Un coche, útil pero un objeto a fin de cuentas, puede sumirnos en todo un duelo una vez lo vendemos después de varios años en su compañía. O es al menos lo que le ha ocurrido a Pedro Benengeli, que comparte con nosotros este estimulante texto filosófico que parte de citada venta de su automóvil y acaba por profundizar en los meandros de la condición humana.
Luto
Nunca creí que se le pudiera hacer duelo a un coche. Y sin embargo, cuando esos dos árabes (padre e hijo) se lo llevaron después de darme algunos billetes verdes, me quedé sorprendido, casi indiferente, pero sentí que me iba invadiendo un vacío indefinible, una especie de dolor que pugnaba por hacerse paso a través de mi impasibilidad. Poco después todo a mi alrededor había perdido un poco de sentido, como si el suelo de Tiergarten que pisaba temblara un poco o ya no existiera, y hubiera podido caer así engullido por un frío sideral, por una especie de infinito sin fondo. Esa fue la primera fase, cuando contemplaba la pérdida que pude haber impedido y que permití, como si de nuevo me arrastrara una fuerza extraña que siempre —me parece a mí— me obliga a hacer lo que no quiero.
Ahora comprendo mejor a Kierkegaard, cuando cuenta que cargaba con un sentimiento de culpa por la posibilidad que nunca se realizó, por la otra posibilidad, esa que supuestamente nos hubiera dado la felicidad, la plenitud, el amor. Porque ciertamente siempre se trata de amor; amor por un coche, en este caso, que me ha acompañado ocho años de mi vida, que ha obedecido fielmente a mis impulsos corporales y con el que me he arriesgado a velocidades sorprendentes. Qué decir de la música que escuché en él durante largos viajes, de las cintas en inglés de Allan Watts y de las innumerables conversaciones, risas y emociones que he sostenido en su interior con cientos de personas. Ocho años y casi doscientos mil kilómetros, se dice pronto, y por eso estoy triste, por eso se abatió sobre mí la depresión con una noche sin sueño.
No es el primer luto que he visto ni, supongo, será el último, pues me parece a mí que la vida consiste en una sucesión de duelos entre los que se han dado algunos periodos de paz indiferentes —me suena a la Historia de Europa—, y que cuando estos últimos ya no son soportables, hemos buscado de nuevo el dolor. Ni siquiera sabíamos que amábamos, y solo la pérdida de lo amado nos ha revelado lo profundo del vínculo, el desgarro, la separación violenta y hasta sangrienta en la que parece se hubiera desprendido una parte de nuestro ser. Lloro por mi coche como lloré en miles de ocasiones por una mujer que no alcancé a amar porque amaba demasiado, por un amigo que perdí para siempre arrastrado por la muerte o por el desencuentro, que se parecen, por un camino que no emprendí al elegir otro y arrepentirme, desesperado, de no poder empezar de nuevo. No se puede volver atrás, pues la vida siempre avanza mediante el desprendimiento, el desgarro y la separación, y nunca te da una segunda oportunidad. La vida es dejar atrás experiencias que ya están un poco muertas desde que las vivimos, pero que se sostienen ilusoriamente en el recuerdo. Hay que resignarse a la pérdida, a no haber trazado nunca aquellos senderos por los que quisimos transitar, porque se abrieron otros. Queda la añoranza, la frustración y el paso de los años, que lo difumina todo. Al final solo quedarán cenizas, pero viviremos; si polvo, polvo enamorado. Y cada vez que establecemos un vínculo, somos hijos o los tenemos, nos acostumbramos a alguien o aceptamos finalmente que la vida en compañía, a pesar de las dificultades, es más soportable que la vida en soledad (interior), nos tendemos una trampa mortal, nos preparamos sin duda para el sufrimiento que encierra la transitoriedad del consuelo.
Una de las decisiones más terribles que guardo en el fondo de mis memorias concierne a la duda que me acompañó durante un mes de angustia y espera en mi último año de estudiante. Al final, casi prefieres que las circunstancias decidan por ti, que te saquen del infierno del pro y el contra, del contra y el pro, tratando de atisbar lo que nos ha de traer el futuro. No se puede saber lo que trae el mañana, por eso todas la decisiones son buenas: Every decision is a good decision, me decía Graham en Turtle Beach, y entonces lo comprendí. Eso, sin embargo, no te salva del dolor que te queda tras la disolución del vínculo, de la resaca profunda que nos va dejando el hecho de vivir, que también nos envejece. Ese mes de angustia, por si alguien lo quiere saber, consistía en decidir entre dos posibilidades de beca para ir a Alemania: una era la tranquilidad del próspero capitalismo bávaro mediante un puesto de asistente de Lengua Española en la satisfecha Múnich, la otra era la severidad del austero mundo socialista representada por la Universidad Humboldt de Berlín, donde me hubiera dedicado a traducir literatura del llamado “realismo socialista” en vez de ayudar pobremente con las clases de español en los Gimnasien muniqueses. Pagué un año entero de depresión por aquel arrepentimiento —que quedaron plasmados en unos pocos “poemas negros”—; era muy joven y pensaba ilusoriamente que se podía deshacer el pasado, que podía desdoblarme en aquel que pude ser y que no fui. El que soy es un producto de todas estas experiencias, buenas o malas y, a pesar de que ahora peco de prudente —todos los experimentados lo somos—, aún me duele que se hayan llevado mi coche de una manera tan brusca, sin preparación, sin que me dieran tiempo a despedirme propiamente, como un ladrón que entra en tu casa y te roba un ser querido, como la muerte que te sorprende.
Aquellos amores adolescentes, todavía un poco vírgenes, nunca se realizaban del todo y alcanzaban cotas de pasión inimaginables hoy en día. Con qué capacidad de sufrimiento salimos de la infancia, y todo para poder amar sin concesiones, para meternos en la boca del lobo. ¿Tiene que ser así? Probablemente, pero esta noche de insomnio yo me he levantado para darle curso a unos pensamientos dolorosos por la brusca pérdida de mi coche o por cualquier otra pérdida, que todas las pérdidas se confunden en una y nos hacen tocar fondo, para que nos acostumbremos poco a poco al sabor de la tierra. Y así, en aquellos años de internado me pasaba las horas solitario y taciturno, entre libros y ensoñaciones que me libraban de tomar decisiones. La fantasía siempre es más placentera que la realidad, sobre todo porque la puedes moldear a tu antojo, tal y como si fuéramos dioses. Unamuno hasta juega con su personaje en Niebla, personaje al que baja a visitar un momento desde el trono de su creación. Juegos literarios, vanidad de vanidades, deseo de sorprender, de asombrar, de admirar. Porque no hay límites para el espíritu, sea este humano o santo, natural o artificial. No hay límite para la creación, sea esta literaria o de la naturaleza. La creación da la vida, pero también la toma, para lo que sin duda hay que pasar estos momentos de luto por una persona, por un animal o hasta por un coche. ¿Qué sería de la vida sin el duelo?
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