La siesta caliginosa había retenido a todos en sus casas. Bochorno y brisa escuálida, calor y sol desplomado sobre la tierra. Verano. En los campos de maíz, languidecían las hojas amarillentas como buscando morir de una vez por todas, ahí mismo, en esa tierra reseca, sin esperanzas ya de recibir la bendición del agua. Eran cultivos de secano, pero aun la poca lluvia anual había disminuido. El único surgente de agua potable de la zona estaba destinado a las necesidades de los vecinos, beber, limpiar, cocinar.
En el interior de esas casas, construidas con adobe, había una penumbra fresca. Las cortinas de las pequeñas ventanas moderaban la presencia de la luz solar. Siesta. En catres y camas la gente dormía. Alguna mujer golpeaba las sábanas enjabonadas contra una vieja tabla, para quitarles la suciedad. La tabla era, a la vez, mesa de almuerzo, superficie para la mateada y la charla, espacio para el juego de naipes dominguero, entre hombres.
Él había llegado años atrás al caserío –que no alcanzaba a ser un pueblo. No recordaban bien cuándo…
“Fue el año del eclipse”, decía uno. “No, fue cuando se incendió el maizal”, replicaba otro. Alguna mujer añadía: “Fue cuando lo parí al Juan, ¡me acuerdo clarito!”. “Yo ni me acuerdo…”, se oyó.
El hombre armó un refugio como vivienda, con cosas que encontró aquí, allá, y con otras que la solidaridad de los vecinos quiso acercarle: unas lonas, una chapa oxidada pero todavía útil, un catre de tiento desvencijado. En esa zona, cuando se recibía la gracia de la lluvia, al día siguiente el hombre debía sacar sus trapos a secar al aire. Los colgaba de las ramas del quebracho, el de tronco más grueso en los alrededores. Tenía una torsión formada en años. Debajo de ese quebracho el forastero afincado había armado su refugio.
Solo, sin familia, sin trabajo definido, hacía pequeñas ayudas en la siembra y en la cosecha del maíz. Con los pocos pesos ganados compraba su yerba, los fideos y alguna otra cosa en el almacén de ramos generales de el turco –como le decían–, un inmigrante que armó su vida allí.
Al hombre nunca se lo vio borracho. No era amigo del vino ni de la ginebra. Las lenguas decían que fabricaba su propio brebaje, fermentando los granos de maíz que masticaba y escupía después en una maltrecha tinaja de greda. Sin embargo no tenían pruebas de eso.
Nadie sabía si era capaz de leer y escribir. Hablaba poco, de manera tranquila. Y la gente se acostumbró a su presencia mansa.
No habría cosecha ese año… no eran vaticinios, sino resultados. Así es con las tierras de ‘secano’, dependen de la lluvia que manda la gracia de Dios. Y no fueron bendecidos esa temporada. Comenzaron a afilar las palas y a preparar arados. Había que ir trabajando el campo para la siguiente siembra; la tierra debía descansar y respirar…
Una tarde el hombre se acercó a los vecinos con los ojos muy abiertos, como de susto; caminando paso a paso, tambaleando un poco, como si estuviera aprendiendo a caminar. Estaba casi sin habla, menos aún de lo que solía ser su modo. Le acercaron una silla matera y lo ayudaron a sentarse. El lucero vespertino permaneció ignorado esa vez, la gente estaba pendiente del hombre. Por fin, vencido por las muchas preguntas, lanzó esta frase:
–¡¡Lo he visto!!
–¿Al puma? ¿Lo viste al puma?
–¡No! –replicó uno–. Estos días no anda el puma, debió ser el zorro bandido que acecha los gallineros!
–¡Déjenlo hablar, cállense carajo! –disparó otro, casi amenazante.
El hombre se levantó con lentitud y tomándose del respaldo de la silla dijo de una vez, con tantas palabras como nunca había dicho juntas hasta ese momento:
–He visto la cara de Dios… estaba allí en el tronco del quebracho donde vivo. Era pura luz, una cara lisita como cuero sobado. Nunca vi esos ojos, pero seguro eran los ojos de Dios… en esa parte no se veían las arrugas del árbol. Y después de un suspiro se oyó–. Él me perdonó…
Se instaló en el lugar un silencio apretado. Era tan serena la voz de ese hombre que no dudaron de lo que decía. Comenzaron a mirarlo de otra manera, con un respeto nuevo. Murieron las preguntas… nada más se atrevían a indagar.
Después de un rato se dispersaron rumbo a sus casas. Cada quien se preguntaba si verían también ellos el rostro de Dios en el mismo quebracho, más todavía, se preguntaban si Dios les haría conocer el perdón.
No hubo respuestas.
La tormenta nocturna llegó, inoportuna, cuando las plantas de maíz ya no tenían más vida. La borrasca duró casi toda la noche. Un rayo abrió en dos la oscuridad con su resplandor y partió en dos el quebracho abuelo.
El hombre amaneció muerto, tenía una casi sonrisa en la boca, ¿o era una mueca? Tal vez vio a Dios en el tronco del quebracho, no había cómo saberlo.
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