Nuestro colaborador Miguel Bravo Vadillo comparte con nosotros su cuento «El hallazgo», en el que desarrolla las vivencias de un personaje obsesionado con el cine, un hombre al que no le importaría convertirse en el protagonista de una fantasía cinematográfica».
El hallazgo (relato corto de Miguel Bravo Vadillo)
«Un sueño debe ser considerado como algo vivido».
Enrique Vila-Matas.
El llamado séptimo arte me ha proporcionado algunos de los momentos más gratificantes de mi vida: siempre me he sentido feliz delante de una pantalla de cine. El glamur de sus héroes y heroínas me subyuga hasta el estupor. ¡Cómo no amar la perfección de sus gestos, el brillo inextinguible de sus miradas! El cine es para mí una auténtica máquina del tiempo: un arte capaz de transportarme a la realidad de otras épocas y espacios gracias a la inmediatez de sus imágenes. Y es que el cine, con el poder de sus múltiples recursos, puede captar mi atención con diligencia y viveza, haciéndome partícipe de la historia que se desarrolla ante mí de manera espontánea y fluida. Es más, cuando leo novelas –y en esto importa poco si fueron llevadas o no al cine– siempre lo hago poniendo a sus personajes el rostro de los actores y actrices que me parecen más adecuados para el papel. Las películas, además, me han ayudado a imaginar con más facilidad los decorados donde los personajes de la novela (ese extraño mundo hecho solo de palabras) habitan y viven sus historias. Lo que quiero decir con todo esto, aunque quizá de una manera torpe y farragosa, es que, por encima de mi condición de escritor y lector, ante todo me considero un cinéfilo impenitente. Y si, además de cinéfilo, soy escritor, ha sido, no me cabe la menor duda de ello, por una suerte de fatalidad.
Quizá al lector de estas páginas le parezca que dramatizo demasiado, pero no exagero lo más mínimo cuando digo que hubiera preferido ser casi cualquier cosa antes que escritor. Y, por encima de todas ellas, me hubiese gustado ser personaje de cine. Han leído bien: he dicho personaje de cine, no actor. No me hubiese importado, claro está, ser escritor dentro de una película; después de todo, en el cine, las penurias que jalonan la vida de un escritor frustrado pueden dotar al personaje de un halo bohemio y hasta interesante, llegando incluso a inspirar afecto y compasión. En el mundo real, sin embargo, las carencias propias de un escritor sin éxito solo pueden acarrear a este toda suerte de pesares y complicaciones, hasta tal punto que su vida acabaría convirtiéndose en poco menos que una odisea desalentadora y patética. El cine, por tanto, me ofrece en todos los aspectos una realidad mucho más atractiva y emocionante que la propia vida. Y es que el conjunto de artes que confluyen en el buen cine satisface mi espíritu tanto desde un punto de vista estético como intelectual. Esta satisfacción viene reforzada, además, por una razón elemental: la vida no tiene sentido, el cine sí. El sentido, obviamente, se lo confiere el guión de la película. En cambio, la vida vendría a ser algo así como una película sin guión o, lo que es peor aún, con un guión completamente caótico y carente de lógica. Ya lo dijo Shakespeare: «La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido». Basta decir «película» donde él dijo «cuento», y la frase sigue manteniendo toda su dolorosa e incontestable verdad. Por eso mismo, la principal función del arte y, por consiguiente, también del cine es dar sentido a la vida. Así que no deben extrañarse ustedes lo más mínimo cuando les digo que, de ser posible, yo hubiera renunciado a eso que llamamos vida real para convertirme en el protagonista de una fantasía cinematográfica. Con ello, hubiese progresado de la penosa condición de escritor de carne y hueso a la mucho más sublime de personaje de ficción; y mi vida, por fin, gozaría de ese sentido que tanto anhelo y que se me escabulle por doquier.
En realidad, lo que hasta este punto les cuento tiene mucho más que ver con mi vida tal cual era hace un par de años que con mi existencia actual. Este extremo, sin duda, merece una explicación. Así que permítanme que, hecha esta breve introducción, les relate el excepcional y sorprendente suceso que viví por aquel entonces durante una visita que realicé a la ciudad de Cáceres, la de múltiples encantos. Les narro este hecho como podría narrar otros muchos que he vivido después de aquella primera experiencia tan arrebatadora y satisfactoria como no había experimentado jamás otra igual. Si elijo esta sobre las demás es solo porque fue la primera, la que inauguró, por decirlo así, la maravillosa cadena de sucesos que hasta el día de hoy han hecho de mí un hombre completamente nuevo y con una vida muy diferente de la que viví hasta entonces. Tal vez, en otra ocasión tenga la oportunidad de relatarles alguna experiencia más; las cuales, en su conjunto, darían para un libro completo. Todo dependerá de la acogida que tenga este primer relato y del interés que muestren las editoriales por publicar ese hipotético libro. Ya saben ustedes a qué me refiero.
Como decía, me encontraba en la cautivadora ciudad de Cáceres. Me había desplazado hasta allí para asistir al Festival Solidario de Cine Español, y durante los días que duró mi estancia me hospedé en uno de los hostales más baratos de la ciudad, pues el dinero que había conseguido ahorrar a lo largo del año anterior no daba para mayores dispendios. El plan que me había propuesto seguir era bastante sencillo: dedicaría las mañanas a conocer la ciudad, y las tardes y noches las emplearía en ver cine. Como soy amigo de la sencillez, y procuro evitar cualquier situación imprevisible, cumplí el plan a rajatabla. Poco sospechaba entonces que aquella última noche en la ciudad mi vida habría de dar un giro copernicano.
Tras ver la última película del festival, volví al hostal para meterme en la cama cuanto antes, pues quería dormir lo suficiente para emprender lo más descansado posible el largo viaje de regreso a mi casa. Pero debido a una insólita falta de previsión en mi proceder habitual, me había quedado sin somníferos; así que al cabo de una hora tratando de persuadir a Morfeo dándole algunos tragos de una petaca que siempre llevo conmigo, decidí salir en busca de una farmacia de guardia. Fiel a mi inveterada costumbre de mirar el cielo cada vez que salgo a la calle, advertí que este aparecía cubierto con amenazadoras nubes de tormenta. La temperatura nocturna, no obstante, era agradable, y la gente abarrotaba bares y restaurantes.
Gracias a los avances de las nuevas tecnologías, no tardé demasiado en encontrar una farmacia de guardia con ayuda de mi teléfono móvil. Ya en su interior, di las buenas noches a la joven que me atendió y le pregunté por mis pastillas para dormir favoritas. Por desgracia, el insomnio me pone de mal humor, y creo recordar que no contesté de muy buenas maneras a aquella señorita cuando me preguntó si no podía conciliar el sueño. La chica, sin embargo, quizá porque comprendió que había dicho una perogrullada, no perdió la compostura y, con toda la amabilidad del mundo, me dijo que no tenía la marca de somníferos que yo quería. En su lugar, me recomendó otros que habían salido hacía poco tiempo al mercado.
–Son mucho mejores que los que usted utiliza –dijo–, pero bajo ningún concepto debe tomar dos comprimidos a la vez ni mezclarlos con alcohol.
Pagué y me fui. Como me había dicho que no tomara dos pastillas juntas, eso fue lo primero que hice, ayudándome con un poco de saliva, mientras recorría el camino de vuelta al hostal. El plan (yo siempre lo planifico todo) era que las píldoras comenzasen a hacer efecto lo antes posible. Cuando entré en mi habitación, caí a plomo sobre el camastro. No recuerdo cuánto tiempo permanecí allí tendido antes de concienciarme de que no había nada que hacer: estaba claro que no iba a pegar ojo en toda la noche. Unos minutos después de haber tomado las dichosas pastillas, tenía la impresión de que no iba a llegar despierto hasta la cama; pero, ahora que estaba sobre ella, mis ojos permanecían tan abiertos como las puertas del infierno. No importa, me dije, saldré a tomar una copa y pasaré la noche lo mejor que pueda; siempre podré dormir mañana, durante el viaje en autobús. Persuadido por este simple razonamiento, salí de nuevo a la calle con la sana intención de divertirme un poco.
Ahora, el negro rostro del firmamento aparecía salpicado de mil pecas relucientes; sin embargo, la ciudad estaba desierta. ¿Dónde se había metido todo el mundo? Deambulé a la busca de algún rastro de vida, pero mis esfuerzos no dieron el menor fruto. Vencido por las circunstancias –como aquel que no envió sus barcos a luchar contra los elementos–, decidí volver sobre mis pasos. Apenas había caminado unos metros con esta nueva determinación cuando una extraña figura se cruzó en mi camino. Se trataba de una mujer que vestía una elegante capa negra, con cuya capucha cubría por completo su cabeza. Aun así, pude vislumbrar, cual luna llena que se mostrara entre las noctámbulas nubes de un cielo tenebroso, su luminoso y enigmático rostro. La visión duró apenas un segundo, tiempo lo suficiente para que un escalofrío recorriese mi cuerpo entero: ¡aquella mujer era la viva imagen de Gene Tierney!

Comprendo que a partir de aquí ustedes pongan en duda la veracidad de mi relato, pero insisto en recalcar que todo ocurrió tal y como lo cuento en estas líneas. Yo mismo no podía salir de mi asombro, y me pellizqué varias veces para cerciorarme de que no estaba soñando. Con el brazo dolorido, prueba infalible de mi desvelo, decidí ir tras ella tomando todo tipo de precauciones para no ser descubierto: incluso llegué a quitarme los zapatos para que el sonido que estos producían contra el suelo empedrado no me delatara.
La misteriosa mujer caminaba con una elegancia fuera de lo común; en cierto modo, parecía una figura fantasmagórica que se deslizara por el pavimento casi sin tocarlo. Y yo, exultante de emoción, y con un zapato en cada mano, la seguía como un espía de película. Sí, estaba emocionado hasta los tuétanos, porque desde que vi por primera vez, en mi ya lejana adolescencia, a Gene Tierney en su papel de Laura, el célebre filme de Otto Preminger, había convertido a la bellísima actriz en la protagonista de mis fantasías eróticas más inconfesables. Más tarde, ante su divinal presencia en El fantasma y la señora Muir, caí rendido a sus pies para siempre. De hecho, dediqué el argumento de mi primera y, hasta la fecha, única novela a relatar con todo lujo de detalles una sublime noche de amor entre sus brazos. El argumento de mi pequeña novela (apenas tenía ciento veinte páginas) era bastante simple: una especie de científico loco, con avanzados conocimientos en bioquímica, desarrolla en su laboratorio una sustancia que provoca sueños tan conscientes que parecen verdaderos (como si el durmiente se introdujera en una especie de realidad virtual que él mismo pudiese manipular a su antojo); tras algunas peripecias que no viene al caso relatar aquí, el protagonista de la novela –un alter ego del autor– toma dicha droga por error, y esa misma noche sueña que conoce a su actriz favorita de todos los tiempos, con la que pasa una loca noche de amor y pasión. La novela la titulé Una noche con Laura. Pero estoy seguro de que ustedes no habrán oído hablar de ella, porque, según me dijo mi editor, se vendieron muy pocos ejemplares (no sé cuántos, pero sí sé que no se molestó siquiera en pagarme derechos de autor). Para colmo de males, aquella novela me costó mi matrimonio. Mi exmujer (mi mujer, debería decir, puesto que todavía lo era cuando publiqué la novela) se puso tan celosa cuando la leyó que me pidió el divorcio. Poco importaba que Laura fuese un personaje de ficción o que estuviese interpretada por una actriz que había muerto hacía varias décadas, ya que, según Adela (que así se llama mi exmujer), si estaba enamorado de otra, aunque se tratase de un personaje de película, no podía estarlo de ella. Incluso llegó a proclamar a los cuatro vientos que yo era un enfermo mental, puesto que enamorarse de una mujer ficticia (el personaje) o, en el mejor de los casos, de una mujer que llevaba varias décadas muerta (la actriz), debía responder, según su infalible criterio, a algún tipo de desviación sexual, aunque ella no acertara a nombrarla.
Adela no parecía entender que yo no mantenía relaciones sexuales con un personaje de ficción, sino que era el protagonista de mi novela quien, en sueños –los sueños más lúcidos que el lector pueda imaginar, eso sí–, hacía el amor con aquella diosa del celuloide. Eso no quita, desde luego, que el protagonista de mi novela fuera un sujeto bastante parecido a mí mismo; es decir, un soñador empedernido que necesita evadirse a menudo de la atroz realidad de un mundo que está muy lejos de cumplir sus expectativas de amor, belleza y verdad (por expresarlo de alguna manera más o menos literaria). Como yo, mi personaje era también un cinéfilo, alguien para quien gozar de una ilusión –de un simulacro, si se quiere– de auténtica libertad por el módico precio de una entrada de cine es la mejor forma de escapar de la vida tediosa, rutinaria y hostil de todos los días. De hecho, si el protagonista de mi novela tuviese que elegir entre vivir en el mundo real o hacerlo en un mundo ficticio hecho a su propia medida, para él la decisión estaría clarísima: escogería vivir en el interior de una película o, mejor aún, en el interior de un sueño lúcido. Un sueño del que él mismo, además de protagonista, fuese guionista y director al mismo tiempo. Soñar le serviría, en ese caso concreto, para vivir conscientemente en una realidad paralela, una realidad forjada con el propio material de sus sueños.
Este es, grosso modo, el argumento de mi novela; un argumento profético a la vista de los acontecimientos que durante aquella noche tuvieron lugar y que ahora mismo continúo narrándoles.
Después de varios minutos de minuciosa persecución, mi idolatrada musa se detuvo ante la entrada del mejor hotel de la ciudad. Acto seguido, giró su resplandeciente rostro hacia mí y posó su fascinante mirada en mis ojos alucinados; entonces, con un delicado gesto de su mano izquierda, me pidió que fuera hacia ella. Obedecí al instante y rogué a los dioses que, si aquello era una fantasía de mi mente, no desapareciera jamás. Ya frente a la divinal aparición, creo que esbocé unas torpes palabras que, por fortuna, no recuerdo. Ella respondió con una sonrisa maravillosa, encantadora; una sonrisa como esas que dejaban embobados a Dana Andrews, a Tyrone Power o a Cornel Wilde. Antes de cruzar la puerta del hotel, la diosa se quitó la capucha y yo me puse los zapatos. Más tarde, en su habitación, sucedió lo que tenía que suceder.
Describir las habilidades de Laura en el arte del amor es algo que escapa a toda descripción plausible, o, al menos, es una tarea que desborda las bondades de mi pobre pluma (quizá por esta razón Una noche con Laura fue un auténtico fiasco, y nada más lejos de mi intención que repetir aquí los impúdicos e innecesarios detalles que ya narré en aquellas desconcertantes páginas). Solo puedo decir que jamás, hasta ese momento, había vivido entre los brazos de una mujer una noche tan espléndida como aquella; una noche que yo no quería que acabase nunca. Sin embargo, cuando desperté en la mejor suite del hotel, Laura –la espléndida Laura– ya no estaba junto a mí. Tras una insuperable noche de sexo mirífico y revelador, me negué a aceptar la idea de que mi amada hubiese aprovechado la complicidad de mi sueño profundo para escabullirse sin dejar rastro. Así que deduje, quizá guiado por mi vanidad masculina, que habría bajado al comedor para desayunar y recuperar así las fuerzas derrochadas durante los excesos amatorios de la noche anterior. Por supuesto, barajé otras opciones menos convincentes, o quizá menos halagadoras; pero me sentía tan aturdido que me resultaba difícil pensar con claridad. Mi único deseo era que no tardase en regresar a nuestro lecho de amor para continuar nuestra particular maratón de lujuria y desenfreno. Pero, como digo, mi estado anímico no era el más adecuado para hacer conjeturas: si quería pensar con algo de lucidez, antes debía asearme y tomar una taza de café.
Todavía somnoliento y con los ojos casi cerrados –la luz del sol inundaba la habitación con tal intensidad que apenas podía abrirlos sin que el dolor me cegara–, me encaminé como pude hasta el cuarto de baño. A tientas me desnudé y abrí el grifo de la ducha. Tardé en ducharme el mismo tiempo que en vaciar la vejiga, ni un segundo más; porque el agua no salía lo bastante caliente para mi gusto, quizás a causa de algún problema con la caldera. Recordé que lo mismo sucedía en el hostal en que me hospedaba. No era normal, sin embargo, que un cliente tuviera que sufrir este tipo de desavenencias en un hotel de cinco estrellas; pero en ese momento no le di demasiada importancia al asunto, pues no estaba dispuesto a que un banal contratiempo empañara mi felicidad. Poco después, sin embargo, me ocurrió algo extrañísimo: cuando intenté enfrentarme a mi reflejo, reparé en aquel espejo con borde de madera carcomida y algo estallado en el centro mucho antes que en la imagen de mi rostro asombrado. Solo entonces miré con concentrada atención a mi alrededor. ¡No podía ser cierto!: la similitud de aquel cuarto de baño con el de la habitación que había ocupado en el hostal durante toda mi estancia en la ciudad era tan sorprendente que sentí cómo mi corazón aporreaba el interior de mi pecho de un modo que, hasta entonces, jamás hube imaginado que fuera posible. Era como si aquel despavorido quisiera escapar de su natural habitáculo para examinar por sí mismo alguna especie de mundo inexplorado. Salí a toda prisa del baño, conteniendo con mi mano derecha los atropellados latidos del sobresaltado órgano, pero solo para descubrir, más atónito aún, que todo cuanto ahora aparecía a mi vista coincidía exactamente con la distribución y mobiliario de mi pequeño cuchitril en el hostal de marras. ¡Qué había sido de la lujosa suite del hotel! Y, sobre todo, ¡qué había sido de Laura! Apenas podía comprender nada. Entonces, fijé la mirada sobre la destartalada mesilla de noche: una petaca casi vacía y un frasco casi repleto de somníferos conformaban un bodegón de lo más decadente y esclarecedor. Pero mi decepción no duró demasiado. Después de todo, hasta ese momento mi único consuelo había consistido en crear mundos oníricos sobre un material tan frágil y deleznable como es el papel. Ahora, por fin, podía convertirme en el actor de mis propias películas. Así que sonreí complacido ante el fenomenal hallazgo.
Miguel Bravo Vadillo
Imagen: Pixabay
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