Comenzamos este nuevo año, 2021, con un cuento corto del joven escritor peruano Sebastián Willis Ortiz, residente en Lima. Su historia corta se llama «El escritor aislado», y en ella el personaje narrador comparte con nosotros su circunstancia como escritor y como persona desde las cuatro paredes de su pequeño cuarto…
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Cuento corto de Sebastián Willis Ortiz : El escritor aislado
Eran los últimos panes, no había nada más en la mesa, el frío calaba hasta los cabellos, en el escritorio reposaba solo unos viejos libros de García Márquez y Vargas Llosa. Rose aún no llegaba, las puertas se cerrarían a las ocho de la noche, desde hace siete días las ventanas eran grises y solo se vislumbraba la apariencia de una figura triste, envuelta en cicatrices, en llantos y en avaricia.
Desde mi pequeño cuarto, mientras encendía el último cigarrillo de la noche, me percaté de aquel sueño de otoño, aquel que me hizo levantar de golpe y solo decía que era una tontería, un desvarío mío. Y sin darle mayor importancia, apunté las últimas cosas que requeríamos para mañana, creo que necesitaría vender mis libros, las editoriales han cerrado, las exportaciones son escasas, ahora ya nadie quiere libros, siempre dije que los necesitarán más que nunca, ahora a los escritores los han dejado de lado, aislados y recostados en la palidez del humano, pero es ahora cuando más lo necesitan y Rosita que no llega. Al instante, recordé ese viaje a París, cuando leí por primera vez La peste, sentí que mi viejo amigo Camus no mentía, que la verdadera cara no era la peste, sino la actitud que uno enfrenta; y fue ahí que empecé a escribir, quizás era mi último cuento, o mi último relato, yo solo escribía para el mundo, ya no para mí, o quizás para mis viejos amigos que luchaban allá en las calles, que cuando terminen se den un tiempo de leerme. No creo que se asombren, Paquito era muy malo al fútbol, Marco era un mal novio, Lalo era un estudiante bohemio y de las malas noches, y ni que decir de la señora Leonor, una mujer que calmaba su buche a costa del sueldo de su marido. De repente no serán las mejores historias de estos cuadernos, pero apostaría que aunque sea a uno les sacará una sonrisa o una lágrima, que sé yo, quisiera ver el entusiasmo con el que lo leen; y ahora me puse a pensar en aquel relato de Sofía, fue muy extraño, pero al parecer acertado para comentar en estos momentos. Ella fue a la panadería hace un mes, me dijo que pidió cuatro bolsas de panecillos en las cuales venían ocho panecillos, el tipo sorprendido le dice que por qué no se llevaba más bolsas, había muchos panecillos, ella aceptó y agarró tres bolsas más, ¿y si llevo más?, él me miró sorprendido, agregó lo siguiente: tal vez lo necesites más que los otros, míralos se llevan otras cosas innecesarias y seguirán comprando.
Parecía un loco, me dijo Sandra, bueno, después de que me contó esa anécdota no la volví a encontrar. La noche parecía hacerse más fría, tenue, sin aliento, sin ganas de seguir, arriba, para adelante, hoy hay mucho quehacer decía el abuelo Roberto cuando le iba a visitar al campo a cuidar a sus gallos y patos; y de repente enfermó, estuvo en cama, deliraba, proliferaba llantos, ya en su lecho de muerte, su alma se extendió hacia la infinitud del tiempo, de su cuerpo florecieron tres bellas orquídeas, conservo una aquí, está en el estante, al costado de un álbum de fotos de inviernos pasados.
Ahora parecía preocuparme la situación de mis vecinos, siempre se quejaban de todo, no estaban conformes con nada, eran muy renegones, el señor Raimundo siempre sacaba a pasear a su perrito, le gritaba, siempre paraban discutiendo, no había solución con ellos. Siempre encendía la pipa mientras leía su periódico a eso de las seis de la tarde, ayer no lo vi en el parque central, qué extraño, él era muy puntual, pero ahora el parque luce sombrío, tenebroso, hoy tuvieron que cerrar el tránsito por ahí, ya nada es como antes, la gente suele irse, se demoran en regresar, y yo estoy solo, pero tengo quince años, no entiendo cómo anda el mundo. Y regreso del pasado, me traje un pequeño bote que mi papá me regaló por mi cumpleaños, ahí tendrás los mejores recuerdos, la gente podrá entrar y aliviarse por un instante mientras el mundo se cae a pedazos, yo estaba muy agradecido, él cogió el suyo, subió, me entregó una carta y se marchó. En el horizonte el ocaso fue su llegada. Ahí estaría en su barquito, mirando alegre y sonriente, bajo una media luna, un sol radiante, no sé más.
Me paré asustado, me acerqué a la ventana, examinaba cada instante, pude ver desde lejos los pasos del señor Del Carpio, traía un abrigo color negro, un sombrero al estilo francés, los zapatos bien lustrados y él gritaba: ¨He vuelto queridos amigos, estoy mejor que nunca¨, la mayoría de vecinos salieron de sus casas a abrazarlo, a felicitarlo por su gran hazaña, yo no entendía tanta algarabía, me saludó y solo le atiné a mostrar mi sonrisa.
Sinceramente hoy no entendía lo que pasaba, por qué el mundo caminaba muy solo, frívolo, yo aún conservaba mi paciencia ante la multitud, ellos seguían su ruta y yo saqué mi vista de la calle, en ese instante me acosté sin dar reparo de lo que pasaba a mi alrededor, se hizo un silencio ensordecedor, las cortinas se movían lentamente, el viento que entraba susurraba al espacio, calmaba mis emociones, mi tonta experiencia, mis inseguridades, mis pesares, yo acurrucado esperando el delicioso arroz con leche de mamá Esperanza; saboreaba la cuchara, era muy contento, un dulce que tanto disfrutaban mis labios, mis sentidos y mi imaginación después de fracasar en mis primeros escritos. La editorial no se contactó conmigo, y seguí así, conduciendo mi vida con historias escritas después de cada amanecida. Extraño cuando bebía y mi alegría era inmensa, pasaba horas con mis amigos compartiendo anécdotas, vaciando las botellas, provocando humo de nuestras caladas, pero era un pequeño vicio, de los tantos que he tenido, que exaltaba mis noches después de la universidad, después de desmerecer este mundo. Al fin y al cabo comprendí que quienes escribían o se dedicaban a este arte llevaban consigo un pequeño vicio detrás de ellos, desde los más grandes novelistas como Flaubert, Twain, quienes reconocieron su pasión al tabaco, y otros genios de la poesía francesa como Baudelaire, Rimbaud, quienes su ingenio bohemio los llevó a la eternidad en sus artes. Ahora solo me queda agradecer, mirar atrás y recobrar esas experiencias cuyas anécdotas dejan en descubierto algunas de mis desvergüenzas de mis épocas de joven aventurero de noches largas e impacientes.
Ahora, mirando la luz tenue de mi cuarto, esperando el sonido del cierre, se alargaba más, era repetible algunos minutos, no pensaba mucho, solo en aquella vez que estuve horas en la biblioteca de la universidad y en uno de los pasillos me encontré con Julio Ramón Ribeyro, conversamos sobre algunos cuentos y novelas, no tenía prisa, andaba con un terno negro, camisa ancha, delgado como siempre, salimos de la biblioteca, luego de eso nos fuimos a la cafetería de la universidad; el café muy cargado, con poca azúcar, una ligera llovizna, el olor a los dulces panes, a las tortas y al viento suave que dispersaba el aroma de las hojas mojadas que se esparcían en las pequeñas veredas que conectaban la cafetería con los pabellones de la universidad, veredas rodeadas de arbustos, de hojas secas, de pequeñas manzanillas, así era antes.
Saqué un pequeño cuaderno en el que apuntaba algunas cosas que me ocurrían cuando tenía tan solo veinte años. En ese tiempo mi coquetería estaba a tope, me llegaban muchas cartas, perfumadas, a veces mal escritas, pero con sentimientos nobles. Una de ellas de Sandra Guerrero, una mujer dócil, cabello lacio, de corta cintura, y de manías extravagantes. Fue mi musa en aquel tiempo, estudiaba filosofía, era muy inteligente y apegada al tabaco.
Nos juntamos en una reunión de la universidad, estuvimos casi toda la noche juntos, me halagó mi chaqueta de cuero ochentera, se apegaba mucho a mi cuello, me susurraba al oído, caminaba entre mi sangre, nos besamos apasionadamente delante de todos, me pidió privacidad, le despinté el labial rojizo de aquella noche, goteábamos de placer, de alegría, de vida. Luego de ese amorío con Sandra, tuvo que marcharse a Francia para culminar sus estudios en París. No supe nada más de ella, unos amigos me dijeron que ya se había casado con uno de por allá, dictaba clases en la universidad, hizo su vida allá.
Cerré aquel librito, me precipité otra vez a mirar por la ventana, en ese momento se escuchaba pasos agitados, jadeantes, era Rose.
–¿Estás enterado? –con lágrimas en los ojos, sollozaba.
–Cálmate, estás pálida –cambié de ánimos en ese momento.
–El abuelo Roberto acaba de fallecer –agachó su mirada, una lágrima golpeó contra el suelo: se hizo un silencio sepulcral.
Yo quedé pasmado, no pude hablar, sollozaba, miraba por todos lados, lamentaba.
–Ya serán las ocho –replicó Rose con voz entrecortada.
En ese instante corrí hacia el estante, cogí la hermosa orquídea, la olí, la besé, no pude contener más el llanto y la dejé reposar para siempre.
EL AUTOR
Soy Sebastián Willis Ortiz, tengo 19 años, nací en Lima, Perú. Desde hace tiempo me dedico a la escritura de cuentos, poemas y novellas cortas. Publico concurrentemente en algunas páginas literarias o de grupos de lectura. Estudio Derecho en la universidad y a la par me dedico, personalmente, a la investigación y creación literaria.
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