Relato navideño de Reinaldo Bernal Cárdenas: Pirotecnia

El autobús de la línea 93 avanzaba casi vacío en su último recorrido, el de las once.

Abstraídos, ojeando con persistencia sus relojes, los pasajeros se habían ido bajando uno a uno en las estaciones habituales −adornadas hoy de guirnaldas y arcos parpadeantes−. Se trataba acaso de empleados rezagados, obligados por los gerentes a extender sus jornadas laborales con motivo de la navidad. Llevaban, no obstante, los rostros serenos, y sonreían gratuitamente.

El conductor, que solo quería volver a casa para el festejo de la nochebuena, vio por el espejo que dos hombres persistían aún en sus asientos. Estaban ensimismados, como si no tuviesen destino; sus miradas perdidas en la apretada neblina de la calle. Uno era elegante, sobrepasaba fácilmente los sesenta, su aspecto estaba lejos de armonizar con la precariedad de aquel barrio; el otro, sentado dos puestos más atrás, parecía un mendigo. Ambos, sin embargo, concordaban en la expresión mustia de la cara. “Hemos llegado –anunció el chófer mientras detenía el vehículo−, aquí termina la ruta”. Ellos se pusieron de pie y con desgana se encaminaron a la puerta automática que se abría con lentitud. Se bajaron y de inmediato sintieron en los rostros el choque gélido del aire nocturno, algo como una bofetada seca e insidiosa. Una estación vacía los recibió. No se percibía sonido alguno. Antes de reanudar la marcha para dirigirse al estacionamiento, el conductor los miró de nuevo por el espejo retrovisor, esta vez con algo de compasión, pues en esa periferia no había un alma a la vista. Los vio empequeñecerse en la pátina abrillantada del cristal. Pensó que tendrían, como todo el mundo, abrigo en alguna parte.

Los dos hombres caminaron encogidos, refugiándose en sus ropas que no estaban hechas para el frío y cruzaron entre ellos una mirada imprecisa, como de auxilio. Iban a tomar rumbos distintos, pero el hombre de más edad y más culto y, como es natural más complaciente, se acercó al mendigo. “Le invito un trago”, propuso, y sacó una botella de Coñac que traía en su mochila. No reparó en el aspecto descuidado del pobre tipo. “Parece usted distinguido. ¿Dígame, su familia no lo espera hoy en casa?”, indagó éste mientras se reponía al desconcierto. “Mi esposa me abandonó hace unos meses, nuestra hija vive en el extranjero…olvida con frecuencia que tiene padre, mi único hermano se extingue en un asilo de ancianos”, dijo el primero con tono melancólico y la familiaridad con la que se trata a un compadre. Luego suspiró, dejó pasar unos segundos y al cabo dijo: “Así que hoy sólo se me ocurrió tomar un autobús a ninguna parte, y aquí estoy. ¿Qué me dice de usted?”. “No existo para nadie −confesó el pordiosero−, ni siquiera para Dios”.

Por un momento volvieron al silencio.

La algarabía de la media noche los tomó por sorpresa. La pirotecnia, a lo lejos, iluminó el firmamento con corolas incandescentes que se abrieron en pétalos de luz; los sonidos de los estallidos tardaron en llegar y el ambiente quedó salpicado de un acre olor a pólvora. En las pocas casas del lugar los villancicos se mezclaron con la euforia de sus residentes. Los dos hombres miraron aquel espectáculo distante y luego buscaron un banco para sentarse.

Hablaron y hablaron sin la regencia de las horas, sintiéndose los últimos habitantes del planeta, iluminados apenas de luz tenue, como si la más visible estrella del cielo hubiese enviado un haz incisivo solo para ellos.

Aquella noche, mientras compartían sus miedos y soledades en ese rincón apartado de la ciudad, sintieron, en la compañía dadivosa del otro, algo que asemejaron al verdadero espíritu de la navidad.

Reinaldo Bernal Cárdenas.

Léase, del mismo autor, el relato «Culpa«.

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