Cuento de terror de Pedro Benengeli

Pedro Benengeli, que ya ha colaborado en varias ocasiones con Narrativa Breve aportando algunos de sus cuentos cortos (“El bosque maldito”, “Creta”) o el texto filosófico «Luto«, nos ofrece hoy un relato de terror, Altenzaun, con un buen pulso narrativo de principio a fin.

Espero que lo disfrutéis.

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Relato de terror Altenzaun (de Pedro Benengeli)

Se sucedía un mar de mieses siempreverdes agitadas levemente por retazos de sol y brisa. Nubes volanderas surcaban el cielo en ese hermoso primero de mayo mientras el pequeño grupo, jóvenes y por lo tanto felices, surcaba en bicicleta la pista asfaltada a lo largo del dique. Al otro lado, de repente entrevisto desde una elevación, el Elba, poderoso, se extendía, manso en apariencia, por idílicas riberas surcadas de sauces, alisos, fresnos y abedules. El Elba que separó durante siglos germanos de eslavos, el Elba mil veces vadeado para incursiones de saqueo o de castigo entre tribus hostiles, entre francos y sajones, entre Napoleón y los prusianos, entre el ejército soviético y la Wehrmacht.

Una paz muy alemana en un día de fiesta, sin apenas encuentros al cruzar por pueblecitos silenciosos de perfectas casas ordenadas, limpias aceras y cerrados comercios. Algo, sin embargo, había en el ambiente que no resultaba normal, una sensación de inquietud que no casaba con aquella calma ni con el precioso día primaveral que habían escogido para la excursión. Algo amenazador que se reflejaba, hasta con dulzura, en las nubes de aquel cielo velazqueño.

Cuando llegaron al caserón de ladrillo visto, aún lucía el sol tibio que les había acompañado durante todo el recorrido, aún respiraban felices entre abrazos y parabienes. Katya los esperaba sonriente en el umbral de su casa. Cabellera rizada un tanto bereber y grandes ojeras bajo la movediza mirada, su cara levemente crispada y sus cambiantes expresiones de actriz consumada reflejaban una actitud más alerta de lo normal, más amable de lo necesario, más huidiza que las nubes reflejadas en el fondo de sus ojos, quizás lo único bello en su menguada figura.

La mansión era regia, grandes escaleras labradas en madera pulida llevaban hacia suntuosas habitaciones de cuatro metros de altura. Katya habitaba un par de ellas en el segundo piso, pero su distribución resultaba un tanto extraña.

—¡No, no dejes eso ahí! —gritó a Jürgen cuando quiso depositar su mochila en una especie de recibidor situado entre su habitación y el cuarto de baño—. Eso le pertenece a “ella”.

Obedeció. Antes tuvieron que cambiar las bicicletas de sitio porque, al parecer, la casera había protestado. Entre tanto, se preparaba un suculento almuerzo con lo que cada cual pudo aportar: rábanos, pepinos y tomates, una pera troceada, unas latas de sardinas y otras de arenques en crema, unos macarrones en salsa preparados y envasados de manera natural por su amiga Sabine (intransigente partidaria de lo “bio”), media hogaza de recio pan alemán que el mismo Jürgen se encargó de trocear, aceite de oliva, salsas, queso, mantequilla, un poco de lechuga, un bizcocho y natillas caseras de postre. Y para beber té, ni una gota de vino o cerveza, porque nada estaba abierto el domingo en esa fantasmal aldea alemana, y menos en plena epidemia.

La señora en el sillón, que sonreía con la boca abierta donde destacaban los lascivos labios, la cerosa faz y los rojizos cabellos revueltos, no les había llamado la atención más de lo necesario, excepto por las ropas extemporáneas del siglo pasado. Katya la presentó como der Hausgeist, es decir, el “espíritu” de la casa.

La comida fue alegre y, como la conversación derivaba hacia temas que no le interesaban, Jürgen decidió tomar las de Villadiego, lo que en su caso significa siempre desaparecer por su cuenta y riesgo para dar un paseo solitario, y además sin avisar a nadie. Una vieja costumbre heredada de los años de aislamiento y melancolía en Greifswald, seguramente. Se sentía libre como las nubes, y mientras recorría el pueblo iba admirando esas fachadas tan prusianas de la Marca Sajona, ese campo tan llano, extenso e idílico que respiraba no sé qué leve sensación de amenaza, esos tejados hundidos y esos cristales rotos tras los que, sin embargo, se adivinaba el perfecto orden a pesar de la escasez, tal y como correspondía —quiso decir como correspondió— a la RDA.

Detrás de la casa que fue sin duda mansión señorial en épocas pretéritas, se extendía un pedazo de umbría, medio bosque, medio jardín, con ese romántico encanto que atesoran las cosas cuidadas durante siglos por varias generaciones, sin gran esmero pero también sin descanso. Jürgen paseaba entre pretiles que en otros tiempos decoraban fontanas, descubría pedestales que sostuvieron sin duda estatuas mitológicas, se acogía bajo sauces llorones que adornaban pequeños estanques recubiertos por una manta vegetal de lentejas de agua y nenúfares, en las riberas admiraba bellos narcisos y lirios, así como pequeñas zonas de cañaverales, carrizales y juncales… Perdido así, como el paisaje, en melancólicos ensueños y tristes pensamientos de pérdida y abandono, pretendía acariciar la soledad en medio de tanta belleza. Cuando más inmerso deambulaba en esa meditación, alzó los ojos para toparse con tres fuertes losas de piedra que emergían de la tierra: Carl-Friedrich von Altenzaun, caído en 1941 en operación militar sobre el Atlántico, con el emblema del ejército prusiano al lado de su nombre; su esposa Elisabeth-Christine con cariño, muerta en 1975; Carl-Otto von Altenzaun, nacido en 1921 y muerto en 2013 (¡92 años!); y una tumba vacía cuya losa no llevaba inscripción alguna. Ninguna cruz cristiana, solo un pedazo de tierra acotado por una hilera de piedras y en el centro las cuatro tumbas. Por encima, un musgoso roble extendía su copa como protegiendo los restos mortales de los que allí yacían.

Cuando regresó a la casa sus amigos ya no estaban. Pudo entrar por la puerta principal, siempre abierta, pero el piso de Katya estaba cerrado a cal y canto. Desgraciadamente había dejado su móvil dentro y, si habían salido a hacer alguna excursión por las orillas del Elba, no habrían podido avisarle. Así de indeciso se encontraba, cuando oyó abrirse la puerta a la calle violentamente y, al atisbar por la escalera hacia abajo, alcanzó a ver la figura de una espléndida joven que le miró fugazmente. Sintió un escalofrío.

—¿Dónde te habías metido? —le dijo Sabine—. Te estuvimos buscando e incluso te llamé al móvil.

Se despertó sobresaltado pues se había quedado adormilado en el pasillito que se extendía entre los dos tramos de escalera. Todo el mundo le miraba desde una altura burlona. Se sentía triste, desolado y miserable por no haber podido participar en la excursión. Sentía una extraña desazón que no sabría explicar, pero a pesar de eso sonrió y dio explicaciones.

Esa pequeña frustración y quizás la extraña historia de la familia von Altenzaun, propietarios de la casa antes de la Segunda Guerra Mundial, fue la razón de que decidiera quedarse a dormir allí. El resto de los amigos emprendió el camino de vuelta a media tarde, en busca del tren regional que, desde Glöwen, les llevaría a Berlín. En medio se cruza la preciosa ciudad hanseática de Havelberg y un buen pedazo de denso bosque alemán.

Carl-Friedrich Graf von Altenzaun y Freiherr vom und zum Frankenstein había comandado un submarino que, partiendo del puerto de Wismar, hostigaba los mercantes británicos y americanos que llevaban suministros a los soviéticos a través del Atlántico. Después de numerosas y audaces acciones, como la de colarse en el fiordo de Narvik (Ofotfjord) para torpedear un crucero de la Royal Navy en la famosa batalla que se saldó con victoria alemana, vivió los aciagos tiempos del perfeccionamiento del radar y pereció con todos sus hombres tras una larga y silenciosa espera en el fondo del océano, rodeado de destructores enemigos. Su cadáver nunca fue encontrado; y su esposa, que lo adoraba y respetaba, vertió abundantes lágrimas desde el orgulloso retiro de sus propiedades ancestrales. El conde de Altenzaun pertenecía a esa casta de Junker prusianos que pusieron vidas y haciendas al servicio del régimen nacionalsocialista, porque vieron en éste una continuación lógica de los tiempos del Káiser Guillermo II.

Katya miraba a Jürgen con gran dulzura mientras jugaban al Memory y le contaba todas estas historias sentados a la vieja mesa de roble, bebiendo té y vigilados por la absurda muñeca sentada en el sillón. Sí, Katya le trataba muy amablemente y extendía la mano casualmente para rozar la suya, pero él solo pensaba en la rubia de abajo. Le contó que había visto a su vecina.

—Vive con su novio, pero debo andar con cuidado para no hacer ruido porque se queja de todo. ¿Te puedes creer que el otro día me di un baño y vino a mi puerta para protestar del ruido que yo hacía al chapotear? Además, mi casera es una persona extraña, quiero decir la que me alquila estas habitaciones, vive al lado y el otro día me dijo que yo andaba volviendo locos a los hombres. ¡Yo, que me encuentro más sola que la una en este pueblo de mierda y que solamente por hablar con Ingo, el de la granja de ahí, me dice que le estoy sorbiendo los sesos! Además, se ríe como una posesa y yo tengo miedo de que hurgue en mis cosas, por eso siempre cierro la puerta con llave, especialmente cuando voy a dormir. Aquí están pasando cosas muy raras, ¿pero dónde voy a ir? Me gustaría volver a Berlín, pero ya sabes cómo están los alquileres en este momento. Por favor, no hables tan alto, ¿no ves que están escuchando? Desde que me fui hace cinco años no he parado de mudarme, cada sitio peor que el anterior. En el grupo de teatro de Stendal me hacen mobbing, aunque disimuladamente, claro, porque me consideran extranjera a pesar de que nací y me crie en la RDA. Pero yo sé que algunos andan con camisas negras y cuando se emborrachan empiezan a destruir cosas, como ocurrió el otro día en la estación del suburbano, fueron con bates de béisbol y barras de hierro para reventar todas las ventanas de los vagones. La poca gente que había se escondió, a un pobre argentino que pillaron de noche allí, un tal Bizzi, creo que venía de una de sus citas nocturnas, por poco le matan de una paliza, menos mal que apareció uno de los vigilantes y se fueron. Pero no creas que salieron huyendo, nada de eso, muy tranquilos y a cara descubierta incluso retaron al vigilante diciéndole que se iban porque querían, que se tomara un trago con ellos…

Toda esta verborrea le aturdía. Desde los enormes ventanales al patio veía caer la tarde al tiempo que contemplaba los viejos graneros destartalados con una sensación cada vez más sombría. Decidió salir a dar una última vuelta mientras Katya preparaba la cena.

En la escalera se encontró con la rubia de abajo y esta vez la sonrisa fue más que significativa. Sonrió él y sonrió ella, que se estaba poniendo los zapatos, y sin decir una palabra la chica se adelantó para salir a la calle. La siguió. En vez de meterse por el pueblo, se internó en el bosquecillo-jardín detrás de la casa donde Jürgen había visto las tumbas. Evitándolas cuidadosamente, y muy consciente de sus pasos detrás, la muchacha tomó por un sendero que se internaba en la espesura hasta llegar a un pequeño claro completamente rodeado de vegetación. Los helados ojos de la espléndida mujer brillaban misteriosamente, su piel resplandeciente en la penumbra del bosque.

—¿Dónde has estado? —le espetó Katya cuando se quitaba los zapatos, todavía llenos de tierra, en el umbral de las habitaciones.

No podía dormir. Katya lo intentó, pero al darse cuenta de su desinterés —“ich fühle mich schwermütig”, dijo— le desterró a una colchoneta inflable en la sala de estar donde habían comido y entretenido la tarde. Era noche cerrada y oscura. Por la ventana apenas alcanzaba a ver un pedazo de cielo sombríamente encapotado y percibía en sus oídos el leve ulular del viento. Un pensamiento extraño le devoraba por dentro, y es que no quería mirar en la dirección donde estaba sentada la vieja con cara de loca, es decir, el Hausgeist. Katya le odiaba sin duda, y el pobre Jürgen no tenía ni un poco de tabaco ni un mal trago que llevarse a los labios. Se incorporó con intención de encender la luz, pero un terror extraño e incontenible se apoderó de él. ¡No estaba solo en la habitación! ¿Sería Katya que volvía a la carga después de todo? Pero no había sentido abrirse la puerta. Se levantó por fin de un salto y corrió a encender la luz. La chaiselongue estaba vacía. Seguramente, Katya había escondido al maniquí para que durmiera más tranquilo, aunque recordaba vagamente que al acostarse se encontraba allí echada. Respiró hondo. Sintió ganas de orinar y fue a abrir la puerta para dirigirse al baño.

El pasillo se extendía silencioso y amenazante. No se atrevió a encender la luz por miedo de despertar a Katya, pero por la leve claridad que a través de los ventanales penetraba pudo observar que la puerta de su cuarto estaba entreabierta. Mientras orinaba, con la extraña sensación de sentirse observado, trataba de concentrar su atención en el exterior a través del ventanuco del cuarto de baño. Era una noche inquieta. El viento agitaba tenebrosamente los árboles, y las nubes, oscuras y presurosas, surcaban un cielo huidizo. En el pasillo sintió un escalofrío más físico que psicológico, y contempló, a su derecha, la puerta entreabierta del dormitorio de Katya con un tenue resplandor que pudiera ser una ilusión de sus sentidos alterados. No pudo resistir el impulso de acercarse, pero a medida que avanzaba, en moción lenta, sus pasos se iban haciendo más lentos y pesados, como si se fuera cargando de cadenas. Alargó la mano, pero no llegó a tocar la puerta, como si estuviera al rojo vivo. Retrocedió sin darse la vuelta, aunque daba igual: detrás también sentía su presencia.

Al volver a la habitación-salón donde había dormido, una desazón inexplicable se apoderó de Jürgen. No podía seguir durmiendo, sentía que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. ¿Cómo escapar? Se vistió rápidamente y recogió sus pertenencias en la mochila. La puerta a la escalera que utilizaban los inquilinos estaba cerrada con llave. Recordó las paranoias que le había contado Katya, el encuentro con la rubia, los sólidos escalones de madera pulida por donde habían subido. Ese camino estaba vedado. Quedaba el ventanal por donde se contemplaba parte del fantasmal poblado, pero era un segundo piso. ¿Se atrevería a deslizarse por la ventana, arriesgando partirse el cuello? Solo restaba la misteriosa escalera señorial que partía del “recibidor” prohibido, tras unas puertas batientes con cristalera que daban paso a otro mundo. Empezó a bajar con cuidado, tratando de no hacer ruido, pero no podía evitar el crujido de la vieja madera rechinando bajo sus pies como un monstruo que se despierta.

No sabía lo que encontraría debajo, ni siquiera sabía si había una puerta abierta para salir al exterior.

Al mismo tiempo percibió que un aura protectora se extendía sobre él, como si el tiempo se hubiera detenido. En el rellano de abajo encontró un salón lujosamente decorado con amplios sillones forrados en seda, consolas de madera noble repujada en bronce, sofisticados relojes y cristalería de lujo, un juego de porcelana fina de Meißen, una recia chimenea de piedra labrada con escudo de armas y en la pared los cuadros de un hombre y una mujer en edad madura, serios retratos de época que le miraban intensa y severamente: él con su bigotazo a lo Káiser y su uniforme plagado de medallas, entre las que destacaba la Cruz de Hierro, ella con un suntuoso traje de gran dama, con una belleza digna, casi cruel, y una sonrisa escéptica. La gran mesa de palisandro estaba dispuesta con cubertería de plata, platos, copas y hasta servilletas de tela fina ostentando el mismo anagrama de la chimenea.

Jürgen miró a su alrededor. Alguien le estaba esperando y, sin embargo, no había nadie. Cuando contemplaba extasiado el hermoso salón, un crepitar suave a su espalda le hizo volverse lentamente para encarar la chimenea encendida donde un amable fuego devoraba lentamente los leños primorosamente dispuestos. El resplandor de las llamas exhalaba un halo de dulzura y calor que contrastaba con el furioso ulular del viento en el exterior.

Se precipitó en busca de la salida…, pero no se atrevió a penetrar otra vez en el bosquecillo de las tumbas. Había conseguido salir del caserón, pero sentía más que nunca la desesperada necesidad de escapar. Fuerzas extrañas se confabulaban contra él. Al levantar la mirada fugazmente hacia el segundo piso de la casa, se quedó helado de espanto porque le había parecido atisbar un rostro que le observaba detrás del cristal. Quizás fuera reflejo de la luna, ¿pero qué luna? La noche era oscura y empezaba chispear. Quizás era Katya, que se había despertado presintiendo su fuga.

Salió por fin pedaleando con furia mientras el viento se levantaba, implacable, unas veces oponiéndose a su avance, otras impulsándolo con violencia suicida. Seguía el curso del Elba en el sentido inverso al que habían tomado el día anterior y, aunque no recordaba exactamente el camino, siempre se preciaba de su buen sentido de la orientación. El río extendía sus aguas oscuras y tranquilas, los campos pasaban a su lado sin alma, sin una presencia, las pocas casas que encontraba —menos, le parecía, que cuando venían, ¡qué lejos estaba ayer!— semejaban desoladas, desconchadas y miserables. Una especie de ceniza gris cubría paredes y tejados. La pista ya no estaba tan regularmente asfaltada, sino que era de tierra y gravilla mayormente, en algunos lugares con agujeros que debía sortear cuidadosamente, detritos y suciedad.

En el embarcadero para cruzar el río no había nadie. El transbordador y las instalaciones parecían deterioradas y primitivas. Jürgen, sin embargo, se fijó en una vieja barcaza varada en la orilla, así que, ni lento ni perezoso, subió la bici y remó silenciosamente hacia la otra orilla. En el bosque estalló finalmente la tormenta. Ráfagas de viento y lluvia le azotaban cara y le hacían tambalear sobre su montura mientras surcaba veloz entre un ejército de árboles enhiestos, vigilantes, que parecían tocar el cielo. Como soldados en formación que le vieran pasar impasibles, pero dispuestos, el bosque de hayas extendía sus tentáculos interminable, misteriosamente, lleno de turbios secretos y de hojarasca crujiente que agitaba la tempestad.

Sentía detrás una turba silenciosa que pedaleaba también intensamente, jadeando y resoplando. Al volver la vista atrás no veía nada en concreto, pero un grupo de sombras también en bicicleta parecía seguirle. Pedaleó con más ahínco, pero no servía de nada, cuanto más esfuerzo realizaba más se oponía el viento y la lluvia a su progresión. Cuando relajaba, en cambio, parecía volar. Así, con cambiante estado de ánimo, atravesó caseríos hundidos y ruinas por doquier, restos de vehículos, desechos, material de guerra esparcido, pero no vio ningún ser humano, ni muerto ni vivo.

Berlín quedaba lejos y la noche parecía interminable. ¿Qué sería de él?

Desde los ojos ciegos de sus ventanales, el bloque de vecinos en la Bülowstrasse donde vivía Sabine le miraba con la fachada todavía intacta, aunque picada por la viruela de la metralla. Jürgen, temblando por el esfuerzo, aterido y completamente empapado, se metió por el pasaje que llevaba al patio interior y desde allí, creyó recordar, empujó la desvencijada puerta que daba acceso a los pisos. Una escalera de madera chamuscada, detritos, suciedad y escombros. Cuando abrió la puerta de la cocina se la encontró metiendo un poco de carbón en el fogón para poder calentar algo de agua. Hacía frío, y unos ojos tristes y hundidos, enmarcados por enormes ojeras, se volvieron hacia él. Su mirada era animal, huidiza, apaleada. Tenía la blusa desgarrada y un labio amoratado. Fue hacia ella llevado por un impulso inexplicable y la abrazó por detrás llevando las manos a sus senos. La acariciaba mientras besaba su cuello. Sentía la fuerza de sus caderas presionándole el sexo. Ella se dejaba hacer indolentemente.

Una vez saldada la cuenta con la noche, el amanecer empezó sonriendo gracias a un día luminoso y fresco. La primavera, en todo su esplendor, regresaba al norte de Alemania. Al despertar Jürgen, Sabine le preparaba un café y por allí rezongaba Katya, tan traviesa como siempre. Les contó su sueño y se rieron. Luego subieron al ático, enorme espacio bajo el techo que cubría todo el edificio y donde los okupas lavaban ropa, almacenaban trastos o escapaban de la monotonía de sus habitaciones mirando desde el balcón hacia la Torre de Televisión, que dibujaba su cruz sobre la bola plateada. Resplandecía el sol y la urbe se desperezaba felizmente. Esa mañana jugaron al ping-pong y Jürgen parecía rejuvenecer a cada salto. Tanto Sabine como Katya parecían bastante molestas de que las venciera una y otra vez con tanto ímpetu, pero él no podía sujetar el entusiasmo exultante que le invadía. Era el 2 de mayo, día de la capitulación incondicional de Berlín al Ejército Rojo.

Pedro Benengeli

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