He seleccionado 5 microrrelatos para leer en clase o en un taller literario. Por supuesto que se pueden leer en cualquier lugar (en casa, en el autobús, en la oficina, en una cafetería), pero creo que estas narraciones ultrabreves encajan perfectamente en estos dos ámbitos, pues son sencillos de leer, efectivos y con calidad literaria, y lo mismo pueden estimular a lectores que no lo son como a aquellos que están tratando de hacer una obra literaria en narrativa breve.
Los autores escogidos son: Giraldus Cambrensis, Manuel Mejía Vallejo, Matías García Megías, Edwin Morgan y Ernesto Sábato.
Microrrelato de Giraldus Cambrensis: Revancha
El señor de Château-roux en Francia mantenía en su castillo a un hombre al que había castrado y cegado. Este hombre, a fuerza de prolongados hábitos, conocía de memoria los largos pasillos del castillo y los escalones que conducían a las torres. Aprovechando el hecho de que todos lo consideraban un inválido, puso en efecto su plan para vengarse. Subió a las habitaciones y tomó a su único hijo y heredero del gobernador del castillo, y lo llevó a lo alto de la torre, no sin antes pasar los pestillos de las puertas desde adentro, impidiendo el acceso a la escalera. Desde la almena de la torre llamó la atención de los que estaban abajo, y amenazó con lanzar al niño si no venía el gobernador de inmediato.
El gobernador del castillo llegó corriendo y, aterrorizado, procuró por todos los medios el rescate de su hijo, pero recibió por respuesta que eso sólo podría llevarse a efecto por la misma mutilación de las partes bajas, tal como el señor del castillo había infligido en él. El gobernador, luego de suplicar en vano por clemencia, finalmente accedió, e hizo que le fuera propinado un fuerte golpe en el cuerpo; la gente que presenciaba la escena irrumpió en gritos y lamentos, como si se hubiera mutilado.
El ciego le preguntó dónde había sentido el mayor dolor. Cuando el gobernador le respondió que “en los riñones”, dijo que era falso y amenazó con lanzar al niño. Al hombre se le propinó un segundo golpe, y aseguró que lo que más le había dolido había sido el corazón. El ciego expresó incredulidad y volvió a acercar al niño al borde de la almena. La tercera vez, sin embargo, el gobernador, para salvar a su hijo, realmente se castró; y cuando exclamó que el mayor dolor lo había sentido en los dientes, el ciego dijo: “Es cierto, como ha de ser creído un hombre que haya pasado por tal experiencia. Tú has vengado, en parte, mis heridas. He de enfrentar la muerte con mayor satisfacción, y tú no podrás ni concebir otro hijo, ni ser reconfortado por este acto”.
A continuación, se precipitó desde lo alto de la torre con el niño, y al caer al suelo se rompieron las extremidades y murieron en el acto. El señor del castillo ordenó la construcción en el lugar, por el alma del niño, de un monasterio, que todavía está en pie, y se llama De Doloribus.
Cuento corto de Manuel Mejía Vallejo: El tren
—¡Qué animal poderoso, qué animal! —dice el viejo, día tras día, sobre el cerro que domina la gran curva de la carrilera y un trecho de río bravo.
—¡Ese río! —me ha dicho, señalando la caída abismal—, siglos y siglos dándole a la tierra, un día de estos la parte en dos. ¡Fíjese cómo va de hondo!
Resuenan las aguas contra el roquerío, ahora el resonar se confunde con el chaque-chac-chaque del tren, que asoma por un repecho de la cordillera.
—¡Véale la trompa, cómo resuella y echa humo! —se solaza el viejo, a medida que el tren se deja ver entero. Y con preocupación:
—¿No lo nota cansado? Sí, últimamente camina distinto el tren, ¡chaque-chac-chaque!
Señala con ademán vago, más o menos circular, incómodamente.
—A veces sueño que soy tren, siento miedo al pasar aquel puente sobre el río. A veces amanezco cansado, ¡es dura la vida de un tren, se lo digo!
Resuella, casi habría humo y chispas en el viejo, vuelve a levantarse.
—Véalo, precisamente debajo de nosotros, las rocas tiemblan. Pasa bravo, pasa cansado y bravo el tren. Se lo digo yo, que he sido tren estos últimos cincuenta años.
Cuento ultrabreve de Matías García Megías: Las gafas
Tengo gafas para ver verdades. Como no tengo costumbre no las uso nunca.
Solo una vez…
Mi mujer dormía a mi lado.
Puestas las gafas, la miré.
La calavera del esqueleto que yacía debajo de las sábanas roncaba a mi lado, junto a mí.
El hueso redondo sobre la almohada tenía los cabellos de mi mujer, con los rulos de mi mujer.
Los dientes descarnados que mordían el aire a cada ronquido, tenían la prótesis de platino de mi mujer.
Acaricié los cabellos y palpé el hueso procurando no entrar en las cuencas de los ojos: no cabía duda, aquello era mi mujer.
Dejé las gafas, me levanté, y estuve paseando hasta que el sueño me rindió y me volvió a la cama.
Desde entonces, pienso mucho en las cosas de la vida y de la muerte.
Amo a mi mujer, pero si fuera más joven me metería a monje.
Cuento muy corto de Edwin Morgan: La sombra de las jugadas
En uno de los cuentos que integran la serie de lo Mabinogion, dos reyes enemigos juegan al ajedrez, mientras en un valle cercano sus ejércitos luchan y se destrozan. Llegan mensajeros con noticias de la batalla; los reyes no parecen oírlos e, inclinados sobre el tablero de plata, mueven las piezas de oro. Gradualmente se aclara que las vicisitudes del combate siguen las vicisitudes del juego. Hacia el atardecer, uno de los reyes derriba el tablero, porque le han dado jaque mate y poco después un jinete ensangrentado le anuncia: Tu ejército huye, has perdido el reino.
Microrrelato de Ernesto Sábato: Lenguaje
El lenguaje comienza siendo un simple gruñido para designar todas las cosas; luego se va diversificando y especializando; este proceso se llama enriquecimiento y es alentado por los padres y profesores de lenguas.
Pero cuando se llega a tener cien o doscientas mil palabras, se encuentra que el ideal consiste en expresarse con diez o veinte. El lenguaje del filósofo es muy reducido: objeto, sujeto, materia, causa, espacio, tiempo, fin y alguna otra más.
Si lo apuran mucho se arregla con una sola palabra, como apeirón o sustancia.
Es probable que el ideal de muchos filósofos sea terminar finalmente en el gruñido único y monista.
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