Al poco de mudarme a París tuve un serio contratiempo doméstico. Yo vivía entonces en un apartamento, propiedad de mi amigo Marcel, ubicado en la calle Saint Germain, en el Barrio Latino. Una mañana, nada más despertar, me dirigí a la cocina con la intención de preparar el desayuno. Para mi sorpresa descubrí que había una fuga de agua en el grifo del fregadero. Moviéndome con la destreza de un pato, atravesé el suelo empantanado hasta llegar al grifo. Quise arreglarlo con la única herramienta que tenía a mi disposición: una llave inglesa. Lo cierto es que nunca he sido un tipo habilidoso en estas tareas. No es de extrañar, pues, que lejos de arreglar la avería tan solo consiguiera agravarla. La tubería, como era de esperar, acabó por reventar. El agua en estos casos es tan escandalosa como la sangre cuando fluye a borbotones.
Hay que dejarse de remilgos, me dije. Y salí de casa como una loca en medio de un ataque de pánico. Pulsé con ímpetu todos los timbres con los que me topaba, pero para mi desgracia nadie acudía a socorrerme. Finalmente, un vecino al que no había visto antes hizo acto de presencia.
Era un hombre de mediana edad, algo entrado en carnes. Tenía barba espesa, ojos azules y el pelo muy moreno y ondulado. Vestía un albornoz a cuadros –ahora no recuerdo los colores.
–¿Qué ocurre? –preguntó con serenidad.
La agitación me impedía articular una sola palabra. Señalé con un dedo el interior de mi vivienda. El hombre entró rápidamente y examinó la situación con un vistazo apresurado.
–¿La llave de paso?
–¿Cómo?
–¡La llave de paso! –exclamó–. ¡Bah, miraré yo!
La encontró, después de buscar por todas partes, en la terracita de la cocina. Suspiró cuando cerró aquella dichosa llave, de la que yo no tenía hasta entonces la menor noticia de su existencia.
La efusión de agua se detuvo al instante.
–¿Se encuentra bien? –me preguntó.
–Sí… Eso creo –respondí avergonzado.
Sonrió.
–Me llamo Pierre.
–Encantado –dije, y estreché aquella mano tendida. No por grosería sino por torpeza, olvidé identificarme.
–Las cañerías son muy viejas. –Al ver que yo era incapaz de reponerme, añadió sonriendo–: Respire, hombre. Vengo ahora mismo.
Un par de minutos después regresó con una pesada caja de herramientas.
Mientras un arremangado Pierre arreglaba la avería, yo recogía el agua con una fregona. Media hora después todo había vuelto a la normalidad.
–¡Ya está! –dijo con orgullo.
Aproveché para excusarme por mi conducta. Le conté que mi amigo Marcel me había prestado su casa hasta que yo encontrara trabajo. Entonces alquilaría mi propio piso. En una zona mucho más modesta, eso sí.
–No quiero ni pensar qué hubiera pasado de no ser por su ayuda. –Pierre volvió a sonreír–. Déjeme invitarle a desayunar. Es lo menos que puedo hacer.
Asintió con la cabeza.
Estuvimos charlando durante más de una hora. Su conversación era de lo más agradable. Se mostró muy interesado por conocer qué tal me iba en París. Quería saberlo todo, qué hacía allí, qué tipo de amistad me unía a Marcel, cuáles eran mis objetivos en la vida, todo. Un tipo de lo más campechano. Por su parte, no ahorraba datos sobre su persona. Divorciado por tercera vez, vivía con un encantador gato –lo dijo con esas palabras– en el 4.º B, donde uno podía disfrutar “unas vistas estupendas a la catedral Notre Dame”. Viajero insaciable, políglota y aficionado a los deportes, tenía una hija de mi edad que estaba haciendo un máster de Economía en España (y pronunció Es-paaa-ña como mucha intención, tratando, creo, de despertar mi instinto patriota). Era propietario de un flamante Mercedes-Benz que guardaba en un garaje cercano.

Me gustó Pierre. Un hombre con sentido del humor. Temperamental e inteligente. Para él la vida no tenía nada de trágica. En definitiva: el típico epicúreo encantado de haberse conocido.
Yo que empezaba a coger confianza me permití incluso el lujo hacer alguna broma aislada, algo que él supo apreciar.
–Es hora de irme. Se ha hecho muy tarde –dijo cortésmente aprovechando un silencio. Me costó imaginar que aquel hombre hubiera estado sujeto alguna vez a la tiranía de los horarios–. Tendrás que hacer tus cosas –concluyó.
Lo cierto es que “mis cosas” no existían. Me encerraba en mi estudio a pintar y a leer libros. Mi única actividad consistía en pasear por las calles de París o visitar el Museo Nacional del Louvre. Inconscientemente, había dejado ya de buscar empleo, si acaso lo había intentado en serio alguna vez.
En el momento de despedirnos en el umbral de la puerta, sucedió algo extraño. Justo cuando se disponía a marcharse, tras darnos de nuevo la mano, Pierre pareció recordar algo.
–Ah –dijo–. Solo una cosa. En este edificio los vecinos somos solidarios, nos encanta hacer favores. Pero, por favor, ¡no vuelva a llamarme para arreglar un maldito grifo! He trabajado toda mi vida como ingeniero hidráulico y espero desarrollar mi trabajo en obras de mayor envergadura. Tengo una imagen que mantener.
Yo secundé su broma con una sonrisa. Una sonrisa que se quedó helada cuando Pierre dio a entender con una mirada grave que no estaba bromeando. Me dio la espalda y se marchó. Cerré la puerta y me tumbé en el sofá para analizar ese último suceso. Durante todo el día no pude esquivar la idea de que me había comportado como un perfecto estúpido.
Casualmente, empecé a coincidir con Pierre en el ascensor. Siempre iba elegantemente trajeado, con una cartera de piel en la mano. Muy rígido, con aire de merecida superioridad, se limitaba a decirme hola y adiós, y siempre, eso sí, después de que fuera yo el primero en saludar.
A su hija la conocí poco después. Había acabado su máster en Es-pa-ña con éxito. Una mujer atractiva y con clase. Y nada engreída teniendo en cuenta su estatus social. Yo me preguntaba si su padre le habría contado algo de mí.
Una noche, tiempo después, sonó el timbre de mi casa. Era Pierre.
–¿Puedo pasar? –preguntó abatido.
–Sí –dije tartamudeando. Todo lo más que se puede tartamudear una palabra monosílaba, claro.
Se sentó en el sofá y, antes de que me diera tiempo a ofrecerle una taza de café, dijo con la cabeza entre las manos.
–Mi hija se ha ido para siempre.
Ahora Pierre no actuaba con la campechanía que exhibió el primer día, ni tampoco con la autosuficiencia con la que se comportó después. Era, simplemente, un hombre acabado.
Pero su hija, me constaba, no se había ido a ningún lado. De hecho, Pierre y ella vivían juntos. Pero él se quejaba de que en los últimos meses se habían distanciado. Y sin motivos aparentes.
–Está rara, no me habla, llega a casa a altas horas de la madrugada, apenas conversamos ya… He perdido a mi hija. La he perdido…
Pierre estuvo sollozando durante una hora, tras la cual se marchó. Creo que no le fui de mucha ayuda, realmente no supe qué decir. Las mujeres son un misterio. Para Pierre. Para mí. Para cualquier hombre que se precie de serlo.
Cerré la puerta y me dirigí al estudio. Brigitte estaba sobre el colchón, mostrándose como una madona desnuda ante mis ojos.
Sonreía. Siempre sonreía cuando no debía hacerlo.
Tomé de nuevo el pincel.
–¿Qué le pasa ahora? –preguntó con desgana.
–No te muevas. Y no cambies de posición –advertí, malhumorado.
–¿No vas a contarme qué te ha dicho? –En el origen de su pregunta no había curiosidad. A lo sumo, malicia–. Estoy cansada… ¿Puedo vestirme ya?
–¡NO!
–¿A qué viene esa agresividad?
–No estoy agresivo…
–…
–Dice que te ha perdido. Que ya no le haces caso, que… Bueno, tú misma lo has escuchado, ¿no? Me he sentido fatal. Creo que deb…
–Pssss, calla –dijo sin dejar de sonreír. Se levantó y caminó hacia mí.
–¡Así no vamos a acabar nunca! –me quejé y lancé el pincel contra el suelo, muy irritado.
–Calla, viejo gruñón. Calla de una vez –insistió antes de estrecharme entre sus brazos.
Así que callé y me dejé abrazar.
(Y ahí empezaron realmente mis líos en París.)
Cuando el cuadro estuvo acabado, lo colgué en el salón, en la pared frente al sofá. Y por lo que a Pierre respecta, jamás ha vuelto a dirigirme la palabra.
«Mis líos en París» forma parte de la colección de relatos Un elefante en Harrods
Imagen: Pixabay
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