. Personas inútiles como estas la impacientaban, pero le cosquilleaban los dedos por ordenar, en la forma que para ella era algo tan natural.

–Vaya, deme una aguja e hilo y yo remendaré esa red mosquitera, mientras usted sigue abriendo las maletas. Comemos a la una… doctor Macphail, sería mejor que usted fuera al muelle a ver si han puesto su equipaje pesado en un lugar protegido. Usted sabe lo que son estos nativos: son capaces de dejarlo donde se moje por completo.

El doctor se puso otra vez el impermeable y bajó. En la puerta, el señor Horn hablaba con el contramaestre del barco en que habían llegado y una pasajera de segunda clase a la cual Macphail había visto a bordo varias veces. El contramaestre, un hombrecito arrugado y extremadamente sucio, le saludó cuando pasaba.

–Es una lástima esto de la alfombrilla, doctor –dijo–. Veo que usted ya está instalado.

El doctor Macphail pensó que le trataba en forma demasiado familiar; pero era un hombre tímido, y no se ofendía por poca cosa.

–La señorita Thompson iba a seguir viaje con ustedes a Apia, de modo que la traje donde estaban ustedes.

El contramaestre señaló con el pulgar en dirección de la mujer que estaba de pie a su lado. Tendría unos veintisiete años, tal vez. Era gorda y, en un sentido rústico, bonita. Llevaba un traje blanco y un enorme sombrero del mismo color. Sus piernas, gordas, cubiertas de medias de algodón blanco, parecían entrar difícilmente en botines de charol “glacé”.

Dirigió a Macphail una sonrisa zalamera.

–El tipo este está pidiéndome un dólar y medio al día por una pieza de tamaño ridículo –dijo con voz ronca.

–Te digo que es amiga mía, Jo –interrumpió el contramaestre–. No puede pagar más de un dólar; así es que tendrás que recibirla a ese precio.

El comerciante era gordo y suave, y sonreía tranquilamente.

–Bueno, ya que me dice eso, señor Swan, veré lo que puedo hacer. Hablaré con la señora Horn, y si pensamos que es posible hacer una rebaja, la haremos.

–No me venga con esos cuentos –dijo la señora Thompson–. Terminemos este asunto al momento. Le pago un dólar al día por la pieza, y nada más.

El doctor Macphail sonrió. Admiraba la desfachatez con que regateaba. Él era uno de esos hombres que siempre pagan lo que se les cobra. Prefería pagar en exceso antes que discutir. El comerciante lanzó un suspiro.

–Bueno, acepto, por tratarse de recomendación del señor Swan.

–¡Así me gusta! –exclamó la señorita Thompson–. Entren a servirse un trago. Tengo un “whisky” verdaderamente bueno en esa maleta. ¿Quiere traerla, señor Swan? Pase usted también, doctor.

–¡Oh!, por ahora no, muchas gracias –contestó–. Quiero ir al muelle a ver si está en lugar seguro nuestro equipaje.

Salió a la lluvia. Era una verdadera sábana de agua que caía desde la entrada de la bahía. El lado opuesto se veía borroso. Pasó junto a dos o tres nativos, vestidos solo con el “lava–lava” y protegidos por inmensos paraguas. Caminaban en forma majestuosa, con movimientos calmados, muy erguidos; y le sonreían, saludándole en una lengua extraña al pasar a su lado. Cuando volvió, la comida estaba servida en el salón. Era una pieza construida no para vivir, sino con fines de prestigio, y tenía un aspecto melancólico y enmohecido. Las paredes estaban cubiertas de telas estampadas, y del centro del techo, protegido de las moscas por medio de papeles, colgaba un candelabro dorado. Davidson no llegó.

–Sé que fue a visitar al gobernador –dijo la señora Davidson, y supongo que se quedaría a comer con él.

Una muchachita nativa les trajo un plato de asado hamburgués, y poco rato después entró el comerciante para preguntar si les faltaba alguna cosa.

–Veo que tenemos una compañera de alojamiento, señor Horn –dijo el doctor Macphail.

–Ha tomado una pieza, nada más –contestó el comerciante–. Come afuera.

Miró a las dos damas con aire obsequioso.

–La alojé en el piso bajo para que no las estorbara. No las molestará en ninguna forma.

–¿Es alguno de los pasajeros del barco? –preguntó la señora Macphail.

–Sí, señora; venía en la segunda cabina. Iba a Apia. La está esperando una colocación de cajera.

–¡Ah!

Cuando hubo salido el comerciante, Macphail dijo:

–Me parece que no encontraría muy agradable tener que comer sola en su pieza.

–Si venía en segunda clase, me imagino que lo preferiría –contestó la señora Davidson–. No sé exactamente quién pueda ser.

–Estuve allí por casualidad cuando llegó con el contramaestre. Se llama Thompson.

–¿No sería la mujer que estaba bailando con el contramaestre anoche? –preguntó la señora Davidson.

–Debe ser ella –dijo la señora Macphail–. Recuerdo haberme preguntado quién sería. Me pareció una mujer ligera.

–A mi no me pareció muy bien –dijo la señora Davidson.

Comenzaron a hablar de otras cosas y, después de comer, cansados por haberse levantado tan temprano, se separaron para dormir. Al despertar, aunque el cielo seguía gris y las nubes muy bajas, no llovía, y salieron a pasear a lo largo del camino construido por los norteamericanos, que bordea la bahía.

Al volver vieron que Davidson acababa de llegar.

–Podemos pasar aquí quince días –dijo, irritado–. He discutido con el gobernador, pero me dice que nada puede hacer.

–El señor Davidson está deseoso de volver a su trabajo –dijo su esposa, lanzándole una mirada ansiosa.

–Hemos estado ausentes durante un año –dijo Davidson, paseándose a lo largo de la veranda–. La misión ha estado a cargo de misioneros nativos, y estoy nervioso al pensar que pueden haber descuidado sus labores. Son hombres buenos, no quiero decir una palabra contra ellos; temen a Dios, son devotos y verdaderos cristianos (su espíritu religioso pondría en vergüenza a muchos supuestos cristianos de nuestra patria), pero tienen una lamentable falta de energía. Pueden levantarse una vez, pueden hacerlo dos veces, pero no pueden mantenerse erguidos todo el tiempo. Si uno deja una misión a cargo de un misionero nativo, aunque sea hombre de toda confianza, al poco tiempo se descubre que ha dejado surgir abusos nuevamente.

El señor Davidson quedó inmóvil. Con su cuerpo alto y delgado, con sus ojos grandes que brillaban en su rostro pálido, era una figura impresionante. Su sinceridad evidente se traslucía en el fuego de sus gestos y en su voz profunda y sonora.

–Supongo que encontraré el trabajo esperándome. Procederé con toda energía. Si el árbol está podrido, será cortado y lanzado a las llamas.

Y en la tarde, después del té, que constituía su última comida del día, mientras permanecían sentados en el severo salón, las señoras trabajando y el doctor Macphail fumando su pipa, el misionero les habló de su trabajo en las islas.

–Cuando llegamos allí, no tenían idea de lo que era el pecado –dijo–. Faltaban a los mandamientos, uno tras otro, y no sabían que obraban mal. Y creo que la más dura de mis tareas fue dar a conocer a los nativos la idea de lo que era el pecado.

Los Macphail sabían ya que Davidson había trabajado en las islas Salomón durante cinco años antes de conocer a su esposa. Ella había sido misionera en China, y se conocieron en Boston, ciudad en que ambos pasaban una parte de sus vacaciones con el objeto de concurrir a un congreso de misioneros.

Al casarse, se les habían designado las islas en que habían trabajado desde entonces. En el transcurso de todas las conversaciones sostenidas con el señor Davidson habían podido apreciar una cosa que descollaba entre todas las demás, y era su valor inquebrantable. Era un misionero médico, y estaba expuesto a ser llamado en cualquier momento desde alguna de sus islas. Aun la ballenera no es un vehículo seguro en el Pacífico en la temporada lluviosa; pero con frecuencia se le mandaba a buscar en una canoa, y entonces el peligro era grande. En casos de enfermedad o accidente, nunca vacilaba. En numerosas ocasiones había pasado noches enteras disparando por salvar su vida, y más de una vez la señora Davidson le había dado por perdido.

–Algunas veces le rogaba que no fuera –decía–, o, por lo menos, que esperara hasta que el tiempo se calmara un poco más; pero nunca me escuchaba. Es obstinado, y una vez que se ha decidido, no hay fuerza capaz de conmoverle.

–¿Cómo puedo pedirles a los nativos que confíen en Dios si yo mismo no me atreviera a hacerlo? –preguntó Davidson–. Y no temo, no temo. Saben que si me llaman cuando sufren, yo acudiré a su lado si es humanamente posible. ¿Y creen ustedes que el Señor puede abandonarme cuando me ocupo de sus asuntos? Los vientos soplan obedeciendo su palabra, y las olas saltan y se agitan cuando Él lo manda.

El doctor Macphail era un hombre tímido. Nunca había podido acostumbrarse al zumbar de las granadas sobre las trincheras, y cuando estaba operando en una ambulancia de avanzada, el sudor corría desde su frente, empañando sus anteojos, debido al esfuerzo que hacía por controlar sus manos temblorosas. Se estremeció un poco al mirar al misionero.

–Me agradaría poder decir que nunca he tenido miedo –dijo.

–Me agradaría que usted pudiera decir que cree en Dios –replicó el otro. Pero, por alguna razón, esa noche los pensamientos del misionero volvían a los primeros días que él y su mujer habían pasado en las islas.

–Algunas veces la señora Davidson y yo nos mirábamos, y las lágrimas nos corrían por el rostro. Trabajábamos sin cesar, día y noche, y no parecíamos avanzar nada. No sé qué habría hecho sin ella entonces. Cuando sentía mi corazón oprimido, cuando estaba casi desesperado, ella me daba valor y esperanzas.

La señora Davidson miró su labor, y un ligero rubor apareció en sus mejillas. Sus manos temblaban un poco. No parecía sentirse capaz de hablar.

–No teníamos a nadie que nos ayudara. Estábamos solos, a miles de millas de personas de nuestra raza, rodeados por las tinieblas. Cuando me sentía roto y cansado, ella dejaba a un lado su labor, tomaba la Biblia y me leía hasta que volvía la paz y se cernía sobre mí como el sueño sobre los párpados de un niño, y cuando por fin cerraba el libro, me decía: “Los salvaremos a pesar de sí mismos.” Y yo me sentía otra vez fuerte en el Señor, y contestaba: “Sí, con la ayuda de Dios, los salvaré. Debo salvarlos.”

Se acercó a la mesa y permaneció inmóvil frente a ella, como si fuera un púlpito.

–Ve usted, eran tan depravados por naturaleza, que no podían comprender su maldad. Tuvimos que censurar todo lo que ellos pensaban que eran actos naturales. Tuvimos que convertir en pecado no solo cometer adulterio, mentir y robar, sino también exponer sus cuerpos, bailar y no venir a la iglesia. Convertí en pecado el que una muchacha mostrara su pecho y que un hombre no llevara pantalones.

–¿Cómo? –preguntó el doctor Macphail, sorprendido.

–Instituí multas. Es evidente que la única forma de hacer comprender a la gente lo pecaminoso de un acto es castigándola si lo cometen. Los multé si no venían a la iglesia, si bailaban y si no se vestían con decencia. Fijé una tarifa, y todo pecado tenía que pagarse, ya fuera en dinero o en trabajo. Por fin les hice comprender.

–Pero ¿nunca rehusaron pagar?

–¿Cómo habrían podido negarse? –preguntó el misionero.

–Tendría que ser un hombre muy valiente el que se atreviera a hacer frente al señor Davidson –dijo su esposa, apretando los labios.

El doctor Macphail miró a Davidson con ojos turbados. Lo que oyó le dejó confundido, aunque no se atrevió a manifestar su desaprobación.

–Usted debe recordar que, como último recurso, yo podía expulsarlos de la hermandad de la Iglesia.

–¿Les importaba mucho eso?

Davidson sonrió, frotándose las manos suavemente.

–No podrían vender su copra. Cuando los hombres salían de pesca, no obtenían su parte. Era algo parecido a morirse de hambre. Sí, les importaba bastante.

–Cuéntele el caso de Fred Ohlson –dijo la señora Davidson.

–Fred Ohlson era un comerciante danés que había estado en esas islas durante muchos años. Era un hombre muy rico, para ser comerciante, y no se sintió muy satisfecho cuando llegué. Ve usted, hasta entonces había hecho su voluntad en todo. Les pagaba su copra a los nativos cuando quería, y les pagaba en provisiones y “whisky”. Tenía una esposa nativa, pero le era completamente infiel. Era un borracho. Le ofrecí una oportunidad de enmendarse, pero no la aceptó. Se rió de mí.

Davidson pronunció esas últimas palabras con profunda voz de bajo, y permaneció callado unos instantes. El silencio parecía lleno de amenazas.

–En dos años, era un hombre arruinado. Perdió todo lo que había ganado en un cuarto de siglo. Lo arruiné, y por fin se vio obligado a dirigirse a mi como un mendigo, rogándome que le consiguiera un pasaje a Sydney.

–Me habría gustado que usted hubiera podido verle cuando vino a ver al señor Davidson – dijo la esposa del misionero–. Había sido un hombre robusto y fuerte, muy gordo y con una voz potente; pero ahora parecía reducido a la mitad de su tamaño y temblaba entero. Repentinamente se había convertido en un anciano.

Con mirada distraída, Davidson contemplaba la noche. Había comenzado a llover otra vez. Repentinamente, desde abajo, se oyó un sonido, y Davidson se volvió, lanzando una mirada interrogadora a su esposa. Era el sonido de un fonógrafo, áspero y fuerte, que tocaba una melodía sincopada.

–¿Qué es eso? –preguntó.

La señora Davidson se colocó el “pince–nez” con más firmeza en la nariz.

–Una de las pasajeras de segunda clase está alojada en esta casa. Supongo que viene de allí.

Escucharon en silencio y pronto pudieron oír el ruido de bailes. Entonces la música cesó y oyeron el chasquido de corchos y voces levantadas en animada conversación.

–Supongo que estará dando una fiesta de despedida a sus amigos de a bordo –dijo el doctor Macphail–. El barco parte a las doce, ¿verdad?

Davidson no contestó, mirando su reloj.

–¿Está usted lista? –preguntó a su esposa. Esta se levantó, guardando su labor.

–Sí, me parece que sí.

–¿No es demasiado temprano para acostarse? –preguntó el doctor.

–Tenemos mucho que leer –explicó la señora Davidson–. Dondequiera que estemos, leemos un capítulo de la Biblia antes de retirarnos a descansar, y lo estudiamos con los comentarios, discutiéndolo ampliamente. Es un espléndido ejercicio mental.

Las dos parejas se desearon buenas noches. El doctor y la señora Macphail quedaron solos. Durante dos o tres minutos no hablaron.

–Voy a ir a buscar los naipes –dijo por fin el doctor.

La señora Macphail le miró con aire de duda. La conversación con los Davidson la había dejado un poco inquieta; pero prefirió no decir que sería mejor que no jugaran a las cartas cuando los Davidson podían volver a salir en cualquier momento. El doctor las trajo, y ella le miró, aunque con una vaga sensación de culpabilidad, mientras tendía su solitario. Abajo, el ruido de la orgía continuaba.

El día siguiente fue bastante bueno, y los Macphail, condenados a pasar una semana de ocio en Pago–Pago, se dedicaron a instalarse lo mejor posible. Fueron al muelle y sacaron de sus cajones una cantidad de libros. El doctor visitó al cirujano jefe del Hospital Naval y recorrió las diversas camas en su compañía. Dejaron sus tarjetas en casa del gobernador. En el camino pasaron junto a la señorita Thompson. El doctor se quitó el sombrero, mientras ella le lanzaba un “Buenos días, ‘doc’” con voz alegre y fuerte. Iba vestida como el día antes, con un traje blanco, y sus botines brillantes y sus piernas gordas, que se expandían sobre el borde superior, eran cosas extrañas en ese escenario exótico.

–No puedo decir que la encuentro correctamente vestida –dijo la señora Macphail–. Me parece una mujer vulgar.

Cuando volvieron a casa la encontraron en la veranda, jugando con uno de los pequeñuelos morenos del comerciante.

–Dile unas palabras –murmuró el doctor Macphail a su esposa–. Está sola, y no me parece justo despreciarla.

La señora Macphail era tímida, pero tenía la costumbre de hacer siempre lo que le indicaba su marido.

–Me parece que somos compañeros de alojamiento –dijo, un poco tontamente.

–Terrible, ¿no es cierto?, tener que estar encerrada en un cuchitril semejante –contestó la señorita Thompson–. Y me dicen que he tenido suerte al obtener una pieza. No me veo viviendo en una choza nativa, y eso es lo que tienen que hacer algunos. No sé por qué no tienen un hotel.

Cambiaron unas cuantas palabras más. Era evidente que la señorita Thompson, hablando en voz alta y ronca, estaba muy dispuesta a seguir; pero la señora Macphail no estaba muy bien provista de frases corrientes, y pronto dijo:

–Bueno, me parece que ya tendremos que subir.

En la tarde, cuando se sentaron a tomar el té, Davidson dijo al entrar:

–Veo que hay abajo dos marineros sentados conversando con esa mujer. Me pregunto cómo habrá entablado relaciones con ellos.

–No creo que sea muy exigente –observó la señora Davidson.

Todos se sentían cansados después de un día ocioso y vacío.

–Si vamos a seguir así durante una quincena, no sé cómo vamos a estar al término de ese tiempo –dijo Macphail.

–Lo único que se puede hacer es dividir el día en diversas actividades –contestó el misionero. Dejaré cierto número de horas para el estudio, otras cuantas para el ejercicio, ya llueva o haga buen tiempo (en la época lluviosa uno no puede preocuparse de la humedad), y otras pocas para el recreo.

El doctor Macphail miró a su compañero con aire de duda. El programa de Davidson le parecía deprimente. Otra vez estaban comiendo asado hamburgués. Parecía el único plato que era capaz de preparar la cocinera. De pronto, abajo, comenzó el fonógrafo. Davidson se sobresaltó al oírlo, pero no dijo una palabra. Se oyeron voces de hombres. Los invitados de la señorita Thompson cantaban una canción muy conocida, y pronto pudieron oír su voz, fuerte y ronca, junto a la de ellos. Hubo muchas risas y gritos. Las cuatro personas del piso superior, tratando de conversar, escuchaban a pesar suyo el tintinear de copas y el crujir de sillas. Era evidente que habían llegado otras personas y que la señorita Thompson estaba dando una fiesta.

–¿Cómo se habrá relacionado con ellos? –dijo de pronto la señora Macphail, interrumpiendo una conversación médica entre su esposo y el misionero.

Sus palabras dejaban ver el giro que tomaban sus pensamientos. El gesto que hizo Davidson probó que, a pesar de que hablaba de cosas científicas, su mente se ocupaba del mismo tema. Repentinamente, mientras el doctor contaba una parte de sus experiencias en el frente de Flandes, se puso en pie, dando un grito.

–¿Qué sucede, Alfredo?

–¡Naturalmente! No se me había ocurrido. Viene de Iweili.

–No puede ser.

–Subió a bordo en Honolulú. Es evidente. Y continúa su negocio aquí.

Pronunció la última palabra con voz indignada.

–¿Qué es Iweili? –preguntó la señora Macphail.

Volvió hacia ella sus ojos sombríos, y habló con voz que temblaba de indignación:

–El lugar maldito de Honolulú. El distrito de la “Luz Roja”. Era una mancha de nuestra civilización.

Iweili estaba al borde de la ciudad. Uno bajaba por calles laterales situadas junto a la bahía; en la oscuridad atravesaba un puente desvencijado, hasta llegar a un camino desierto lleno de agujeros, y repentinamente salía a la luz. Había lugar de estacionamiento para automóviles a ambos lados del camino, salones brillantes y llenos de adornos de mal gusto, cada uno con su piano mecánico, y se veían también peluquerías y tiendas de tabacos. Había inquietud en el aire, y una sensación indefinible de alegría al acecho. Uno caminaba a lo largo de una callejuela estrecha, volviendo a la derecha o a la izquierda, pues el camino dividía a Iweili en dos partes, y se encontraba en el distrito. Se veían hileras de pequeños “bungalows”, bonitos y cuidadosamente pintados de verde, y la calzada entre ellos era ancha y recta. Estaba construido como una ciudad–jardín. En su respetable regularidad, en su orden y limpieza, daba una impresión de horror sardónico, pues nunca pudo haber sido más sistematizada y ordenada la búsqueda del amor.

Los caminos estaban iluminados por lámparas escasas, y habrían estado a oscuras al no alumbrarlos la luz que salía por las ventanas abiertas de los “bungalows”. Por todas partes vagaban hombres, mirando a las mujeres sentadas en las ventanas, que leían o cosían, sin prestar la menor atención a los transeúntes, los que, como las mujeres, eran de todas las nacionalidades. Había norteamericanos, marineros de los barcos del puerto, tripulantes de los cañoneros, sombríamente borrachos, y soldados de los regimientos, blancos y negros, acuartelados en la isla; había japoneses, caminando en parejas o en grupos de tres o cuatro: hawaianos, chinos de largas túnicas y filipinos de sombreros enormes. Estaban callados y, como si dijéramos, oprimidos. El deseo es triste.

–¡Era el escándalo más desvergonzado del Pacífico! –exclamó Davidson con vehemencia–. Los misioneros habían estado luchando contra él durante años, y por fin la prensa local tomó cartas en el asunto. La Policía se negaba a proceder. Usted conoce su argumento. Dicen que el vicio es inevitable, y que, por tanto, es mejor localizarlo y controlarlo. La verdad es que les pagaban. ¡Pagaban! Les pagaban los dueños de salones, les pagaban los matones, les pagaban las mujeres mismas. Por fin, fueron obligados a tomar medidas.

–Recuerdo haberlo visto en los diarios que recibimos al tocar en Honolulú –dijo Macphail.

–Iweili, con su pecado y su vergüenza, dejó de existir el mismo día en que llegamos. La población entera fue llevada ante los jueces. No sé como no me di cuenta inmediatamente de quién era esa mujer.

–Ahora que usted lo dice –interpuso la señora Macphail–, recuerdo haberla visto subir a bordo pocos minutos antes que partiéramos. Recuerdo haber pensado en que casi perdió el barco por llegar en el último momento.

–¡Cómo se atreve a venir aquí! –exclamó Davidson, indignado–. No voy a permitirlo.

Caminó hacia la puerta.

–¿Qué va usted a hacer? –preguntó Macphail.

–¿Qué espera usted que haga? Voy a poner término al asunto. No voy a permitir que esta casa se transforme en…

Buscaba una palabra que no ofendiera los oídos de las señoras. Sus ojos brillaban, y su pálido rostro lo estaba aún más a causa de la emoción.

–A juzgar por el ruido, parece que hay abajo tres o cuatro hombres –dijo el doctor–. ¿No piensa usted que tal vez es demasiado precipitado bajar inmediatamente?

El misionero le lanzó una mirada de desprecio y, sin responder, salió de la pieza.

–Usted conoce muy poco al señor Davidson, si piensa que el temor al peligro personal puede detenerle cuando se trata de cumplir con su deber –dijo su esposa.

Permanecía sentada con las manos nerviosamente enlazadas, con una mancha de rubor en cada mejilla, esperando lo que estaba a punto de suceder abajo. Todos escuchaban. Le oyeron bajar por la escalera de madera y abrir violentamente la puerta. El canto cesó al momento, pero el fonógrafo siguió tocando su música vulgar.

Oyeron la voz de Davidson, y luego algo pesado que caía. La música cesó. Había lanzado el fonógrafo al suelo. Otra vez oyeron la voz de Davidson, sin lograr entender las palabras; después, la de la señorita Thompson, fuerte y chillona; por último, un clamor confuso, como si varias personas estuvieran gritando al mismo tiempo.

La señora Davidson lanzó un grito débil, apretando aún más las manos. El doctor la miraba a ella y a su mujer con aire indeciso. No quería bajar, pero se preguntaba qué esperarían que hiciera. Entonces se oyó un ruido de lucha. Ahora se oía con más claridad. Tal vez era que estaban expulsando a Davidson de la pieza. La puerta se cerró con un golpazo. Hubo un instante de silencio, y entonces oyeron al misionero que subía la escalera. Se dirigió a su pieza.

–Me parece conveniente reunirme con él –dijo su esposa. Se levantó y salió.

–Si me necesita para algo, llame –dijo la señora Macphail; y agregó, cuando la otra hubo salido:

–Espero que no le hayan herido.

–¿Por qué no se preocupa de sus propios asuntos? –dijo el doctor.

Permanecieron sentados un momento en silencio. De pronto se sobresaltaron, porque el gramófono había comenzado a tocar una vez más, desafiante, y voces burlonas y roncas cantaban a gritos las palabras de una canción obscena.

Al día siguiente, la señora Davidson estaba muy pálida y cansada. Se quejó de dolores de cabeza, y parecía vieja y arrugada. Le dijo a la señora Macphail que el misionero no había dormido un instante; había pasado la noche en un estado de terrible agitación, y a las cinco se había levantado, saliendo al momento. Le habían arrojado un vaso de cerveza y sus ropas estaban manchadas y malolientes.

Pero un fuego sombrío brillaba en los ojos de la señora Davidson cuando habló de la señorita Thompson.

–Lamentará largamente el día en que se burló del señor Davidson –dijo–. El señor Davidson tiene un gran corazón, y ninguno que haya estado en dificultades se ha dirigido a él sin ser reconfortado: pero no tiene piedad cuando se trata del pecado, y cuando se halla excitada su justa ira, es terrible.

–¿Cómo? ¿Qué piensa hacer? –preguntó la señora Macphail.

–No lo sé, pero por nada del mundo quisiera encontrarme en el lugar de esa mujer.

La señora Macphail se estremeció. Había algo verdaderamente alarmante en la triunfal seguridad de esta mujercita. Iban a salir juntas esa mañana, y bajaron la escalera una al lado de la otra.

La puerta de la señorita Thompson estaba abierta, y pudieron verla, cubierta con una bata vieja y arrugada, cocinando algo en una sartén.

–Buenos días –les gritó–. ¿Está mejor el señor Davidson esta mañana?

Pasaron frente a ella en silencio, mirando hacia adelante como si no existiera. Se sonrojaron, sin embargo, cuando estalló en una carcajada burlona. La señora Davidson se volvió hacia ella repentinamente.

–¡No se atreva a hablarme! –chilló–. Si me insulta, la haré expulsar de aquí.

–Dígame, ¿le pedí acaso al señor Davidson que me visitara?

–No le conteste –murmuró apresuradamente la señora Macphail. Siguieron caminando hasta quedar fuera del alcance de su voz.

–¡Es desvergonzada, desvergonzada! –exclamó la señora Davidson. Su ira casi la sofocaba.

Y cuando volvían a casa se encontraron con ella que caminaba hacia el malecón. Iba vestida con toda su elegancia. Su gran sombrero blanco, con flores vulgares y chillonas, era una afrenta. Las saludó alegremente al pasar, y un par de marineros norteamericanos que estaban cerca se rieron al ver la frígida expresión que tomaron los rostros de las dos damas. Entraron a la casa momentos antes que comenzara a llover.

–Me parece que todas sus ropas elegantes van a quedar inutilizadas –dijo la señora Davidson, con una sonrisa amarga.

Davidson llegó cuando ya iban en la mitad de la comida. Estaba completamente mojado, pero se negó a cambiar sus ropas. Se sentó, moroso y huraño, comiendo apenas un bocado, y se quedó mirando la lluvia que caía a torrentes. Cuando la señora Davidson le habló de sus dos encuentros con la señorita Thompson, no contestó. Solo su ceño fruncido daba a entender que había escuchado.

–¿No piensa usted que sería conveniente que le pidiéramos al señor Horn que la haga salir de aquí? –preguntó la señora Davidson–. No podemos permitir que siga insultándonos.

–Parece que no hay ninguna otra parte a la cual pueda ir –interpuso el doctor Macphail.

–Puede vivir con alguno de los nativos.

–Con un tiempo como este, me parece que una choza nativa debe de ser un lugar bastante incómodo.

–Yo viví en una durante años –dijo el misionero.

Cuando la muchachita nativa les trajo los plátanos fritos, que eran el postre de todos los días, Davidson se volvió hacia ella.

–Dígale a la señorita Thompson que deseo verla cuando le sea conveniente –dijo.

La muchachita asintió tímidamente, y salió.

–¿Para qué desea usted verla, Alfredo? –preguntó su esposa.

–Es mi deber hablar con ella.

No obraré sin haberle dado antes la oportunidad de enmendarse.

–Usted no sabe lo que es. Le insultará.

–No importa que me insulte. Que me escupa, si quiere. Tiene un alma inmortal, y debo hacer todo lo posible por salvarla.

En los oídos de la señora Davidson aún resonaban las risotadas burlonas de la prostituta.

–Ha ido demasiado lejos.

–¿Demasiado lejos para la piedad de Dios? –sus ojos se encendieron y su voz se hizo tierna y suave–. ¡Nunca! El pecador puede estar sumido en el pecado hasta las profundidades del infierno, pero el amor de nuestro Señor Jesucristo siempre puede llegar a él.

La muchacha volvió con el mensaje:

–La señorita Thompson le saluda, y siempre que el reverendo Davidson no la visite durante horas de trabajo, tendrá mucho gusto en recibirle.

El grupo lo escuchó en silencio, y el doctor Macphail hizo desaparecer inmediatamente la sonrisa que se había asomado a sus labios. Sabía que su esposa se enojaría con él si se daba cuenta de que la desfachatez de la señorita Thompson le parecía divertida. Terminaron la comida en silencio. Las dos señoras se levantaron, reanudando sus labores –la señora Macphail estaba haciendo otra de las innumerables bufandas que había tejido desde que comenzó la guerra–, y el doctor encendió su pipa. Pero Davidson permanecía en su silla, con su mirada distraída clavada en la mesa. Por fin se levantó y, sin decir una palabra, salió de la pieza. Le oyeron bajar, y después un “¡Entre!” que en tono de desafío lanzó la señorita Thompson cuando golpeó a su puerta. Permaneció con ella durante una hora. El doctor Macphail miraba la lluvia. Comenzaba a crisparle los nervios. No era como nuestra suave lluvia inglesa que cae dulcemente sobre la tierra: era implacable y, en cierto modo, terrible. Se sentía la malignidad de las fuerzas primitivas de la naturaleza. No parecía caer, sino que corría a torrentes. Era como un diluvio del cielo, y resonaba sobre el techo de fierro acanalado con una persistencia enloquecedora.

Parecía tener una furia propia.

Y algunas veces uno sentía que tendría que gritar si no cesaba; y entonces se sentía impotente, como si los huesos se hubieran reblandecido repentinamente, y se dejaba dominar por el desaliento y la angustia.

Macphail se volvió cuando el misionero entró otra vez a la pieza. Las dos mujeres le miraron.

–Le he dado todas las oportunidades posibles. La he exhortado al arrepentimiento. Es una mujer mala.

Se calló, y el doctor Macphail pudo ver que sus ojos parecían más oscuros y que su pálido rostro tenía un aspecto duro y severo.

–Ahora, cogeré los látigos con que nuestro Señor Jesucristo expulsó a los mercaderes del Templo del Supremo.

Comenzó a pasearse a lo largo de la pieza. Sus labios estaban apretados, y sus negras cejas, fruncidas.

–Aunque huyera a los extremos más lejanos de la tierra, la perseguiría.

Bruscamente, dio media vuelta y salió de la pieza. Le oyeron bajar la escalera otra vez.

–¿Qué va a hacer? –preguntó la señora Macphail.

–No lo sé –la señora Davidson se quitó el “pince–nez” y limpió los vidrios–. Cuando está ocupado en un trabajo del Señor, nunca le hago preguntas.

Suspiró suavemente.

–¿Qué hay?

–Se agotará. No sabe lo que es cuidarse.

El doctor Macphail conoció los primeros resultados de la actividad del misionero de boca del mestizo en cuya casa se alojaban. Detuvo al doctor cuando pasaba frente al almacén, y salió a hablarle a la pequeña escalinata. Su rostro estaba preocupado.

–El reverendo Davidson me ha estado reprochando haber dado una pieza a la señorita Thompson –dijo–. Pero yo no sabía lo que era cuando se la arrendé. Cuando viene una persona a preguntar si puedo arrendarle una pieza, lo único que me interesa saber es si tiene el dinero suficiente para pagar. Y me pagó una semana adelantada por la suya.

El doctor Macphail no quería comprometerse:

–Después de todo, esta casa es suya. Le estamos muy agradecidos por habernos dado alojamiento.

Horn le miró con aire de duda. No podía sentirse seguro del punto hasta el cual el doctor estaría de parte del misionero.

–Los misioneros se ayudan mutuamente –dijo con voz vacilante–. Si comienzan a hostilizar a un comerciante, lo mejor que puede hacer es cerrar la tienda y mandarse cambiar.

–¿Le pidió que la hiciera salir?

–No; dijo que mientras ella se comportara en debida forma, no podía pedirme que hiciera eso. Dijo que quería ser justo conmigo. Le prometí que no tendría más visitantes. Acabo de entrar a comunicárselo a ella.

–¿Cómo recibió la noticia?

–Me puso de vuelta y media.

El comerciante se estremeció al recordar la escena desagradable que había tenido con la señorita Thompson.

–¡Ah, bueno!; supongo que se irá. No creo que quiera quedarse aquí si no le permiten recibir a nadie.

–No hay ninguna parte donde pueda ir, excepto a la choza de algún nativo; y ninguno de estos querrá recibirla ahora que se sabe que los misioneros están contra ella.

El doctor Macphail miró la lluvia que caía.

–Supongo que es inútil esperar que escampe.

En la tarde, mientras estaban sentados en su salón, Davidson les habló de sus días de colegial. No había tenido dinero, y tuvo que seguir los cursos trabajando en cualquier cosa durante las vacaciones. Abajo reinaba el silencio.

La señorita Thompson estaba sentada a solas en su pequeño cuarto. Pero de pronto el fonógrafo comenzó a tocar. Lo había echado a andar en un gesto de desafío, para burlarse de su soledad; pero nadie había que cantara, y la música parecía melancólica. Hacía pensar en un llamado de socorro. Davidson no prestó atención. Estaba en mitad de una anécdota, y la continuó sin el menor cambio de expresión. El fonógrafo seguía. La señorita Thompson ponía un disco tras otro.

Parecía que el silencio de la noche le hubiera crispado los nervios. No había viento y el calor era sofocante.

Cuando los Macphail se retiraron, no pudieron dormir. Permanecían tendidos uno al lado del otro, con los ojos abiertos, escuchando el canto de los mosquitos fuera del velo protector.

–¿Qué es eso? –murmuró por fin la señora Macphail.

Oían una voz, la voz de Davidson, a través del tabique de madera. Continuaba con insistencia seria y monótona. Estaba rezando en alta voz. Rezando por el alma de la señorita Thompson.

Pasaron dos o tres días. Ahora, cuando se encontraban con la señorita Thompson en el camino, no los saludaba con irónica cordialidad, ni siquiera sonreía. Pasaba arrogante, con una expresión huraña en su rostro pintado, frunciendo el ceño, como si no los viera. El comerciante le dijo a Macphail que había tratado de obtener alojamiento en otra parte, sin tener éxito. En las tardes tocaba todos los discos de su fonógrafo, pero ahora era evidente que su pretendida alegría era falsa. La música alocada tenía un ritmo roto, triste, como si fuera un “onestep” de la desesperación.

Cuando comenzó a tocar el domingo, Davidson envió a Horn a rogarle que cesara inmediatamente, pues era el día del Señor. El disco fue retirado y la casa quedó en silencio, oyéndose solo el monótono caer de la lluvia sobre el techo de fierro.

–Creo que se está poniendo nerviosa –dijo el comerciante a Macphail al día siguiente–. No sabe qué medidas va a tomar el señor Davidson, y está asustada.

Macphail la había visto esa mañana, observando que su expresión arrogante había cambiado. Su rostro parecía el de una persona perseguida. El mestizo le dirigió una mirada de reojo.

–¿Supongo que usted no sabe qué va a hacer el señor Davidson? –preguntó.

–No sé.

Era extraño que Horn le hiciera esa pregunta, porque él también tenía la impresión de que Davidson estaba ocupado en un trabajo misterioso. Tenía la idea de que estaba tendiendo una red alrededor de la mujer, cuidadosa y sistemáticamente, y que cuando todo estuviera listo, tiraría de las cuerdas.

–Me encargó que le dijera –continuó el comerciante– que si alguna vez le necesitaba, le llamara, y que él acudiría a su lado.

–¿Qué dijo ella cuando usted le dio el recado?

–Ni una palabra. No esperé respuesta. Solo dije lo que me había encargado, y me retiré. Pensé que podía echarse a llorar.

–No dudo de que la soledad comienza a atacarle los nervios –dijo el doctor–. Y la lluvia.., eso solo basta para volver loco a cualquiera –continuó, irritado–. ¿No deja nunca de llover en este maldito lugar?

–Cae continuamente durante la estación de las lluvias. Tenemos un promedio de trescientas pulgadas al año. Ve usted, es la forma de la bahía. Parece atraer la lluvia de todo el Pacífico.

–¡Al diablo con la forma de la bahía! –exclamó el doctor.

Se rascó las picaduras de mosquitos. Se sentía de muy mal humor. Cuando dejaba de llover y brillaba el sol, era como estar en un conservatorio: húmedo, lleno de vapor, pesado, sin viento; y uno tenía la impresión de que todo estaba creciendo con violencia salvaje. Los nativos, alegres y de reputación infantil, parecían entonces, con sus tatuajes y su pelo teñido, tener algo siniestro en su aspecto; y cuando uno oía el suave ruido de pies desnudos, volvía instintivamente la cabeza, pues sentía que en cualquier momento podían acercarse y hundirle un puñal por la espalda. No se podían adivinar los pensamientos que bullían detrás de sus ojos alargados. Tenían algo del aspecto de antiguos egipcios pintados en el muro de un templo, y había en sus gestos el terror de lo que es inconmensurablemente antiguo.

El misionero iba y venía. Estaba ocupado, pero los Macphail no sabían qué hacía. Horn dijo al doctor que veía al gobernador todos los días, y una vez Davidson lo mencionó.

–Parece un hombre decidido –dijo–. Pero cuando se trata de tomar medidas, se muestra indeciso.

–Supongo que usted quiere decir que no hace lo que usted le pide –dijo el doctor, con tono de broma.

El misionero no sonrió.

–Le pido que haga lo que está bien. No debiera ser necesario tener que convencer a un hombre cuando se trata de que cumpla con su deber.

–Pero puede haber diferencias de opinión acerca de lo que es el deber.

–Si un hombre tuviera un pie gangrenado, ¿tendría usted paciencia si alguien vacilara al amputárselo?

–La gangrena es un hecho.

–¿Y el mal?

Pronto se vio qué era lo que Davidson había estado haciendo. Los cuatro terminaban recién su comida de mediodía, y todavía no se habían separado para la siesta que el calor imponía a las señoras y al doctor.

Davidson no era partidario de esta costumbre ociosa.

La puerta se abrió violentamente y entró la señorita Thompson. Miró alrededor de la pieza y se acercó a Davidson.

–¡Maldito sinvergüenza! ¿Qué ha estado contándole de mí al gobernador?

Hervía de rabia. Hubo un instante de silencio. El misionero acercó una silla.

–Haga el favor de sentarse, señorita Thompson. Estaba esperando tener otra conversación con usted.

–¡Perro canalla! Comenzó a lanzar una lluvia de insultos, groseros e insolentes. Davidson la miraba tranquilamente con sus ojos serios.

–Me son indiferentes los insultos que usted amontona sobre mí, señorita Thompson –dijo–. Pero deseo recordarle que hay señoras presentes.

Ahora las lágrimas luchaban con su ira. Su rostro estaba rojo e hinchado, como si se ahogara.

–¿Qué ha sucedido? –preguntó el doctor Macphail.

–Acaba de estar aquí un tipo, diciendo que tengo que mandarme cambiar en el próximo barco.

¿Se vio un destello en los ojos del misionero? Su rostro permaneció impasible.

–Usted no podía esperar que el gobernador le permitiera seguir aquí en estas circunstancias.

–¡Usted lo hizo! –chilló ella–. No puede engañarme. ¡Usted lo hizo!

–No quiero engañarla. Recomendé al gobernador que tomara la única medida concerniente a sus obligaciones.

–¿Por qué no me dejó tranquila? No le estaba haciendo daño alguno.

–Puede usted estar segura de que yo habría sido el último en quejarme de eso.

–¿Cree usted que pensaba quedarme en este pueblucho miserable? No tengo aspecto de campesina, ¿verdad?

–En ese caso, no veo de qué puede usted quejarse.

Lanzó un grito de rabia incoherente y salió de la pieza. Hubo unos instantes de silencio.

–Es una felicidad saber que por fin ha obrado el gobernador –dijo Davidson–. Es un hombre débil de carácter, y alargaba demasiado el asunto. Decía que solo estaría aquí quince días; que si iba a Apia, estaría bajo la jurisdicción británica, y que eso no tenía nada que ver con él.

Davidson se puso en pie y comenzó a pasear por la pieza.

–Es terrible la forma en que los hombres que gozan de autoridad tratan de evadir sus responsabilidades. Hablan como si el mal que está fuera de su vista dejara de ser mal. La existencia misma de esa mujer es un escándalo, y no es solución trasladarla a otra isla. Al fin, me vi obligado a hablarle de frente.

Davidson frunció el ceño, adelantando su mentón. Parecía duro y decidido.

–¿Qué quiere usted decir con eso?

–Nuestra misión no deja de tener cierta influencia en Washington. Le indiqué al gobernador que no le haría ningún bien una queja acerca de la forma en que maneja los asuntos de esta isla.

–¿Cuándo tiene que irse? –preguntó el doctor, después de una pausa.

–El barco que va de Sydney a San Francisco es esperado aquí el martes próximo. Partirá en él.

Faltaban cinco días. Fue al siguiente, cuando volvía del hospital –donde, por falta de algo mejor que hacer, Macphail pasaba casi todas sus mañanas–, que el mestizo le detuvo al subir la escalera.

–Perdone, doctor Macphail; la señorita Thompson está enferma. ¿Puede usted verla?

–Naturalmente.

Horn le condujo a su pieza.

Estaba sentada en una silla, inmóvil, mirando fijamente. Llevaba puestos su traje blanco y el sombrero adornado con flores. Macphail notó que bajo sus polvos su piel estaba amarillenta y barrosa, y que sus ojos estaban pesados.

–Siento mucho saber que usted está enferma –dijo.

–¡Oh!, no estoy verdaderamente enferma. Solo dije eso porque quería verle. Tengo que embarcarme en un vapor que va a San Francisco.

La miró, y el doctor pudo ver que sus ojos tenían una expresión de terror. Abría y empuñaba las manos espasmódicamente. El comerciante estaba de pie en la puerta, escuchando.

–Así he sabido –dijo Macphail.

Ella contuvo un sollozo.

–Me parece que no es muy conveniente para mí ir a San Francisco por ahora. Fui a ver al gobernador ayer en la tarde, pero no pudo recibirme. Hablé con el secretario, y me dijo que tendría que tomar ese barco, y nada más. Tenía que ver al gobernador; así es que esperé frente a su casa esta mañana hasta que salió y le hablé. No quería contestarme, es cierto; pero no lo dejé irse, y por fin dijo que no tenía inconveniente en que me quedara aquí hasta que pase el próximo vapor a Sydney, si lo permite el reverendo Davidson.

Se calló, mirando al doctor Macphail con ansiedad.

–No veo qué puedo hacer en este caso –dijo él.

–Bueno, pensé que tal vez usted tendría la bondad de preguntarle. Le juro por Dios que no haré nada aquí si me permite quedarme. Si lo ordena, ni siquiera saldré de la casa. No son más que quince días.

–Hablaré con él.

–No lo permitirá –interpuso Horn–. La hará partir el martes; así es que lo mejor que puede hacer es prepararse.

–Dígale que puedo conseguir trabajo en Sydney; trabajo decente, quiero decir. No es mucho lo que le pido.

–Haré lo que pueda.

–Y me vendrá a decir inmediatamente, ¿verdad? No podré estar tranquila mientras no sepa lo que hay.

No era una comisión que le agradara mucho al doctor, y la desempeñó en forma indirecta. Le contó a su esposa lo que había dicho la señorita Thompson, pidiéndole que hablara con la señora Davidson. La actitud del misionero parecía bastante arbitraria, y no podía haber daño alguno en permitir a la muchacha que permaneciera en Pago–Pago otros quince días. Pero no estaba preparado para los resultados de su diplomacia. El misionero se dirigió a él inmediatamente.

–La señora Davidson me dice que la señorita Thompson ha estado hablando con usted.

Atacado en forma directa, el doctor Macphail sintió el resentimiento que experimenta todo hombre tímido cuando se le obliga a salir a terreno abierto. Se sonrojó.

–No veo qué diferencia puede haber entre enviarla a San Francisco o a Sydney, y siempre que prometa comportarse bien mientras permanezca aquí, es una crueldad perseguirla.

El misionero le miró con ojos severos.

–¿Por qué no quiere ella volver a San Francisco?

–No le pregunté –contestó el doctor, con aspereza–. Y pienso que es mejor que uno se preocupe de sus propios asuntos.

Tal vez no era una respuesta muy apropiada.

–El gobernador ha ordenado que sea deportada por el primer barco que parta de la isla. No ha hecho más que cumplir con su deber, y no intercederé. Su presencia es aquí un peligro.

–Pienso que usted es muy duro y tiránico.

Las dos señoras miraron al doctor, alarmadas; pero no había motivo para temer un altercado, pues el misionero sonrió dulcemente.

–Siento mucho que usted tenga esa opinión de mí, doctor Macphail. Créame, mi corazón sangra por esa pobre mujer, pero solamente trato de cumplir con mi deber.

El doctor no contestó. Miraba por la ventana, ceñudo. En esos momentos no llovía, y a través de la bahía se divisaban entre los árboles las chozas de una aldea nativa.

–Aprovecharé que ha cesado la lluvia para salir –dijo.

–Le ruego que no me guarde rencor porque no puedo acceder a lo que me pide –dijo Davidson, con sonrisa melancólica–. Le respeto mucho, doctor, y me afligiría que usted pensara mal de mí.

–No dudo de que usted tiene una opinión bastante buena de sí mismo, que le permita soportar la mía con ecuanimidad –replicó.

–A eso no puedo contestarle –rió Davidson.

Cuando el doctor Macphail, furioso consigo mismo por haberse mostrado grosero sin objeto, llegó al piso bajo, la señorita Thompson le esperaba con su puerta entreabierta.

–Bueno –dijo–, ¿le habló?

–Sí. Lo siento, no quiere hacer nada –contestó sin mirarla para no dejar ver su confusión. Pero le lanzó una rápida mirada al oír que dejaba escapar un sollozo. Vio que su rostro estaba blanco de miedo. Se sintió afligido.

Y de pronto tuvo otra idea.

–No se desanime todavía. Creo que es vergonzosa la forma en que la tratan, e iré a ver personalmente al gobernador.

–¿Ahora?

Asintió. La mujer sonrió, esperanzada.

–Vaya; es usted muy bueno. Estoy segura de que me permitirá quedarme si usted le habla. No haré ninguna cosa que no debiera mientras esté aquí.

El doctor Macphail no podía comprender por qué había decidido apelar al gobernador. Sentía una completa indiferencia hacia los asuntos de la señorita Thompson, pero el misionero le había irritado, y era rencoroso por temperamento. Encontró al gobernador en casa. Era un hombre alto, de buena figura; un marino, con bigote espeso y gris, y vestía un uniforme blanco inmaculado.

–He venido a verle para hablarle acerca de una mujer que está alojada en la misma casa que nosotros –dijo–. Se llama Thompson.

–Me parece que ya he oído bastante acerca de ella, doctor Macphail –contestó el gobernador, sonriendo–. Le he dado la orden de partir el próximo martes, y eso es todo lo que puedo hacer.

–Quería pedirle que hiciera el favor de permitirle permanecer aquí hasta que pase el barco que viene de San Francisco, para que pueda ir a Sydney. Yo garantizaré su buen comportamiento.

El gobernador siguió sonriendo, pero sus ojos se achicaron.

–Me sentiría feliz si pudiera hacerle ese favor, doctor; pero he dado la orden, y debe cumplirse.

El doctor presentó el caso en la forma más razonable que pudo, pero ahora el gobernador ni siquiera sonreía. Macphail pudo darse cuenta de que no le hacía la menor impresión.

–Siento tener que molestar a una mujer, pero tendrá que partir el martes, y no hay más.

–Pero ¿qué diferencia puede haber?

–Perdone, doctor, pero no me siento obligado a explicar mis actos oficiales, excepto a las autoridades correspondientes.

Macphail le miró astutamente. Recordó que Davidson había dicho que empleó una amenaza, y en la actitud del gobernador podía ver cierta confusión.

–Davidson es un maldito intruso –dijo, enojado.

–Entre nosotros, doctor Macphail, no diré que me he formado una opinión muy favorable del señor Davidson; pero me veo obligado a confesar que estaba en su perfecto derecho al señalarme el peligro de la presencia de una mujer de los antecedentes de la señorita Thompson en un lugar como este, donde hay gran cantidad de marineros además de la población nativa.

Se levantó, y el doctor Macphail se vio obligado a hacer lo mismo.

–Debo pedirle que me excuse. Tengo un compromiso. Le ruego que salude de mi parte a la señora Macphail.

El doctor se alejó alicaído.

Sabía que la señorita Thompson le estaría esperando y, no queriendo decirle él mismo que había fracasado, entró a la casa por la puerta trasera, subiendo la escalera como si tuviera algo que ocultar.

Durante la comida estuvo inquieto y callado, pero el misionero estaba alegre y animado. El doctor Macphail pensó que sus ojos se fijaban en él de cuando en cuando con alegre expresión de triunfo. Se le ocurrió repentinamente que Davidson estaba enterado de su visita al gobernador y de su fracaso. Pero ¿cómo podía haberlo sabido? Había algo siniestro acerca del poder de ese hombre. Después de la comida vio a Horn en la veranda, y, como si deseara hablar unas palabras con él, salió.

–Quiero saber si usted ha visto al gobernador –murmuró el comerciante.

–Sí. No quiere hacer nada. Lo siento mucho, pero yo tampoco puedo hacer más.

–Ya sabía que era inútil. No se atreven a ir en contra de los misioneros.

–¿De qué están hablando? –dijo amablemente Davidson, saliendo a reunirse con ellos.

–Estaba diciendo que no hay esperanzas de que puedan seguir viaje a Apia hasta dentro de una semana más –mintió al momento el comerciante.

Los dejó, y los dos hombres volvieron al salón. El señor Davidson dedicaba una hora después de cada comida al recreo. De pronto oyeron un tímido golpe en la puerta.

–Entre –dijo la señora Davidson con su voz aguda.

La puerta no se abrió. Ella se levantó a abrirla. Vieron a la señorita Thompson de pie en el umbral. Pero el cambio en su aspecto era extraordinario. Ya no era la que se había burlado y reído de ellas en el camino, sino una pobre mujer rota y asustada. Su cabello, por lo general tan cuidadosamente peinado, caía en desorden sobre el cuello. Vestía zapatillas, y una falda y blusa que estaban sucias y arrugadas. Permanecía de pie en la puerta, con el rostro lleno de lágrimas y sin atreverse a entrar.

–¿Qué necesita? –dijo la señora Davidson duramente.

–¿Puedo hablar con el señor Davidson? –preguntó con voz entrecortada. El misionero se levantó, acercándose a la puerta.

–Pase adelante, señorita Thompson –dijo con tono cordial–. ¿En qué puedo servirle?

Ella entró a la pieza.

–Oiga, siento mucho lo que le dije a usted el otro día, y… y todo lo demás. Creo que estaba un poco afarolada. Le pido perdón.

–¡Oh!, no importa. Me parece que mi espalda es bastante ancha para soportar unas cuantas palabras duras.

La señorita se adelantó hacia él con un movimiento horriblemente rastrero.

–Me tiene derrotada. Nada puedo hacer. ¿No me obligará a volver a San Francisco?

El amable aspecto de Davidson desapareció, y su voz tomó de pronto un timbre duro y severo:

–¿Por qué no quiere usted volver allá?

Ella se encogió.

–Es que mis parientes viven allí. No quiero que me vean así. Iré a cualquiera otra parte que usted me diga.

–¿Por qué no quiere usted volver a San Francisco?

–Ya le he dicho.

Él se inclinó hacia adelante, mirándola fijamente, y sus grandes ojos parecían atravesarla hasta el alma. De pronto exclamó:

–¡La penitenciaría!

La mujer lanzó un chillido y entonces cayó a sus pies, abrazándole las piernas.

–¡No me haga volver allá! ¡Le juro ante Dios que seré una mujer buena! ¡Me alejaré de todo esto!

Estalló en un torrente de súplicas confusas, y las lágrimas corrían por sus mejillas pintadas. Davidson se inclinó sobre ella y, levantando su rostro, la obligó a mirarle.

–¿Es, pues, la penitenciaria?

–Me escapé antes de que pudieran cogerme –dijo ella, con voz entrecortada–. Si me alcanza la Policía, son tres años los que me esperan.

Davidson la soltó, y ella cayó al suelo como una cosa informe, sollozando amargamente. El doctor Macphail se levantó.

–Esto lo cambia todo –dijo–. Usted no puede obligarla a volver sabiéndolo. Dele otra oportunidad. Quiere empezar una nueva vida.

–Voy a darle la mejor oportunidad que ha tenido hasta ahora. Si está arrepentida, que acepte su castigo.

Ella no comprendió bien las palabras del misionero, y levantó la vista. En sus ojos hinchados brillaba una luz de esperanza.

–¿No me obligará a ir allá?

–Sí. Usted partirá a San Francisco el martes.

Lanzó un grito de horror, y entonces prorrumpió en chillidos bajos y roncos que parecían casi inhumados, al mismo tiempo que se azotaba violentamente la cabeza contra el suelo. El doctor Macphail saltó hacia ella, levantándola.

–Vamos, no haga eso. Sería mejor que se retirara a su pieza a descansar. Yo le daré algo.

La obligó a pararse y, mitad llevándola, mitad arrastrándola, consiguió llegar con ella al piso bajo. Estaba furioso con la señora Davidson y con su esposa porque no le ayudaban. El mestizo estaba en el descansillo, y con su ayuda logró tenderla sobre la cama. Estaba quejándose y llorando, casi insensible. Tuvo que ponerle una inyección calmante. Estaba acalorado y exhausto cuando subió otra vez.

–Logré tranquilizarla un poco.

Las dos mujeres y Davidson estaban en la misma posición que cuando los había dejado. No parecían haberse movido ni hablado desde entonces.

–Estaba esperándole –dijo Davidson, con voz extraña y lejana–. Quiero que todos ustedes recen conmigo por el alma de nuestra hermana descarriada.

Cogió la Biblia, que estaba sobre un estante, y se sentó ante la mesa en que habían comido. Para colocar sobre ella el libro tuvo que apartar la tetera. Con voz potente, resonante y profunda, leyó el capítulo en que se relata el encuentro de Jesucristo con la mujer adúltera.

–Ahora, arrodíllense conmigo y recemos por el alma de nuestra querida hermana, Sadie Thompson.

Comenzó a recitar una plegaria larga y apasionada, en la que imploraba a Dios que tuviera piedad de la mujer pecadora. La señora Macphail y la señora Davidson se arrodillaron cubriéndose los ojos.

El doctor, tomado por sorpresa, torpe y avergonzado, se arrodilló también. La oración del misionero era de una elocuencia salvaje.

Hablaba extraordinariamente emocionado, y mientras rezaba las lágrimas le corrían por las mejillas. Afuera caía la lluvia implacable, sin descanso, con una especie de malignidad humana. Por fin se calló. Se detuvo un momento y dijo:

–Ahora repetiremos la oración del Señor. El Padrenuestro.

Lo recitaron, y entonces, siguiendo su ejemplo, se levantaron. El rostro de la señora Davidson estaba pálido y tranquilo. Estaba reconfortada y en paz, pero los Macphail se sintieron repentinamente tímidos. No sabían hacia dónde mirar.

–Ahora bajaré a ver cómo se encuentra –dijo el doctor.

Cuando golpeó a su puerta, le fue abierta por Horn. La señorita Thompson estaba sentada en una silla mecedora, sollozando suavemente.

–¿Qué hace usted ahí? –preguntó Macphail–. Le dije que se tendiera en la cama. –No puedo tenderme. Quiero ver al señor Davidson.

–Pobre muchacha, ¿de qué servirá eso? No logrará conmoverlo.

–Dijo que vendría si yo lo llamaba.

Macphail le hizo una señal al comerciante.

–Vaya a buscarle.

Esperó con ella en silencio mientras Horn subía. Davidson entró.

–Perdóneme por pedirle que viniera aquí –dijo ella, mirándole con ojos sombríos.

–Esperaba su llamado. Sabía que el Señor contestaría a mi plegaria.

Se miraron fijamente durante unos instantes. Ella miró hacia otro lado. Habló sin levantar la vista:

–He sido una mujer mala. Quiero arrepentirme.

–¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! Ha oído nuestras oraciones. Se volvió a los dos hombres.

–Déjenme solo con ella. Díganle a la señora Davidson que nuestros ruegos han sido oídos.

Salieron, cerrando cuidadosamente la puerta.

–¡Caramba! –fue el comentario del comerciante.

Esa noche el doctor Macphail no pudo dormir hasta muy tarde, y cuando oyó subir al misionero miró su reloj. Eran las dos de la madrugada. Pero ni siquiera entonces se acostó inmediatamente, pues, a través del delgado tabique que separaba sus piezas, pudo oírlo rezar en alta voz, hasta que él mismo, agotado, se durmió.

Cuando lo vio a la mañana siguiente, se sintió sorprendido ante su aspecto. Estaba más pálido que nunca, cansado; pero sus ojos brillaban con un fuego inhumano. Parecía que se sintiera dominado por una alegría abrumadora.

–Quiero que más tarde baje usted y vea a Sadie –dijo–. No puedo esperar que su cuerpo esté mejor, pero su alma… su alma está transformada.

El doctor se sentía débil y nervioso.

–Usted estuvo con ella hasta muy tarde anoche –dijo.

–Sí; no podía soportar la idea de que la abandonara.

–Usted parece estar feliz –dijo Macphail, irritado.

Los ojos de Davidson tenían un brillo extático.

–He recibido una gran recompensa. Anoche tuve el privilegio de conducir a un alma descarriada a los brazos amantes de Jesús.

La señorita Thompson estaba otra vez en la mecedora. La cama no había sido hecha. La pieza estaba en desorden. No se había tomado la molestia de vestirse; solo llevaba puesta una bata vieja y sucia, y su cabello estaba anudado en un moño mal hecho. Se había pasado una toalla húmeda por la cara, pero estaba toda hinchada y arrugada a causa del llanto. Parecía un harapo.

Cuando el doctor entró, lo miró con ojos apagados. Estaba aplastada y recogida.

–¿Dónde está el señor Davidson? –preguntó.

–Pronto vendrá, si usted lo necesita –contestó Macphail agriamente–. Vine a ver cómo seguía usted.

–¡Oh!, yo estoy bien. No se preocupe por mí.

–¿Ha comido algo?

–Horn me trajo un poco de café.

Miró ansiosamente hacia la puerta.

–¿Cree usted que vendrá pronto? Me parece que estuviera mejor cuando me acompaña.

–¿Va usted siempre a partir el martes?

–Sí, él dice que debo partir. Haga el favor de decirle que venga pronto. Él es el único que puede ayudarme ahora.

–Muy bien –dijo el doctor Macphail.

Durante los tres días siguientes el misionero estuvo casi continuamente con Sadie Thompson. Solo se reunía con los otros a las horas de comer. Macphail observó que no comía casi nada.

–Se está agotando –dijo la señora Davidson con tono de lástima–. Va a sufrir una crisis si no se cuida. Es inútil decírselo.

Ella también estaba muy pálida. Le dijo a la señora Macphail que no podía dormir. Cuando el misionero subía de la pieza de la señorita Thompson, rezaba hasta quedar exhausto, pero ni siquiera entonces se quedaba dormido. Después de una o dos horas de sueño, se levantaba a pasear a lo largo de la bahía. Le perseguían sueños extraños.

–Esta mañana me dijo que había estado soñando con las montañas de Nebraska –dijo la señora Davidson.

–Es curioso –dijo Macphail.

Recordaba haberlas visto desde las ventanillas del tren cuando cruzaba los Estados Unidos. Eran como enormes hormigueros, redondas y lisas, y brotaban abruptamente en medio de la llanura. El doctor Macphail recordaba que le habían hecho pensar en unos pechos de mujer. La inquietud de Davidson resultaba intolerable aun para sí mismo. Pero le animaba una inmensa alegría. Estaba arrancando de raíz los últimos vestigios de pecado que aún quedaban en el corazón de la pobre mujer. Leía y rezaba con ella.

–Es maravilloso –les dijo una noche mientras comían–. Es un verdadero renacimiento. Su alma, que estaba negra como la noche, ahora es blanca y pura como la nieve recién caída. Me siento humilde y temeroso. El remordimiento por sus pecados es magnífico. No soy digno de tocar el borde de su vestido.

–¿Y tiene usted corazón para enviarla a San Francisco? –dijo el doctor–. Tres años en una prisión norteamericana. Creo que usted fácilmente pudo haberla librado de eso.

–¡Ah!, ¿pero no ve usted? Es necesario. ¿Cree usted que mi corazón no sangra por ella? La amo como amo a mi esposa y a mi hermana. Todo ese tiempo que pase en la cárcel sufriré los mismos dolores que ella sufra.

–¡Tonterías! –exclamó el doctor, impaciente.

–Usted no comprende, porque está ciego. Ella ha pecado y debe sufrir. Sé lo que tendrá que soportar. Será torturada y humillada y pasará hambre. Quiero que acepte el castigo del hombre como sacrificio ante Dios. Tiene una oportunidad que se ofrece a muy pocos de entre nosotros. Dios es bueno y misericordioso.

La voz de Davidson temblaba de emoción. Apenas podía articular las palabras que caían apasionadamente de su boca.

–Todo el día rezo con ella, y cuando la dejo rezo otra vez, rezo con toda mi alma, para que Jesús le conceda esta gran misericordia. Quiero que entre en su corazón el deseo de ser castigada, para que al fin, aunque yo le ofreciera la libertad, se niegue. Quiero que sienta que el terrible castigo de la prisión es la acción de gracias que coloca a los pies de nuestro Señor, que dio su vida por ella.

Los días pasaban lentamente. Todos los habitantes de la casa, pendientes de la mujer desgraciada y atormentada del piso bajo, vivían en un estado anormal de excitación. Era como una víctima que se estuviera preparando para los ritos de una idolatría sanguinaria. El terror la dominaba. No podía soportar que Davidson se alejara de ella. Era solo cuando estaba con él que tenía valor, y se aferraba a él con dependencia de esclava. Lloraba mucho, leía la Biblia o rezaba. Algunas veces estaba exhausta y apática. En esos momentos pensaba en lo que la esperaba, pues parecía ofrecerle un medio de escapar, directo y concreto, de la angustia que estaba sufriendo. No podría soportar mucho tiempo más los vagos terrores que la aplastaban. Junto con sus pecados había abandonado todo pensamiento de vanidad personal, y vagaba por su pieza, descuidada y mal vestida, con su bata vieja. Durante cuatro días no se había quitado el traje de noche ni se había puesto medias. Entre tanto, la lluvia caía con cruel persistencia. Uno sentía que por fin los cielos estarían vacíos de agua, pero seguía cayendo pesadamente, con enloquecedora monotonía, sobre el techo de fierro.

Todo estaba húmedo y pegajoso. Había moho sobre las paredes y botas abandonadas sobre el suelo. Durante las noches interminables los mosquitos zumbaban con su canto furioso. Todos esperaban con ansiedad el martes en que llegaría procedente de Sydney el barco de San Francisco. La tensión era intolerable. En lo que al doctor Macphail se refiere, tanto su lástima como su resentimiento se habían borrado ante el deseo de verse libre de la desgraciada mujer. Lo inevitable tenía que ser aceptado. Pensaba que podría respirar con más libertad cuando el barco hubiera zarpado. Sadie Thompson iba a ser escoltada a bordo por un empleado de la oficina del gobernador. Esa persona la visitó el lunes en la tarde, diciéndole que estuviera lista el martes a las once de la mañana. Davidson estaba con ella.

–Yo me encargaré de que esté lista. Tengo pensado acompañarla también a bordo.

La señorita Thompson no dijo una palabra.

Cuando el doctor Macphail apagó su vela y se deslizó cautelosamente bajo su mosquitero, lanzó un suspiro de alivio.

–Bueno, gracias a Dios que esto ha terminado. A estas horas mañana ya se habrá ido.

–La señora Davidson se sentirá también contenta. Dice que está convertida en una sombra –dijo la señora Macphail–. Es una mujer distinta.

–¿Quién?

–Sadie. Nunca lo hubiera creído posible. Una se siente humilde ante una cosa así.

El doctor no contestó, y pronto estaba dormido. Se hallaba cansado y su sueño fue más profundo que de costumbre. Fue despertado en la mañana por una mano que se apoyaba en su brazo y, levantándose, vio a Horn de pie al lado de la cama. El comerciante se colocó un dedo sobre la boca para evitar cualquier exclamación del doctor, y le hizo una señal de que le siguiera. Por regla general, vestía pantalones blancos, pero ahora iba descalzo y solo llevaba el “lava–lava” de los nativos. Tenía un aspecto salvaje, y el doctor Macphail observó que estaba cubierto de tatuajes. Horn le indicó con un gesto que saliera a la veranda. El doctor salió de la cama y siguió al comerciante.

–No haga ruido –murmuró–. Lo necesitan. Póngase un abrigo y zapatos. Pronto.

En el primer momento el doctor Macphail pensó que algo habría sucedido a la señorita Thompson.

–¿Qué ha sucedido? ¿Llevo mis instrumentos?

–¡Pronto, por favor, pronto!

El doctor Macphail volvió al dormitorio, colocándose un impermeable sobre el pijama, y un par de zapatillas de suela de goma.

Se reunió al comerciante y juntos bajaron la escalera. La puerta que daba al camino estaba abierta, y una media docena de nativos estaba frente a ella.

–¿Qué ha sucedido? –repitió el doctor.

–Venga conmigo –dijo Horn.

Salió, seguido del doctor. Los nativos caminaban detrás de ellos formando un pequeño grupo. Cruzaron el camino, llegando a la playa.

Otros nativos rodeaban algo que estaba al borde del agua. Avanzaron otras pocas yardas, y los nativos se separaron cuando llegaba el doctor. El comerciante le empujó hacia adelante. Entonces vio, tendido mitad dentro del agua, mitad fuera de ella, algo horrible: el cuerpo de Davidson. El doctor Macphail se inclinó –no era hombre que perdiera la cabeza en un caso de apuro– y dio vuelta al cadáver.

La garganta estaba cortada de oreja a oreja, y en la mano derecha se veía todavía la navaja con que se había cometido el hecho.

–Está completamente frío –dijo el doctor–. Debe de haber muerto hace algunas horas.

–Uno de los muchachos lo vio recién, cuando se dirigía al trabajo, y corrió a decírmelo. ¿Cree usted que lo hizo él mismo?

–Sí. Envíe a alguien en busca de la Policía.

Horn dijo algo en la lengua nativa, y dos jóvenes se alejaron corriendo.

–Debemos dejarle aquí hasta que lleguen –dijo el doctor.

–No deben llevarlo a mi casa. No quiero que lo lleven a mi casa –se lamentaba Horn.

–Usted hará lo que le digan las autoridades –replicó secamente el doctor–. La verdad es que supongo que lo llevarán a la “morgue”.

Permanecieron esperando donde estaban. El comerciante sacó un cigarrillo de un pliegue de su “lava–lava” y dio otro a Macphail. Fumaron, mirando el cadáver. El doctor Macphail no comprendía.

–¿Por qué cree usted que lo hizo? –preguntó Horn.

El doctor se encogió de hombros. Al poco rato llegaban policías indígenas bajo las órdenes de un soldado de marina, con una camilla, seguidos de cerca por dos oficiales y un doctor naval. Lo arreglaron todo rápidamente.

–¿Y la esposa? –preguntó uno de los oficiales.

–Ahora que han llegado ustedes volveré a la casa a vestirme. Yo me encargo de que le comuniquen la noticia. Es mejor que ella no lo vea hasta que lo arreglen.

–Muy bien –dijo el doctor naval.

Cuando el doctor Macphail llegó a su pieza, encontró a su esposa que acababa de vestirse.

–La señora Davidson está muy asustada a causa de su marido –le dijo apenas apareció–. No se acostó en toda la noche. Le oyó dejar la pieza de la señorita Thompson a las dos y después salir. Si ha estado caminando desde esa hora, debe de estar agotado.

El doctor Macphail le contó lo que había sucedido, pidiéndole que le comunicara la noticia a la señora Davidson.

–Pero ¿por qué lo hizo? –preguntó ella, horrorizada.

–No lo sé.

–Pero no puedo decírselo a ella. No puedo.

–Es preciso.

Le dirigió una mirada de susto y salió. El doctor la oyó entrar a la pieza de la señora Davidson. Esperó un instante para dominarse, y después comenzó a lavarse y afeitarse. Cuando terminó de vestirse, se sentó en la cama a esperar a su esposa.

–Quiere verle –dijo esta cuando volvió.

–Lo han llevado a la “morgue”.

–Sería mejor que fuéramos con ella.

–¿Cómo recibió la noticia?

–Me parece que está atontada. No lloró, pero está temblando como una hoja.

–Sería mejor que fuéramos inmediatamente.

Cuando golpearon a su puerta, salió la señora Davidson. Estaba palidísima, pero sus ojos estaban secos. Al doctor le pareció que se dominaba en forma extraordinaria. No cambiaron una palabra, y partieron en silencio a lo largo del camino. Cuando llegaron a la “morgue”, la señora Davidson dijo:

–Quiero entrar sola a verlo.

Se quedaron inmóviles, mientras un nativo abría la puerta y la cerraba tras ella. Se sentaron a esperar. Unos hombres blancos se acercaron a ellos, hablando en voz baja. El doctor Macphail relató otra vez lo que sabía de la tragedia. Por fin la puerta se abrió suavemente y salió la señora Davidson. Todos se callaron.

–Ya estoy lista para volver –dijo.

Su voz era dura y firme. El doctor Macphail no podía comprender la expresión de sus ojos. Su pálido rostro estaba severo. Regresaron lentamente, sin decir una palabra, y por fin llegaron al recodo a la vuelta del cual se encontraba la casa. La señora Davidson lanzó un grito apagado, y durante un momento permanecieron inmóviles.

Un sonido increíble llegaba a sus oídos. El fonógrafo, que había estado callado tanto tiempo, estaba tocando, tocando música de baile fuerte y chillona.

–¿Qué es eso? –preguntó la señora Macphail, horrorizada.

–Sigamos –dijo la señora Davidson.

Subieron la escalinata, entrando al salón. La señorita Thompson estaba de pie en su puerta, conversando con un marinero. En ella había tenido lugar un cambio repentino. Ya no era la mujer aterrorizada de los días anteriores. Iba vestida con sus ropas de dudosa elegancia: su traje blanco, sus botines altos y brillantes, por sobre cuya caña se veían sus piernas gordas cubiertas de medias de algodón. Su cabello estaba cuidadosamente peinado, y llevaba aquel enorme sombrero cubierto de flores chillonas. Su rostro estaba pintado, sus cejas eran de un color negro atrevido, sus labios eran de escarlata. Estaba muy erguida. Era la mujer presuntuosa que habían conocido en los primeros días.

Cuando se acercaban, estalló en una carcajada fuerte, burlona. Entonces, cuando la señora Davidson se detuvo involuntariamente, recogió saliva en su boca y escupió. La señora Davidson retrocedió, mientras dos manchas rojas aparecían en sus mejillas pálidas. Luego, cubriéndose el rostro con las manos, se alejó, corriendo escalera arriba. El doctor Macphail se sintió enfurecido.

Apartó a la mujer, entrando a su pieza.

–¿Qué diablos está usted haciendo? –gritó–. ¡Pare esa maldita máquina!

Se acercó a ella y arrancó el disco violentamente. La mujer se volvió hacia él:

–¡Oiga, “doc”, a mí no me viene con eso! ¿Qué diablos hace usted en mi pieza?

–¿Qué quiere usted decir? –gritó él–. ¿Qué quiere usted decir?

La mujer se irguió. Nadie podría describir el desprecio de su expresión ni el odio burlón con que contestó:

–¡Ustedes los hombres! ¡Puercos sucios, asquerosos! Todos son iguales, todos. ¡Puercos! ¡Puercos!

El doctor Macphail lanzó una exclamación. Había comprendido.

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