Reconocimiento (historia corta de Reinaldo Bernal Cárdenas)

El personaje narrador va caminando por la calle y descubre, a lo lejos, un tumulto organizado por un grupo de payasos. Su curiosidad, que viene a ser la misma curiosidad del lector, le anima a acercarse para saber de primera mano qué está ocurriendo…

Relato corto de Reinaldo Bernal Cárdenas: Reconocimiento

La ciudad se antojaba lenta, lívida y pegajosa. Si bien el sol no miraba ya de frente, el calor de la tarde no cejaba. Como no tenía nada mejor que hacer, me detuve a contemplar la singular escena que apareció frente a mis ojos a la distancia: era algo como un circo en plena calle, o lo que podría asemejársele. No obstante, a medida que me acercaba al gentío creciente, noté que no había magos, ni equilibristas, tampoco tañidos de tambor. Apenas si a todo lo largo de la alameda, una troupe ondulante de colores diversos parecía trazar olas de vistoso decorado sobre el concreto gris.

Frente al edificio de la administración pública, e inmersos en sus atavíos de comparsa, decenas de payasos se habían apostado. Lo cierto es que estuve tentado a dar media vuelta y alejarme; sin embargo, como seguía aferrado a la ilusión de que un espectáculo gratuito despejara mi aburrimiento, decidí aproximarme. Fue un fiasco. Cuando me deslicé entre los concurrentes, y me puse en primera fila, comprobé que los bromistas no estaban ahí para descubrir suertes ni malabares de jolgorio al público espontáneo de la calle. Ellos preludiaban la acción de agitar carteles de protesta y arengar a coro consignas laborales. Según escuché, no era la primera vez que reclamaban. Es más, prometían seguir haciéndolo habida cuenta del desdén mostrado por el ministerio a sus peticiones gremiales.

Tras marchar durante horas por las calles del centro, los payasos habían terminado aglutinados en ese lugar. ¡Vaya número!, me dije con algo de decepción.

Organizados como si fuesen insignes figuritas de colores en una vitrina de exhibición, aguardaban a que apareciera el funcionario del gobierno que, según les habían garantizado, iba a dar respuesta final a sus demandas (me enteré de los detalles por la gentil dama que tenía al lado).

Al paso de los minutos nuevos espectadores se acercaron a fisgonear, y reporteros locales, con idéntica curiosidad, dispusieron sus cámaras.

Luego de la fatigosa espera –la cual aprovecharon los cómicos para entretenernos con ocurrencias torpes y algarabías de jarana–, el empleado asomó. Los ojos de todos se volvieron hacia él. El círculo de gente que rodeaba a los artistas se desvaneció, los ruidos se interrumpieron y se abrió un pozo de silencio para oírle. La expectativa aumentó al mismo tiempo que el sol vespertino dejaba su regocijo y empezaba, como nuestro ánimo, a desteñirse. El pequeño hombre, buscando realce de estrado en el escalón más alto, se soltó con tono de discurso en la lectura de un abanico de papeles que traía en las manos. Alguien le proveyó un megáfono.

Cuando terminó, el júbilo colectivo detonó inesperadamente tornando ciertas las grandes sonrisas falsas pintadas en las caras, a la vez que devolvió la índole a aquella suerte de carpa improvisada.

Imbuidos por un ciego impulso de solidaridad, nos abrazamos con la dama. La gente aplaudió con suficiencia.

Al parecer, y tras años de infructuosos esfuerzos, los payasos –por fin– habían sido tomados en serio.

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