Relato corto de Gemma Muñoz Brugués: Te lo dije

Una agradable sorpresa

Estas Navidades van a ser distintas.

En las noticias ya casi no se habla de ello, como si ultimar las compras navideñas fuera lo único que merece la atención de los vieneses durante estos últimos días de adviento. En los anuncios de champán, los actores siguen celebrando la vida como si nada; los usuarios de Instagram han dejado de añadir el hashtag de homenaje a las víctimas en sus historias; todo el mundo hace planes para las fiestas navideñas sin plantearse siquiera que algo podría salir mal. Que la próxima vez podría tocarles a ellos.

Lea repiquetea el suelo con la punta del pie. Ocho días. Le quedan ocho días para convencer a su familia entera de que no acudan a la misa del gallo este año. Solo de pensar en la iglesia se le hace un nudo en el pecho. Fija la vista en la pantalla que indica el recorrido del tranvía e intenta relajar la respiración. Ya se le ocurrirá algo. Lo que sea para evitar el riesgo de ser víctimas de otro atentado islamista.

Llegan a Dr. Karl Renner-Ring y Lea recita en un susurro el sonsonete de la voz mecanizada que anuncia la última parada. Se sabe de memoria todas las opciones de trasbordo a otras líneas y se ha acostumbrado a repetirlas en voz alta, para tener la mente distraída y olvidar el miedo de encontrarse en una de las plazas más concurridas de Viena. Baja del vagón con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos y otea a izquierda y derecha por encima de la bufanda. El resto de pasajeros le pasan rozando por los lados sin levantar la cabeza del móvil, ajenos a la amenaza latente que podría estropearles para siempre las navidades. O a sus familias. Un escalofrío le eriza los pelos de la nuca y se sobresalta con el chirrido del tranvía que se aleja. Las autoridades han prometido duplicar los contingentes de vigilancia desde el suceso en la sinagoga. Pero hay mucha más gente de esa suelta por ahí, y Lea lo sabe.

Sacude la cabeza y se une deprisa al torrente de gente que baja hacia la boca del metro. Siempre ha detestado las masas en lugares públicos, pero este es el camino más rápido a casa y no tiene tiempo que perder. Además, según su terapeuta le conviene enfrentarse a sus miedos, en lugar de evitar el transporte público y no participar en las fiestas locales. Pero ir a la iglesia en Nochebuena es harina de otro costal. Tiene que hablar ya con su madre. Y si quiere ganarse el apoyo de sus hermanos debe preparar bien el terreno; es decir, atiborrarlos de ensalada de patata y queso fundido hasta que se les pasen las ganas de discutir y le den la razón cuando hable con el resto de la familia. Lea se ríe bajito al imaginarse a Jonas tumbado en el sillón con una mano en la barriga y el rostro satisfecho. Eli será más dura de roer, pero Lea ha reservado para la ocasión un Riesling de alta gama que le regalaron por su cumpleaños y confía poder ablandar así la fijación católica de su querida hermanita.

Ya está dentro del metro. Cierra los ojos y se agarra con fuerza a la barra del lado de la puerta. Cada sacudida supone un retortijón de estómago para Lea. Por lo menos hoy no falla la electricidad ni parpadean las luces. La última vez que se paró el tren en medio del túnel casi le da un ataque de ansiedad. Suerte de la señora que la tranquilizó diciendo que si fuera un atentado los terroristas ya habrían sacado las pistolas. Lea inspira hondo, abre los ojos y juega a imaginarse la historia de los pasajeros que la rodean. Dos chicos comentan con ilusión algo que ven en el móvil del más rubio, que va pasando la pantalla hacia abajo con el dedo y de vez en cuando da un brinco entusiasmado. El otro parece más tímido, con una mata de pelo que le cubre la frente, pero ante la reacción de su pareja no puede contenerse y le besa en la mejilla. Probablemente están decidiendo qué muebles quedarán mejor en el salón color calabaza del piso donde se acaban de mudar. Lea sonríe, y se fija en la niña de mirada curiosa que hace rato que observa la pareja desde el asiento opuesto. A juzgar por el ceño fruncido de su madre, acicalada y cargada de bolsas con regalos navideños, cuando llegue a casa le pondrá Blancanieves para que la pequeña se olvide enseguida de que no todas las princesas llevan vestido.

Lea sacude la cabeza con reprobación ante tal gesto de intolerancia y se da cuenta de que casi han llegado a Rochusgasse. Y no ha pasado nada. De momento. El metro se detiene en la parada y Lea se apresura hacia las escaleras. Tiene un chico delante que apenas lleva abrigo, con una mochila medio vacía colgada del hombro y la piel oscura. Lea se aparta un par de metros. Y ese, ¿no debería volver a Irak o adonde sea para pasar las Navidades? Algún motivo tendrá para quedarse en Austria, y seguro que no es nada bueno. Lea se estremece y reza por sentir el aire fresco de la calle en la cara. Cuando ve las primeras luces de la calle respira aliviada. A salvo. El chico se aleja sin mirar atrás. Puede que en la mochila no lleve nada más que comida congelada para la cena de hoy, que se tomará solo mientras mira algún video de YouTube en el móvil. Igual que en Nochebuena. Sin nadie a quien contárselo.

Lea se pone en marcha con un sabor agrio en la boca. ¿Por qué sigue dándole vueltas al asunto? Ella no tiene la culpa de ser afortunada por tener una familia con la quien contar. Además, sus hermanos llegarán en media hora y aún tiene que preparar la fondue y poner en frío el vino.

En efecto, Jonas se presenta tan puntual como siempre y le ayuda a preparar los palitos de zanahoria y el humus casero mientras escuchan de fondo la lista de villancicos del año que propone Spotify. Cuando suena el timbre de nuevo, Lea se suelta riéndose del abrazo danzarín de su hermano y abre la puerta emocionada. La carcajada se le congela en los labios. Eli no ha venido sola. Medio escondido detrás de su sonriente hermana, un chico de tez oscura la observa impasible. Lea traga saliva. Se parece demasiado al iraquí del metro.

Lea apenas pronuncia palabra durante la cena. La nueva pareja de su hermana resulta ser de lo más agradable y enseguida se entiende con Jonas, que antes de empezar derecho quería dedicarse al mundo de la música electrónica y lo bombardea a preguntas entre bocado y bocado. Kaleb explica con voz paciente en qué consiste su trabajo como mezclador, y a Lea no se le escapan los ojitos enamorados de Eli, que de vez en cuando deja su copa sobre la mesa y se arrima un poco más a su chico. Les cuenta ilusionada lo rápido que ha fluido todo desde que coincidieron en una sesión de yoga de la uni, hace un par de semanas. Lea frunce el ceño y se pregunta en silencio si no es demasiado pronto como para traerlo a casa. A su casa, para más inri.

Cuando ya solo quedan un par de trozos de tarta y Kaleb se sirve el último trago de vino, Jonas se levanta para recoger la mesa. En la cocina, Lea mete los platos en el lavavajillas de forma automática, y solo se detiene cuando nota las manos de su hermano en los hombros. La mira con semblante preocupado, y Lea sabe que no va a poder retrasar mucho más la conversación.

—Eh, ¿reunión familiar y no se me ha avisado?

Eli guarda el rollo de cocina en el armario y se sienta de un saltito en la encimera. Lea baja los ojos.

—No, bueno, quería hablaros de Nochebuena, pero mejor cuando estemos los tres solos.

Eli frunce el ceño.

—¿Qué es tan importante que no puede escucharlo Kaleb?

Lea aguanta la mirada reprobadora de su hermana, inspira profundamente y confiesa en un murmullo casi inaudible su deseo de quedarse en casa por Navidad. Jonas suelta una carcajada y le frota la nuca con ternura.

—¿Se te han pasado las ganas de ir a misa, hermanita?

—Pero ¡es parte de la tradición! —salta Eli—. Abrigar a la abuela hasta arriba, cantar villancicos por el camino y tomar vino caliente al salir de la iglesia. Incluso a Kaleb le hace ilusión acompañarnos, aunque no sea creyente. —Los dos hermanos mayores se tumban a mirarla. Eli se encoje de hombros—. Claro que pienso invitarle, chicos. Kaleb es mi novio.

Entonces, el aludido entra también en la cocina con los cubiertos en mano y pregunta exhibiendo una sonrisa impecable si Eli les está contando sus virtudes. Ella se ríe fuerte y le planta un beso en los labios. Lea les da la espalda y se dirige a Jonas con la expresión muy seria.

—No podemos ir este año a la iglesia, Jonas. En serio. Es peligroso.

—No será esto otra de tus paranoias, ¿verdad, Lea? Creía que te estaba ayudando hablar con la terapeuta esa.

Lea sacude la cabeza con vehemencia e ignora la pregunta de Eli a sus espaldas, que quiere saber de qué peligro está hablando.

—No es ninguna paranoia, Jonas. Londres, Hamburgo, París, Niza; y ahora aquí. ¡Están por todas partes!

—¿Quiénes están por todas partes?

Lea aprieta los labios y mira a Kaleb de reojo.

—Ellos.

—¿Perdona? —Eli la coge del brazo y la gira bruscamente hacia ella—. ¿Se puede saber de qué estás hablando?

Lea se suelta de un tirón. Tiene la cara roja.

—¡De los terroristas! ¡De los musulmanes y los yihadistas que nos invaden y destrozan nuestras familias! ¿Es que no os dais cuenta? Viena está cada vez más llena de inmigrantes y nadie se molesta en comprobar si tienen tendencias extremistas.

Eli suelta una carcajada cínica.

—Estarás de broma, supongo. Nos está vacilando, ¿verdad? —Se dirige a Jonas con el tono de voz cada vez más alto—. ¿Está metiendo a los inmigrantes en el mismo saco que a los yihadistas?

—Yo no he dicho eso. Es solo que…

—No quiero escuchar ni una palabra más. —Eli lanza una mirada helada a su hermana antes de salir de la cocina—. Kaleb, nos vamos. No vaya a ser que hagas estallar el piso o algo por el estilo.

El golpe de puerta deja paso a un silencio seco. Lea crispa los puños y se afana por contener las lágrimas. Jonas sacude la cabeza.

Desde luego, van a ser unas Navidades muy distintas.

Nochebuena

El tranvía la deja a unos quince minutos de casa de su madre.

Lea se ha puesto las deportivas para hacer el resto del camino andando. Se ha retrasado un poco, seguro que ya están todos esperándola hambrientos cuando llegue. Un escalofrío sacude el cuerpo de Lea al recordar la última vez que vio a sus hermanos. Respira hondo y acelera el ritmo para combatir el frío que empaña Viena con una niebla mística. Qué bonita es su ciudad bajo el alumbrado navideño, piensa orgullosa.

Mientras recorre el camino de gravilla que cruza el jardín delantero, Lea repasa mentalmente los propósitos que se ha fijado para tener la noche en paz. Atisba a través de la ventana la camisa chillona de Jonas cerca de la mesa de los entrantes. Cuando han hablado por teléfono esta mañana, su hermano le ha hecho prometer que no mencionará ese absurdo miedo suyo de ir a la iglesia. Lea da un par de saltitos y sacude las manos para expulsar la negatividad. Ensaya una sonrisa y toca el timbre deseando que sea su madre quien le abra la puerta, aunque aún está un poco resentida con ella. No se esperaba que invitara a Kaleb sin comentárselo antes.

—Mi preciosa sobrina número dos, ¿cómo estás, tesoro?

El abrazo de su tío le infunde un torrente de energía y entra en casa cogida de su cintura. Enseguida oye los gritos de los niños trotando sobre sus cabezas: su prima también ha llegado. Deja el abrigo en el perchero, se descalza y sigue a su tío hasta el comedor. La hermana engreída de su madre se ha apropiado del sillón de la esquina, Jonas conversa con el marido de su prima sin perder de vista los canapés y la abuela observa risueña el intercambio de caricias mal disimuladas que tiene lugar en el sofá. Lea reprime una nausea.

—Qué bien, mira quién ha llegado. —El sarcasmo de Eli, sentada junto a su novio, desata un torbellino de rabia en el pecho de Lea. Se muerde los labios—. Te gustará saber que todos han aceptado de maravilla que Kaleb celebre la Navidad con nosotros, a pesar de ser musulmán. ¿Verdad, abuelita? A ver si te sirve de ejemplo su tolerancia, Lea.

Su madre entra en aquel momento al comedor y la rescata poniéndole un bol de ensalada entre las manos antes de darle un beso sonoro en la mejilla.

—Qué bien que hayas llegado, cariño. ¿Te importa ir a buscar a los sobrinitos arriba? La cena ya está lista.

Lea asiente, consciente de los ojos críticos de sus familiares puestos en ella. Coloca la ensalada sobre la mesa en silencio y, antes de salir del comedor, dirige una mirada fugaz al rostro oscuro de Kaleb, que la observa desde el sofá con la expresión serena y apacible. Como si no le guardara rencor alguno por desconfiar de él. Y aun así, Lea no puede evitar sentir un escalofrío.

La misa del gallo

El cura levanta los brazos y su hábito rojo se abre como si quisiera absorber a todos los presentes. Dan las doce, todo el mundo se levanta de los bancos de madera y los cánticos al niño nacido reverberan por la majestuosa bóveda de piedra. Lea se balancea hacia delante y hacia atrás, mueve los labios sin escuchar los cantos y repasa las caras alegres de los feligreses que tiene más cerca.

Aparte de su prima y los niños, el resto de la familia de Lea se ha unido a la comitiva liderada por su madre para ir a la iglesia. Mientras esperaban que se hicieran las once, han cantado villancicos para mantener despierta a la abuela y se han hartado de turrones. Por el camino, a Lea le da tantas vueltas la cabeza que ha tenido que apoyarse al brazo de su tío. Se ha pasado toda la cena rellenándose la copa de vino, incapaz de soportar sobria la risilla orgullosa de Eli ante los elogios de su madre hacia Kaleb por haber conseguido vete a saber qué éxito laboral. A los sobrinos también les caía la baba cuando se ha puesto a entonar algo parecido a una canción en su lengua materna. Árabe, supone Lea. Tampoco se ha molestado en preguntárselo.

Cuando el cura baja los brazos, su hermano le pellizca el brazo y le susurra al oído:

—¿Lo ves, paranoica? Te dije que no tenías por qué preocuparte. Los terroristas tienen mejores cosas que hacer en Nochebuena.

—Los islamistas no celebran la Nochebuena.

Pero su murmullo queda eclipsado por el estruendo de una traca de petardos que acaba de estallar detrás del altar. Los cohetes salen disparados hacia el techo, el ruido de los silbidos y detonaciones se mezcla con los gritos de la multitud atemorizada, los cristales de las vidrieras caen como una lluvia diabólica sobre las cabezas de los creyentes. Lea nota cómo la angustia le sube por el esófago. El caos se apodera de la iglesia, convertida en una discoteca de los horrores.  La gente se empuja para salir, algunos corren y golpean a su paso a los ancianos desamparados. Su madre la apremia clavándole el codo en la espalda, pero Lea está atrapada entre las filas de bancos y el torrente de abrigos que abarrotan el pasillo. Respira hondo y repite en un susurro el mantra que le enseñó la terapeuta para momentos de estrés: «Todo está en tu cabeza», e intenta ignorar los chillidos asustados de los niños y el olor a pólvora que empieza a saturar el aire.

Los petardos siguen detonando. Alguien tira de su manga y se encuentra de pronto entre la multitud del pasillo. El mareo aún le enturbia los sentidos, oye la voz alarmada de Jonas pero no consigue verlo, tiene la sensación de estar aspirando ceniza y se pone a toser. Entonces estalla la traca final y un montón de cohetes de luz blanca iluminan la nave barroca en medio de un estrépito infernal. El resplandor le permite distinguir el rostro de Eli a su derecha, y Lea intenta abrirse paso hacia ella con las manos tapándose los oídos.

Cuando terminan las explosiones, el eco tarda unos segundos en disiparse y deja paso a un silencio turbio. Un niño llora, la gente sigue avanzando, ahora con menos prisa, hacia las grandes puertas de roble. Una corriente fría entra por las vidrieras rotas y apaga las últimas velas. De pronto, se oyen carcajadas. Lea se gira hacia el altar y ve a dos siluetas cruzando la oscuridad. Son dos chicos jóvenes. Blancos. «¡Inocentes de Navidad!», grita el más alto, y las risas diabólicas vuelven a cortar el aire antes de desaparecer hacia los aposentos del cura.

La multitud se desata en insultos y exclamaciones indignadas. Lea percibe la presencia de alguien muy cerca de su cara. Es Kaleb. Se aparta de un salto, pero él le sonríe con una expresión angelical y murmura:

—Parece que no hace falta ser musulmán para provocar el caos, ¿verdad?

Gemma Muñoz Brugués

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