La escritora y traductora búlgara Rossi Vas, colaborada de Narrativa Breve, nos ofrece una historia navideña, «Los títeres de Papá Jan», una narración sobre un anciano achacoso que ha dedicado su vida a reparar los títeres navideños…
LOS TÍTERES DE PAPÁ JAN (cuento infantil de Rossi Vas)
A través de las tenebrosas ventanas con los cristales sucios y empañados por la humedad del clima mediterráneo, únicamente se distinguía la vaga lucecita de un candelabro cuya sombra marcaba ansiosa su trazo por encima del lecho de Jan. Desde hacía tiempo, los lugareños le llamaban simplemente “Papá Jan”, ya que era el único reparador de títeres navideños que cobraban vida durante las fiestas locales.
Aquella noche de diciembre de un frío bestial, la tos de ese peculiar anciano resonaba por el cuarto que apestaba a moho, y el ruido se oía agudo hasta el camino hacia aquel callejón saturado por el silencio. El viento soplaba rabioso desde el noroeste, por encima de la aldea acurrucada en su sueño invernal, como si ignorase el sufrimiento del viejo artista.
El color carmín de las espesas cortinas de su dormitorio, llenas de polvo, destacaba con intensidad el demacrado rostro del habitante de ese hogar descuidado. Ahí, los descosidos títeres, vestidos con anticuados trajes y amontonados al lado de la hoguera apagada, representaban lo que una vez fue su vida. Vivaces antes, ahora los ojos de ellos resaltaban —como unas cuencas vacías— entre las cajas tiradas de juguetes navideños sin ordenar. Al fondo de la estrecha vivienda —saboreando la nostalgia del pasado— se veía la punta del alegre cartel de un joven cuya sonrisa invitaba gustosamente a entrar a este teatro ambulante. El enfermo lo miró de reojo, tosió y, astuto, inclinó la cabeza hacia un lado. Detrás de este gesto, vagamente se notó la similitud con aquel hombre vestido de colores vivos que le hacía muecas tras las guirnaldas de las caravanas nómadas.
Inesperadamente, una guirnalda se deslizó del techo encima de la manta marcada por los agujeros. Su triste belleza se reflejó tímidamente en la ventana justo cuando las chispas del fuego durmiente súbitamente despertaron al despeinado artista de sus recuerdos. Él se levantó desganado apoyándose sobre el codo, y la barba que le llegaba hasta el suelo, barrió las migas esparcidas por debajo de la cama. Un par de calcetines malolientes, un trapo sin forma hecho de hilos descoloridos y una máscara tragicómica saltaron a la vista junto al relámpago proseguido después del golpe, que el enfermo dio con su mano temblorosa a la radio puesta al lado del cabezal oxidado. Colocada en la estantería debajo de las rejas de la ventana, hacía memoria a un cuadro maldito. Aún después del golpe, no salieron sonidos. Él cogió la pitillera, pero la tos dolorosa le hizo acostarse de nuevo. Refunfuñando, la tiró con rabia hacia los títeres.
Entre sus pensamientos, surgió la imagen de los viejos tiempos cuando todavía la Navidad por aquellas tierras se identificaba con la harmonía: los pueblerinos se juntaban felices en la plaza mayor, los niños gritaban llenándose la boca de golosinas y sus voces rodeaban audaces el teatro callejero, que simbolizaba la alegría innata de las gentes.
Y nadie era capaz de acertar hasta cuándo duraría la magia espontánea del espectáculo…
Abatido, entrecerró los ojos. El chorro de sudor frío en la frente le obstaculizó la vista. Ni siquiera se percató de cuando el títere descalzo, movió sus brazos dolidos para ponerse en pie.
Empezó la tormenta; furiosa y sin piedad, volcó toda su fuerza encima de la casa dejándola sin aliento. Los copos de nieve se mezclaron con las gotas de lluvia helada, animando los hilos de los muñecos sin vida. La única farola de la esquina se quedó sin su luz intermitente. La rúa tembló, atemorizada.
Desde arriba, donde se hallaba el desván abandonado del viejo domicilio, un inquietante sonido llegó a la planta de abajo. Era similar al ulular del viento, sin embargo, provenía del rincón de atrás de la puerta.
Papá Jan agarró el candelabro y lo acercó a la escalera. Turbado, recordó las pasadas navidades cuando uno de los títeres se quedó con los hilos enredados y no pudo salir a la calle. «Mira que eres vengativo, Sam…», gruñó para sí, y seguidamente se dirigió intranquilo a los escalones de madera, cuyo crujido enmudeció los pasos de aquel títere descalzo que le siguió sigiloso hasta el desván.
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